29 agosto, 2004

15 agosto, 2004

La lengua de la Olimpiada

Se queja un reportero de La Crónica de que el sitio oficial de los Juegos Olímpicos haya discriminado al español y sólo se encuentre información en griego, francés e inglés. Agrega que, dada la importancia del español como lengua internacional, sería de esperarse que los organizadores de los juegos lo hubieran tomado en cuenta. Y se pregunta qué pasaría si, por ejemplo, el sitio de Naciones Unidas no estuviera también en español.


Dada la enorme cantidad de lenguas que hay en el mundo (que algunos calculan en seis mil), sería imposible que se hiciera una publicación en todas ellas. Menos la de los Juegos Olímpicos, en los que participan más naciones que en la propia ONU (202 contra 191). En Naciones Unidas sólo existen seis lenguas oficiales (árabe, chino, español, francés, inglés y ruso); en la Unión Europea, donde se pretende más igualdad y democracia, hay 21 lenguas oficiales, las mismas de sus 25 miembros. Es fácil calcular que hay cuatro lenguas compartidas por dos miembros: el alemán, el francés, el griego y el inglés, si bien esta situación podría complicarse por las exigencias de las lenguas no oficiales en sus respectivos países que, como el catalán, el bretón y el galés, entre otras, quieren ser reconocidas dentro de la Unión.


Suele confundirse el problema lingüístico con esta diversidad. De ningún modo. La diversidad lingüística es parte de la riqueza cultural de nuestro planeta y merece todos los esfuerzos por conservarla. El problema lingüístico es causado por la hegemonía de unas cuantas lenguas sobre todas las demás. Esta hegemonía tiene numerosas consecuencias. Aquí apuntaremos algunas.


La primera y más obvia es la ventaja que supone dicha hegemonia para los hablantes nativos. Éstos se ven relevados de la necesidad de estudiar otra lengua para satisfacer sus necesidades de comunicación. Dada la dificultad de aprender un idioma extranjero al grado de dominarlo, de poder expresarnos en él como si fuera nuestra lengua materna,, no es difícil calcular lo que representa dicho estudio en términos de tiempo y de recursos. Quienes no son hablantes nativos dedican varios años al aprendizaje de la lengua hegemónica, tiempo que los hablantes nativos pueden dedicar tranquilamente a otros empeños.


Otra consecuencia es la noción de que existen lenguas grandes y pequeñas; es decir, que las lenguas hegemónicas merecen más estudio que las demás y que éstas, a fin de cuentas, están condenadas a la extinción por causas naturales. Esto no es sólo una extrapolación trivial del darwinismo biológico al campo de la lingüística: constituye una condena de muerte para todas las culturas minoritarias. Esta extinción empieza, claro, con los pueblos más débiles, de cuya existencia seguramente ni enterados estamos, por lo que la mayoría puede permanecer tranquila, apartando de su conciencia esta terrible realidad y dedicándose a sus clases en el Harmon Hall. Lo que no vemos —porque nos lo impide el sistema mismo— es que después de las lenguas minoritarias seguirán todas aquellas que no tengan el respaldo de la potencia política, económica y militar (¿quién dijo aquello de que la diferencia entre lengua y dialecto es que la primera tiene un ejército a su servicio?). En otras palabras: una vez que hayan desaparecido las lenguas indígenas, seguirán el camino de la extinción las lenguas nacionales del tercer mundo. A final de cuentas, dentro de algunos siglos, quizá sólo queden las seis lenguas que actualmente son las oficiales de Naciones Unidas (habrá que admirarnos de su visión).


Sería muy largo analizar todas las consecuencias implicadas en la hegemonía lingüística y ya se me está haciendo tarde para irme a ver las olimpiadas en la tele. Otro día le sigo.


Renuncia de privilegios

Supe de la existencia de CORIAC desde hace algunos años, y en ese tiempo me llamó la atención que hubiera hombres dispuestos a renunciar a su privilegio de género. En efecto, si el privilegio (esa ley privada que nos facilita la vida) es producto del sistema, si podemos obviar el reproche diciéndonos que nosotros no lo establecimos, la tentación de disfrutarlo es enorme y renunciar a él parece imposible. Además, esa renuncia nos expone a la burla de quienes lo aprovechan plenamente, cuando no a sus recriminaciones ("Me estás haciendo quedar mal con la vieja.") o a que nos condenen al ostracismo ("Mis cuates ya no me invitan porque dicen que soy un mandilón.").


Es fácil ver el privilegio de género. Por ejemplo, en mi casa, de chico, como hombre no me tocaba realizar ninguna tarea doméstica (tender camas, lavar baños, etcétera), las cuales estaban reservadas a mis hermanas. Nunca se me ocurrió reclamar mi derecho a arreglar mi propio cuarto o a prepararme mis propios alimentos. Éstos los tuve cuando empecé a vivir solo. Pero para entonces me costaba trabajo asumirlos como derechos, pues se habían convertido en aburridas obligaciones.


Los privilegios, sin embargo, son armas de doble filo y la estructura misma de la sociedad nos impide ver el alto costo que pagamos por ellos. La imposibilidad de relacionarnos afectivamente, de expresar nuestros sentimientos (ni siquiera de reconocer su existencia), ya no sólo hacia otros hombres, sino incluso con las mujeres (lo cual es una queja recurrente entre éstas), nos cercena un aspecto clave de la personalidad. Al son de que "los hombres no lloran", nos pasamos la vida reprimiendo la manifestación de nuestras emociones, cosa que a la larga tiene el efecto de suprimirlas por completo.


Y, claro, las mujeres, como víctimas de este privilegio, son las que pagan las consecuencias más onerosas. La más cruda es la violencia doméstica, de la cual son objeto millones de mujeres a manos de los varones de su familia: padres, hermanos y cónyuges (aunque, según el célebre titular del Alarma!, "Mató a su mamacita sin causa justificada", también por parte de los hijos). Es sabido que la mayoría de los casos de violación suceden en el seno del hogar y la vergüenza de denunciar a un familiar o conocido (novio o vecino) hace que gran parte de éstos queden ocultos.


Pero la sociedad insiste en que éste es el "orden natural de las cosas"; que los hombres son racionales y las mujeres sentimentales, que hay determinantes biológicos y otras razones, entre las que podríamos mencionar la estupidez difundida desde el título de un libro que asegura que "los hombres son de Marte y las mujeres de Venus". No podría pensarse en mayor trivialización de un problema que afecta a hombres y mujeres por igual.


El único determinismo biológico demostrable lo encontramos en las funciones reproductivas. Todas las demás capacidades son producto de la sociedad y su cultura. Negar el aspecto racional, emprendedor y dinámico de las mujeres es cerrar los ojos a los millones de mujeres que se hacen cargo de sus hijos, una vez que las abandona el desobligado del marido. Negar el lado emocional y creativo del hombre es olvidar que son esos componentes precisamente los características de los artistas (que, por cierto, al estar en contacto con esa parte, suelen comprender a las mujeres, lo que los vuelve muy atractivos para éstas).


Todo lo anterior, por supuesto, son generalizaciones. Y como tales, en ellas encontramos las tradicionalmente honrosas excepciones.


La llamada "guerra de los sexos" (otra trivialización) cobra víctimas en ambos bandos. Quizá sería el momento de llegar a una tregua que nos permitiera firmar la paz. Que nos permitiera vivir en un mundo de colaboración, no de competencia, de compañeros, no de rivales, de parejas parejas, no disparejas.

07 agosto, 2004

Proceso al sistema

Se está llevando a cabo el juicio contra los soldados estadounidenses que cuidaban de los prisioneros en Abou Ghraib, el aborrecible centro de torturas de Bagdad, primero de Saddam y ahora de su sucesor, Jorgito Dobleú. Los acusados, en número de siete, se han reducido, al menos para los medios, al caso de la reservista Lynndie England, quizá porque sea el que más ofrece la posibilidad de lograr el designio del Pentágono y la Casa Blanca: presentar las torturas y los excesos cometidos en contra de los detenidos como casos aislados, ocurrencia de unos cuantos soldados que se desviaron de las normas y nunca, jamás, como algo sistemático, llevado a cabo por órdenes (ni siquiera sugerencias) superiores.


De este modo, la parte acusadora ha puesto de relieve las faltas de conducta de Lynndie England. Adscrita a una oficina administrativa, ella no tenía nada que hacer en el cuartel de los prisioneros, donde apareció retratada paseando a un irakí con una correa al cuello. Había sido amonestada por ausentarse de su habitación y pasar las noches con el cabo Charles Garner, de quien actualmente está embarazada.


La defensa, por el contrario, señala que ella se graduó con honores de su preparatoria, que se alistó en el ejército para pagarse los estudios de la universidad y que, a fin de cuentas, las investigaciones se llevaron a cabo en forma prejuiciada, sólo con el fin de demostrar los argumentos de la fiscalía. Además, destaca la obvia irregularidad de que haya sido la misma policía militar la que investigó los actos que se le achacan a ese mismo cuerpo.


¿Cuál es la verdadera Lynndie England? ¿La Lynndie de la defensa o la de la fiscalía? Nadie lo sabe (seguramente ni ella misma) y lo más seguro es que sea una combinación de las dos. Pero enfocar el caso en su personalidad es desviar la atención de lo que realmente importa: los soldados acusados no actuaron motu proprio. Si no acataron órdenes expresas, como sostienen los procuradores por mandato del ejecutivo, al menos sí interpretaron un sentimiento que viene desde el mismo Dobleú y que éste ha tratado de instilar en lo más profundo de su pueblo. Los irakíes —desde Saddam Hussein hasta el último empleado de la industria petrolera, desde la élite baasista hasta los más explotados cabreros kurdos— estuvieron implicados en los atentados del 11 de septiembre de 2001 y, por tanto, deben ser castigados.



La Lynndie de la fiscalía



La Lynndie de la defensa


05 agosto, 2004

¿Qué es la astrología, pues?

Para provecho del lector, desentierro de la sección de comentarios los producidos en torno a una nota sobre la termodinámica y la astrología. También en provecho mío, lo reconozco, pues no sólo me evito escribir una nueva nota, sino que además engalano mi blog con la lúcida tecla de Mauricio José Schwarz, autor de los comentarios de marras.


No es mi afán entrar en polémicas. Empecé a estudiar astrología hace 30 años, movido por la curiosidad de saber porqué había gente que respetara lo que en ese entonces me parecía una simple superstición de ignorantes. Y, por supuesto, acabó ganándose mi respeto. En mi descargo, puedo asegurar que siempre actué con absolouta honestidad ante quienes me pedían que les leyera su horóscopo, pero sobre todo ante mí mismo. Encontré, claro, muchas supercherías, falsedades y mistificaciones. Rechacé muchas nociones que, a mi juicio, sólo confundían el estudio y la práctica, sin agregar nada más que detalles pintorescos (en especial conceptos tomados de la astrología hindú y árabe). Traté de definir el cuerpo doctrinario, despojándolo de mitos periféricos, y así me quedé con un sistema basado en los planetas, los signos, las casas y las relaciones mutuas. Todo lo demás (puntos medios, decanatos, estrellas fijas, relaciones con piedras, colores y números "de la suerte") son accesorios de valor muy discutible.


No quiero referirme a la práctica que tuve, pues sería entrar en un recuento de casos ya olvidados después de casi veinte años de falta de ejercicio. Sólo quiero consignar que esa práctica sustenta mi convicción de que la astrología es una forma valiosa de explicarse el mundo.


En cuanto a la teoría, quisiera citar un comentario de un maestro de aquellos años (mediados de los setenta): "Metodológicamente, la astrología está al nivel del alka seltzer. Sabemos que sí funciona, pero no sabemos cómo." Podemos dividir, grosso modo, las explicaciones respectivas en dos grandes corrientes. La primera es la que sostiene las indemostrables influencias, y que echando mano equívocamente de los términos técnicos al uso, habla de "magnetismo", "energías" y otras varias formas en que los astros "nos inclinan" (porque eso sí, todos aceptan el principio de que "los astros inclinan, pero no obligan", sobre todo para justificar una interpretación fallida).


La segunda corriente se basa en la sincronía de los fenómenos. No es difícil concebir que, como unidad, el Cosmos esté relacionado de tal manera que unos fenómenos coincidan con otros, que determinadas posiciones planetarias coincidan con acontecimientos particulares en el microcosmos del hombre.


Esta corriente se ha nutrido en particular de los estudios de Carl Jung. De unos años a la fecha se ha desarrollado una escuela que podríamos llamar junguiana y que se ha interesado en la reinterpretación del corpus astrológico a fin de presentar un método de explicar la compleja estructura de la personalidad, desentendiéndose de las posibilidades predictivas de la astrología. Nos encontramos, pues, ante una corriente más seria y menos fantasiosa (y menos atractiva para la mayoría, que lo único que parece saber preguntar ante un astrólogo es el número que saldrá premiado de la lotería).

No tengo la capacidad de profundizar la descripción de esta corriente pues, como dije, desde hace muchos años abandoné el ejercicio de la astrología y no tengo más que elementos superficiales para caracterizarla. Las personas interesadas pueden remitirse a las obras de astrólogos como Liz Green, Howard Sasportas, Steven Arroyo y otros de esa misma escuela que ha infundido un nuevo aliento en el estudio astrológico.


No ha de extrañarnos que la astrología se haya contaminado tanto del pensamiento supersticioso. Desde mediados del siglo XVII, cuando fue proscrita de la Academia de Francia, su cultivo quedó relegado a la obscuridad, en manos de dudosa calidad. En la segunda mitad del siglo XIX, con el resurgimiento del ocultismo gracias a gente como Eliphas Levi y H.P. Blavatski, la astrología se vio envuelta con el manto de la terminología teosófica. Y no le fue mejor en el siglo XX, cuando el auge de la New Age la llenó de todo género de conceptos tomados de las más diversas fuentes.


El desarrollo de la astrología, pues, se detuvo en el siglo XVII. Gran parte de los textos que encontramos, fuera de la escuela junguiana, están basados todavía en los escritos clásicos de ese tiempo o son meras repeticiones de recetas anteriores incluso al comienzo de nuestra era. El esfuerzo por el rescate de esa vieja dama prostituida data de apenas dos decenios y sería prematuro exigirle resultados que satisficieran las exigencias de la ciencia moderna, que se ha desarrollado a la luz, en manos de las mejores mentes de la humanidad y con el apoyo de gobiernos e instituciones.

En fin, para no alargar más esta nota, reproduzco a continuación los comentarios de Mauricio José Schwarz, intercalando mis respuestas.




Gracias por la mención de El retorno de los charlatanes, pero no entiendo lo que dices. La idea de "obtener algo a cambio de nada" se aplica perfectamente a la astrología, es decir, a que Saturno, o el planeta que se te antoje, ejerza una influencia "mágica", sin una transferencia de energía medible, desde su órbita hasta la casa de Epaminondas Godínez, quien debido a ello se saca la lotería o al menos le compra a su suegra un departamento de lujo en Ulan Bator, librándose de ella para siempre. Para aceptar la causalidad saturniana que sugieres, debería haber una cadena causal. Si reduces 25 argumentos que dan muchos estudiosos a uno solo (el de la magia) y para remate sin citarlo textualmente, te vas a tener que quedar a limpiar el pizarrón después de clase por hacer trampa retórica.



Ah y no, aunque quise entrar a Prepa 4 (allá por 1970), acabé haciendo la prepa en la ESPCM, escuela dirigida por brillantes refugiados españoles.



Saludos,

Mauricio-José Schwarz



Respuesta

Creo que los dos vamos a tener que quedarnos después de clase a limpiar el pizarrón. Yo por no explicar las cosas completas, y tú por sacar de contexto mis palabras. En ningún momento estoy diciendo que los planetas ejerzan influencia. Lo que sí digo es que, en la tradición astrológica, a Saturno se le adscriben los valores de la tenacidad y el esfuerzo y que, en cierto modo, eso refuta precisamente la noción de obtener algo a cambio de nada.


No sé si haya alguna influencia, energía o alguna otra relación que tenga carácter mágico. Nadie lo sabe, de hecho, y los que hablan de "influencias planetarias" simplemente repiten algo que han oído, sin que les conste ni, mucho menos, puedan demostrarlo.


Pero lo que sí sé es que nunca lo averiguaremos si simplemente la descartamos, la sacamos de nuestro campo visual y nos negamos a reconocer cualquier valor que pudiéramos encontrar en la astrología.



Jorge Luis Gutiérrez





A ver, como dijo Ray Charles. Dices: "en la tradición astrológica, a Saturno se le adscriben los valores de la tenacidad y el esfuerzo y que, en cierto modo, refuta precisamente la noción de obtener algo a cambio de nada".



Sigo sin entender. ¿Cómo lo refuta? El que se le adscriban valores de tenacidad o auras moraditas con bolitas rojas no pasa de ser una afirmación sin bases.



Pero lo más curioso es lo que dices al final:



Pero lo que sí sé es que nunca lo averiguaremos si simplemente la descartamos, la sacamos de nuestro campo visual y nos negamos a reconocer cualquier valor que pudiéramos encontrar en la astrología.


Ésta es una trampa conocida, la de suponer que quienes luchamos contra la superstición lo hacemos "simplemente descartándola". Pues claro que no, por Taranis. Ha habido numerosos estudios que itnentan contrastar las distintas payasadas que dicen distintos astrólogos, y ya eso es un logro, porque si tú vas con cinco astrólogos distintos a que te hagan tu carta natal y tus predicciones para el año que entra, verás asombrado que ninguno está de acuerdo con ninguno de los demás. Pero si te vas a la simple teoría, se han hecho estudios estadísticos sobre las extravagantes afirmaciones de la astrología y después de hacerlos, después de contrastarlos, se puede decir frescamente que son una reverenda estupidez que sólo sirve para desplumar incautos.



Y no olvidemos el principio básico de la ciencia: es quien hace la afirmación de un hecho quien tiene que probarlo. Es decir, serían los astrólogos quienes deberían aportar las pruebas necesarias para no considerarlos unos bufones patéticos. Las "pruebas" que han pretendido dar a lo largo de los años simplemente no se sostienen.



Con la lógica que propones, habría que "no descartar" nada, por lo cual deberíamos empezar por dedicar presupuesto científico al estudio de las hadas, de los chaneques, de los panteones de distintas culturas, etc., etc. nomás porque "podrían tener algún valor", cuando no hay ni siquiera un indicio de que tengan otro valor que mantener ocupados a desvergonzados y almas cándidas.



Muy pronto, en El retorno de los charlatanes pondré una lista de los estudios disponibles en Internet que dejan a la astrología en su justo lugar: el de una superstición milenaria con menos bases que las promesas de Vicente Fox.



Y recuerda: la ciencia no es un conjunto de datos, es un proceso para llegar a certezas más o menos claras.



Saludos,

Mauricio



Respuesta

Ah, caray, pues sí, parece que, efectivamente, la astrología no es una ciencia, después de todo. Si su postulado básico —la relación entre el cosmos y el hombre— es indemostrable de tal manera que satisfaga los criterios científicos, deberemos admitir, definitivamente, que no estamos frente a una ciencia.


Y si consideramos el enorme número de charlatanes que medran a costa de la inseguridad humana, vendiendo consuelos falsos y esperanzas vanas, tendríamos incluso que declararla peligrosa. Y ya abanderados de este modo, habría que dedicar nuestros afanes a combatir tan perniciosa superchería. Así es.


(¿A que horas llega la conjunción adversativa que salve todos tus razonamientos anteriores?, me pregunta una voz interna.) Pues no, esta vez no hay salida. Si de lo que se trata es de excluir y condenar todo aquello a lo que no podamos llamar ciencia, pues qué lástima, pero la astrología habrá de ser excluida y condenada. (Pero la vocecita es insistente: ¿Y también tendremos que descartar al arte? Porque, hasta donde sé, no es posible medir la emoción estética, definir objetivamente la calidad artística de una obra... vaya, ¡ni siquiera se puede determinar qué es arte y qué no lo es! ¿Por qué no le dices que la astrología es un arte y así sales del apuro?) Porque no me interesa ganar una discusión a toda costa (incluso me cuesta trabajo reconocer en este intercambio una discusión), sino esclarecerme a mí mismo mis ideas.



Jorge Luis Gutiérrez