20 abril, 2005

Habemus papam

Para dar muestras de unidad, en estos tiempos turbulentos en los que a los ojos del mundo, la Iglesia Católica parece dividida entre dos fuertes corrientes —que para efectos de simplificación podríamos llamar “conservadora” y “reformista”—, el cónclave iniciado el lunes para elegir al sucesor de Juan Pablo II anunció, apenas 26 horas después, la elección del cardenal alemán Josef Ratzinger como nuevo papa, con el nombre de Benito XVI.

Si consideramos que los ocho cónclaves precedentes, los sucedidos en el siglo XX, duraron en promedio tres días, la celeridad con la que los cardenales se pusieron de acuerdo en esta ocasión manifiesta el deseo de distanciarse de las disputas que atraviesan por las diversas corrientes de la Iglesia. Pero hay más. La elección del cardenal Ratzinger apuntala la continuidad en el rumbo de la Iglesia, refuerza el control doctrinario, favorece a las corrientes conservadoras, cancela el diálogo ecuménico —pese a las promesas de mantenerlo que hiciera el día mismo de su elección— y promete, como querían muchos, un reinado no muy largo, en virtud de la avanzada edad del ahora papa Benito XVI.

Al igual que Karol Wojtyla, Ratzinger asistió en calidad de experto al segundo concilio vaticano, en el que apareció favorable a las reformas de la Iglesia. Sin embargo, pocos años después, asustado por la “deriva materialista” de fines de los años sesenta —encarnada en los movimientos juveniles de 1968 en todo el mundo—, Ratzinger se replegó hacia un conservadurismo que habría de oponerlo a sus posiciones iniciales.

En 1978, tras haber sido obispo de Munich, Ratzinger fue nombrado cardenal, todavía por Pablo VI (recordemos que ese año hubo tres papas). Y en 1981, Juan Pablo II lo colocó en la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Para quienes el nombre de esta oficina no les diga nada, debemos señalar que es la heredera del Santo Oficio, mejor conocida como inquisición.

En su cargo de gran inquisidor, y como allegado de Juan Pablo II, Ratzinger estuvo en el origen de muchas de las tomas de postura que causaron el encono de la Iglesia con los sectores progresistas. Fue inspirador y ejecutor de los castigos aplicados a los sacerdotes de la teología de la liberación. A través de sus instrucciones, Ratzinger defendió las tesis más conservadoras, atacando en especial la ordenación femenina, el matrimonio homosexual, la planificación familiar y las investigaciones médicas con células de fetos. En su Donum vitae, de 1987, criticó la procreación humana con ayuda médica (única esperanza de tener hijos para algunas parejas) y en Dominus Iesus proclamó tajante la supremacía de la Iglesia Católica sobre todas las demás confesiones.

Aparte del deseo de mantener la unidad y la continuidad en un pontificado de transición, la elección de Ratzinger sin duda obedece a factores más humanos. Ciento quince de los cardenales asistentes al cónclave fueron nombrados por Juan Pablo II y, por tanto, no tenían ninguna experiencia en este tipo de procedimientos. Asimismo, si su fidelidad como cardenales estaba con Juan Pablo II, fue natural que se inclinaran por aquel a quien veían no sólo como su heredero espiritual, sino como el inspirador de las grandes líneas doctrinales de su pontificado.

La llegada de Ratzinger a la cabeza de la Iglesia Católica no suscita esperanzas sino miedo en los sectores progresistas. Las urgentes reformas de la Iglesia habrán de esperar tiempos mejores.

12 abril, 2005

Del matrimonio sacerdotal

La mayoría de las críticas que se le enderezan a la Iglesia Católica —y en general a cualquier institución religiosa— giran en torno a su actuación en el mundo, a su relación con la sociedad o con el poder. Pocas veces escuchamos discusiones doctrinales, salvo cuando los miembros de una denominación atacan a otra para justificar su existencia. Por ejemplo, los testigos de Jehová que no creen en el infierno, los católicos tridentinos que rechazan los cambios rituales decididos en el segundo concilio vaticano (y que hacen que el sacerdote celebre la misa de frente a la grey, no de espaldas) o simplemente los protestantes, que niegan la intercesión de los santos.

Fuera de estas disputas internas, quienes atacan a la Iglesia le echan en cara desde las cruzadas y la inquisición, hasta la perversión de menores a cargo de sacerdotes pedófilos, pasando por el boato y las riquezas materiales de una institución religiosa convertida en estado. Claro que esta crítica está muy justificada. Cuando se organiza la fe, que es un fenómeno privado, ésta se convierte en un objeto social que no puede escapar a las determinaciones materiales pretextando su origen metafísico.

Todo lo contrario. La delicada naturaleza de su origen confiere mayor responsabilidad a los encargados de administrar la fe. Si en su aspecto externo la religión se basa en la moral, de ahí se desprende la necesidad de que los representantes de cualquier institución religiosa la tengan intachable. Pero es en este renglón donde más abundan no sólo las críticas, sino incluso las demandas judiciales en contra de los sacerdotes que, abusando de su situación de asesores espirituales —que les da un acceso privilegiado a la intimidad de quienes se les acercan en busca de consejo—, no tienen escrúpulos en iniciar a los menores en prácticas sexuales condenadas por su misma religión.

Estos escándalos de pedofilia han sacudido a la Iglesia en Estados Unidos y en Austria principalmente, pero también en muchos otros países. También en México, por desgracia, se dio el caso del padre Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo, a quien las acusaciones de pedofilia que se le lanzaron no le hicieron mella por contar con la protección papal. En Estados Unidos, la Iglesia ha tenido que pagar millones de dólares por concepto de indemnización a las víctimas de tales sacerdotes corruptores. Aun más, el cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston, se vio obligado a renunciar a su cargo al revelarse que había tratado de encubrir un escándalo, transfiriendo a otras parroquias a los acerdotes acusados de pedofilia.

La Iglesia siempre ha declarado que estos casos son excepcionales, que de ninguna manera constituyen la norma y que están fuera de su estructura. Sin embargo, su alarmante frecuencia debería obligarla a una reflexión más profunda, que fuera más allá de la mecánica petición de disculpas, el cínico pago de compensaciones millonarias —que equivale a comprar el silencio de los afectados— y a las leves sanciones impuestas a los culpables. Es decir, debería analizarse si este problema tan generalizado, lejos de ser una suma de casos aislados, no se origina en la estructura misma de la Iglesia, por lo que resultaría imposible erradicarlo sin pasar por una profunda reforma de la institución.

Un análisis de este tipo nos llevaría a pensar que sí se trata de una falla estructural, originada precisamente en el antinatural celibato que se le impone a los sacerdotes. Vigente en forma obligatoria apenas desde el siglo XII —cuando fue decretado por el papa Inocencio II—, el celibato no sólo es causa de la pérdida de vocaciones, sino también de las perversiones que tanto han dañado la imagen de la Iglesia como abanderada de la moral. No todos los sacerdotes pueden sublimar su libido y convertirla en fuerza espiritual; para ello es necesaria una disciplina de la que carece la mayoría. Lo más común es que ese impulso sexual se desvíe a causa de la represión a la que se somete. Esta desviación, como es lógico, encuentra su escape en las personas que rodean al individuo: en los compañeros del seminario en primer lugar, pero también —y lamentablemente cada vez con mayor frecuencia— en los menores, que se encuentran en situación de sometimiento a la autoridad del sacerdote, ya sea por ser éste un profesor o un confesor, lo que los vuelve fáciles víctimas de esas perversiones.

Si se define así la causa del problema, para el laico la solución salta a la vista: permitir el matrimonio de los sacerdotes católicos, como se permite en tantas otras iglesias el de sus respectivos ministros. El voto del celibato no encuentra apoyo escritural, más bien sucede lo contrario. Los apóstoles fueron casados y eso no les impidió seguir las huellas del Pescador. ¿Por qué no se le permite a sus descendientes?

08 abril, 2005

Las asignaturas pendientes de la Iglesia

En medio del mar de alabanzas surgidas en torno de la figura del papa
Juan Pablo II, con motivo de su muerte, han sido pocas las voces que se
han atrevido a cuestionar el legado que le deja a su Iglesia. Es
comprensible que así sea. En esta hora de luto mundial, cuando en los
funerales de Karol Wojtyla estuvieron representados más países que en la
misma Organización de las Naciones Unidas, parecería de mal tono
establecer un inventario crítico de su pontificado. Pero es necesario
hacerlo, pues en la elección del futuro papa habrán de pesar
consideraciones basadas en las fallas —o al menos ambigüedades— de Juan
Pablo II, ya sea para remediarlas o para seguirlas cubriendo. En todo
caso, la solución a los temas que deja pendiente Karol el Grande habrá
de decidir el rumbo que tome la Iglesia en este siglo XXI.

Uno de los problemas más grandes a los que habrá de enfrentarse el
sucesor de Juan Pablo II es el creciente divorcio entre la Iglesia y la
sociedad contemporánea. Miles de fieles se han alejado de la Iglesia por
no poder compartir su postura en temas que están en la orden del día del
mundo cotidiano: desde el control natal y el aborto, hasta el papel de
la mujer en la Iglesia y el matrimonio homosexual. Así vemos a toda una
generación de jóvenes llamarse católicos pero sin someterse
estrictamente a las normas eclesiásticas. Parejas que se casan por la
Iglesia, pero que desdeñan sus admoniciones contra la píldora y otras
formas artificiales de control natal. Personas que viven en unión libre
o divorciados vueltos a casar que asisten a la misa semanal, aun a
sabiendas de que para la Iglesia viven en pecado.

Sí, el tímido aggiornamento que vivió la Iglesia después del segundo
concilio Vaticano (1962-1965) —en el que, por cierto Karol Wojtyla
participó activamente— sufrió un feroz retroceso durante el papado de
Juan Pablo II, quizá preocupado por el rumbo que tomara la Iglesia
posconciliar durante Paulo VI.

Dos de los teólogos más críticos de la institución eclesiástica, el
suizo Hans Küng y el brasileño Leonardo Boff, coincideron recientemente
en criticar la desviación de rumbo que significó el pontificado
wojtyliano, a la que Boff no vaciló en calificar tajantemente de
contrarreforma.

Sin haber perdido su carácter de sacerdote, pero con la prohibición de
enseñar dentro de la Iglesia, Küng impartió la cátedra de teología
ecuménica en la Universidad de Tubingen, Alemania, hasta su retiro, en
1995. Es presidente de la Fundación de Ética Global y, a ese título, ha
sido asesor de las Naciones Unidas. En un artículo publicado en la
revista alemana Der Spiegel, Küng señala las grandes contradicciones que
caracterizaron a Juan Pablo II.

Si bien el papa defendió los derechos humanos en los países
autoritarios, se los negó a los obispos, recortando la autoridad de los
sínodos diocesianos —prevista precisamente en el concilio Vaticano— para
concentrarla en la Curia Romana. Asimismo, silenció a los teólogos
disidentes como al propio Küng, por ejemplo, así como a Boff, a quien se
le prohibió predicar, hasta que se vio obligado a renunciar al
sacerdocio. Y a las mujeres les siguió negando toda participación en la
Iglesia.

Toda su intensa actividad pastoral, sus incansables viajes pastorales
por todo el mundo, se vieron contrarrestados por la alarmante pérdida de
las vocaciones sacerdotales. En Estados Unidos, por ejemplo, durante el
reinado de Juan Pablo II se perdió el 40 por ciento de los sacerdotes
católicos. Se menciona, sí, el gozoso aumento de católicos en ese mismo
periodo, de 750 a mil millones. Pero no se contextualiza esa cifra con
el aumento demográfico: en 1978, año de la ascensión de Juan Pablo II,
el planeta tenía 4,301 millones de habitantes, por lo que los católicos
representaban el 17.4 por ciento; en 2005 tiene 6,372 millones y los
católicos constituyen el 15.6 por ciento. El número proporcional más o
menos se mantuvo en el mismo orden (no digamos que se redujo para no ser
tachados de estrictos), lo cual es tanto más alarmante cuanto que la
población católica suele tener tasas de crecimiento más altas que las de
otras religiones. En todo caso, ese aumento de fieles de la Iglesia no
puede atribuirse más que a la explosión demográfica.

A pesar de su celebrado ecumenismo, Juan Pablo II siempre se opuso a la
comunidad de celebración entre protestantes y católicos. Y aunque
reconociera los valores morales de otras religiones, no dejaba de
presentarlas como formas deficitarias de la fe, reservando el camino de
salvación exclusivamente a la Iglesia Católica.

De los temas que Karol Wojtyla dejó pendientes para su sucesor, éstos
sin duda son los más apremiantes. La Iglesia Católica ha llegado al
tercer milenio con un enorme adeudo, con una insostenible separación de
las realidades del mundo moderno, en franca desavenencia con el mundo de
la ciencia y con una estructura jerárquica que podría derrumbarse debido
al autoritarismo que la aqueja. Si el próximo cónclave se decidiera,
como es muy probable, por un papa de transición —un cardenal de edad que
simplemente se dedicara a la administración y a las tareas
tradicionales, alejado de los medios políticos y de comunicación a los
que fuera tan afecto Juan Pablo II—, solamente estaría posponiendo una
crisis que como solución pide a gritos el regreso al espíritu
posconciliar, una teología verdaderamente liberadora para la enorme masa
de pobres y oprimidos (no sólo una opción preferencial), un diálogo
abierto con la modernidad y con la ciencia y un abrazo sincero con las
demás religiones.

05 abril, 2005

Hacia un diálogo realmente ecuménico

El cadenal Angelo Sodano, secretario de Estado saliente y mombrado entre
los papabili, aseguró que "Juan Pablo II, el Grande", había muerto en
"la serenidad de los santos". No hay nada de banal en esta afirmación,
pues la Iglesia sólo llama grandes a los papas canonizados. Por esto
mismo, estas palabras se han tomado como indicio de que Juan Pablo II
entrará al santoral católico al que, por cierto, nutrió más que todos
sus predecesores juntos.

Es imposible poner en duda la grandeza de este papa, sobre todo por su
dilatada actividad fuera de la Iglesia. Se le atribuye con toda justicia
un decisivo papel en la caída del bloque soviético, recordando su
intervención ante su compatriota Wojciek Jaruzelski, en ese tiempo
presidente de Polonia, para que permitiera elecciones libres en su país.
De ese escrutinio histórico saldría vencedor el movimiento sindical
Solidaridad, lo cual tuvo un efecto de dominó que se extendió por todas
las repúblicas que integraban el Pacto de Varsovia.

No menos importante fue su apasionada defensa de los derechos humanos
—en su calidad de sustento teórico de la doctrina cristiana— donde
quiera que Juan Pablo II considerara que estuvieran siendo pisoteados.
Y, aunque no tuvieron efecto, tampoco podemos olvidar su decidida
oposición a la intervención estadounidense en Irak, así como sus
repetidas condenas a toda forma de violencia como vía de solución de
problemas, o a lo que podríamos llamar orwellianamente la guerra como
camino a la paz, basada en la fórmula latina si vis pacem, para bellum.

Con todo lo progresista que nos puedan parecer estas posturas de una
Iglesia que, al menos en el siglo XX, pasó por el bochorno de aliarse
con los regímenes fascistas y de cerrar los ojos antes los crímenes
nazis, tampoco debemos olvidar que el papado de Juan Pablo II se
caracterizó por un férreo apego a la tradición y por una marcha atrás en
algunos aspectos de los avances logrados en el segundo concilio vaticano.

En efecto, la Iglesia wojtyliana desdeñó olímpicamente temas que la
modernidad ha puesto en el centro del foro: la posición de la mujer, el
control natal, el aborto, el matrimonio homosexual siguieron rigiéndose
por las mismas normas de hace siglos, sin que la jerarquía católica
acusara recibo de los cambios sociales que hacen urgente su reforma.

Se alaba a Juan Pablo II se espíritu de apertura hacia las otras
confesiones. Y al hablarse de este tema invariablemente se mencionan sus
viajes a países de predominancia no católica, su histórica visita a la
sinagoga de Roma (13 de abril de 1986), el establecimiento de relaciones
diplomáticas con Israel (30 de diciembre de 1993) y su visita en el 2000
a Yad Vashem, el monumento a las víctimas del genocidio nazi, en
Jerusalén. Asimismo, no sólo visitó países musulmanes, sino también
algunos, como Nigeria y el Sudán, donde rige la sharia. El 6 de mayo de
2001 visitó asimismo la mezquita de los omeyas, en Damasco, una de las
más prestigiosas del islam. En 1985, incluso llegó a reconocer, ante los
musulmanes de Marruecos, que "nosotros adoramos al mismo Dios". Y en su
afán de tender puentes —verdadera función de un pontífice— tampoco
dejó de visitar a la India. El esfuerzo ecuménico de Juan Pablo II fue
tal que el sector conservador de la Iglesia lo calificaba de
sincretismo y, por cierto, la oficina encargada de llevarlo a cabo, el
secretariado para los no creyentes, estuvo presidida por el cardenal
nigeriano Francis Arinze, otro de los papabili.

A este espíritu ecuménico de la Iglesia le llaman el espíritu de Asís,
por la ciudad italiana donde, el 27 de octubre de 1986, tuvo lugar una
jornada de oraciones con más de doscientos representantes de todas las
confesiones. Ahí oraron por la paz mundial hindúes, budistas, sijes,
musulmanes, judíos, católicos y cristianos de todas las denominaciones.

Sin embargo, el diálogo ecuménico de la Iglesia se caracteriza por estar
centrado en el catolicismo. Esa apertura no significa que salga a
reunirse con otras religiones, sino tan sólo que abre sus puertas para
que otros creyentes se le acerquen. Su postura, pues, es de un diálogo
condicionado bajo sus términos, rasgo que no permite esperar resultados
muy positivos en ese dominio.

Además de esta característica, la mencionada resistencia a la apertura
ha producido resultados por lo menos contradictorios. Así tuvimos, en el
año 2000, la declaración Dominus Iesus, emitida por el poderoso
cardenal Josef Ratzinger (otro papabile), en la que tajantemente
advierte, con alarmantes ecos medievales, que fuera de la Iglesia no hay
salvación posible. En su empeño por combatir el relativismo reinante,
que quiere que todas las religiones, practicadas en forma sincera,
llevan a fin de cuentas a la salvación del alma, el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (es decir, heredero del gran
inquisidor) declara llanamente que la moral de las demás confesiones
puede ser buena, pero que no conduce a la salvación, reservando ésta al
camino señalado por Cristo.

No es atribuible esta cerrazón sólo al cardenal Ratzinger. El propio
Juan Pablo II, en su obra Cruzando el umbral de la esperanza (1994)
advierte que el budismo es una "soterología negativa" y un sistema ateo.
No tiene nada de extraordinario caracterizar al budismo como sistema
ateo. De hecho, así es: una moral atea, que devuelve al hombre toda la
responsabilidad de su salvación. Tampoco se equivoca el papa al decir
que la soterología budista (la doctrina de salvación) es negativa,
siempre y cuando lo haga en términos filosóficos, no comunes.

Es decir, el hecho de que sea negativa no significa que sea mala.
Significa que la salvación del budismo se basa en la disolución del ser
en un concepto incomprensible para el hombre, llamado nirvana (o
nibbana, conforme a la lengua de los textos canónicos budistas, el
pali), muy a diferencia de la unión con Dios, activa y positiva, a la
que se aspira en las religiones teístas. Sí, el budismo carece de dioses
por lo que es ateo. Pero este adjetivo, que en sí mismo sólo define una
característica, se vuelve peyorativo en labios de quien dice representar
a Dios en la Tierra, con sus ecos de guerra fría, cuando se condenaba al
comunismo precisamente por ser ateo.

Y, valga como anécdota, algo bueno ha de haber tenido el Buda, cuando la
misma Iglesia Católica lo consideró digno de ser incorporado a su
santoral con el nombre de Josafat, corrupción de Bodhisatva, uno de
los títulos de Buda.

En fin, si las palabras de Juan Pablo II fueron algo más que gestos
diplomáticos, cuando llamó a los judíos "hermanos mayores" y cuando
afirmó que cristianos y musulmanes adoran al mismo Dios (que, por
cierto, resulta ser el mismo Dios de los judíos), si sus tentativas de
acercarse a las iglesias orientales fueron sinceras y no sólo motivadas
por el deseo de proteger a las minorías católicas de esos países, el
legado de este papa en términos de diálogo ecuménico habrá de ser
enorme. Los obstáculos habrán de venir por parte de las corrientes
conservadoras, deseosas de preservar para sí sus cuotas de poder. Un
Ratzinger convertido en papa daría marcha a todos los avances en ese
terreno. Pero aun Francis Arinze, con su experiencia en el acercamiento
con otras confesiones, poco podría hacer para oponerse a las batallas
que habrán de librar los conservadores para seguir detentando el
monopolio del camino salvífico, con el ánimo, claro, de regentear las
casetas de peaje.

03 abril, 2005

Non habemus papam

Sin ser católico y sobre todo sin compartir las posturas reaccionarias y
conservadoras que caracterizaron a la Iglesia de Juan Pablo II, la
muerte del papa no dejó de conmoverme, quizá por la tremenda figura que
fue, la importancia histórica de su personaje o por el dramatismo de su
enfermedad, convertida en calvario precisamente en Semana Santa.

Mil millones de católicos lloran la muerte de Karol Wojtyla, sin
interesarse realmente en quién será su sucesor. De éste se manejan unos
cinco nombres, en cábalas y análisis que en mucho recuerdan el no tan
viejo sistema de tapadismo priísta, en el que todos querían pasar por
enterados, mencionando incidentes, recordando historias y trayendo
ejemplos para sustentar sus previsiones. Pero así como en México se
decía que el que se mueve no sale en la foto, en el cónclave de
cardenales se advierte que el que entra papa, sale cardenal,
advertencia que sirve para que cada quien al menos oculte su ambición de
ocupar el solio de san Pedro.

¿Y que hay del papa negro? Las supuestas profecías de san Malaquías lo
consideran el último jefe de la Iglesia Católica y ahora la gente está
preocupada por la posibilidad de que sea elegido el cardenal Francis
Arinze, de Nigeria. Conservador, amigo de Juan Pablo II y con una
dilatada trayectoria en la política vaticana, un Arinze vuelto papa
representaría lo que muchos desean: un papado "de transición", tranquilo
y recogido en sí mismo, después del brillo y esplendor que le imprimiera
Juan Pablo II a su función. Asimismo, sus 71 años de edad permitirían
esperar un reinado no tan prolongado como el de Wojtyla, lo que
reforzaría su naturaleza transicional.

Las especulaciones están a la orden del día y en los medios tendremos
muchas oportunidades de ver a los sesudos vaticanólogos escudriñar
desde afuera lo que ocurrirá desde que se cierren las puertas de la
Sixtina hasta que el humo blanco le indique al mundo que habemus papam.