20 marzo, 2014

Cotidiana



Te secas las manos con la toalla de la cocina, después de haber lavado los trastes, y ves en la mesa un tenedor que quedó olvidado encima del mantelito. Lo lavas, lo secas, lo pones en su lugar y tu mirada recae en un vaso colocado en una repisa. Adivinas en él restos de una Coca que, por sentimiento de culpa, habías borrado de tu memoria. Tomar Coca va en contra de todo lo que dices ser, o que piensas que deberías ser. El vaso en la repisa de libros es un reproche más. El carpintero que te la hizo te recomendó que fuera de 15 centímetros de profundidad, para evitar espacios muertos que, inevitablemente, se van llenando de objetos inútiles frente a los libros. Pero no; tú pensaste que 15 centímetros era muy poco y las pediste de 20. Recorres las repisas y, además del vaso, descubres una serie de figuritas de esas que siempre creíste detestar pero que, de alguna manera, acabaron de adorno en tu casa. Un juego de tres ceniceros, que decidiste conservar aun después de haber dejado de fumar, para no caer en el exceso de aquellos no fumadores que no piensan en las visitas que sí fuman y no tienen ni un cenicero en toda la casa. Tres ceniceros empolvados, intactos desde hace años pues, a fin de cuentas, las pocas visitas que recibes tampoco fuman. En fin, lavas el vaso después de derramar el refresco sobrante en el fregadero y te preguntas si no deberías también de lavar los ceniceros. Años de polvo lo ameritan. Te vuelves a secar las manos y tu vista descubre un plato que está en la sala. Un plato con restos de miel y moronas del pan del desayuno. ¿Se quedó ahí todo el día sin que lo vieras? Lo lavas, lo secas, lo colocas en su lugar. Te vuelves a secar las manos. El trabajo doméstico jamás termina.