28 mayo, 2004

Clasificación y orden


Imaginemos una oficina de gobierno en Washington en la que se apilan miles y miles de documentos. Se abre la puerta y entra un jefecillo, seguido de un joven recién contratado.


—Bien, Joe—, dice el jefe señalando con el brazo anaqueles, archiveros y mesas llenas de papeles. —Tu trabajo consiste en clasificar todos estos documentos.


La pregunta surge natural en el joven, intimidado ante la hercúlea labor que se le ofrece:


—¿Cuál es el criterio de clasificación?


Hasta aquí llegan nuestros servicios informativos: ignoramos cuáles sean dichos criterios, pero suponemos que alguno reposará en el carácter de confidencialidad, en lo delicado de los asuntos abordados, en lo comprometedor para la imagen y la seguridad que pueda resultar el contenido de cada documento.


Cuando el joven de nuestra escena concluye su trabajo, dice alegremente que los documentos ya están clasificados. Algunos, como los recaditos que Clinton probablemente le enviara a Monica Lewinsky para requerir sus servicios en la Oficina Oral, habrán quedado clasificados con el famoso sello de Top Secret. Las listas de mandado que Hillary solicitara seguramente no tendrán ese carácter de confidencial. Pero todos, como lo anuncia el chico contratado para tan ingrata labor, están debidamente clasificados.


Entre esos documentos se encontraría, 30 años después, la transcripción de las conversaciones entre Richard Nixon y su tenebroso asesor de seguridad, Henry Kissinger. En ellas se encuentra la confirmación documental de lo que todo mundo supo desde el fatídico 11 de septiembre: en el golpe de estado que derribó y asesinó al presidente Salvador Allende en Chile intervino la mano negra de Estados Unidos.



Joe, ahora jubilado tras treinta años de servicio público, lee el periódico mientras desayuna en el porche de su casita de Boca Ratón, en Florida, y hace un gesto de fastidio:


—¿Cómo que desclasificaron los documentos? ¡Tanto trabajo que me costó ordenarlos para que ahora vengan a revolverlos!


Y es que Joe, pese a su larga carrera como burócrata, sigue razonando conforme a la lógica: si clasificar significa ordenar según determinado criterio, desclasificar supone lo contrario, es decir, desordenar, confundir y mezclar los documentos. ¿Con qué objeto?


El análisis concienzudo de la nota periodística arroja algunas pistas. En realidad no se trata de que hayan desordenado los documentos, sino de que les quitaron el carácter de confidencialidad que tenían y ahora son públicos. El hecho es que tales documentos comprometedores para Kissinger —quien apenas la semana pasada había negado ante el senado de su país que el gobierno de Nixon hubiera estado involucrado en el sangriento golpe de estado que impuso al torvo Pinochet— se hicieron públicos, se publicaron, pues, si nos atenemos al sentido de las palabras. Pero siguen debidamente clasificados —quizá por orden cronológico, alfabético o conforme cualquier otro criterio— en la Universidad de Washington, al alcance de los investigadores que deseen estudiar uno de los muchos hitos de la carrera imperial de Estados Unidos.


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