25 mayo, 2004

La guerra que no se atreve a decir su nombre


En tanto el mundo occidental no conozca quién y porqué lo está atacando, difícilmente podrá defenderse de los atentados terroristas. Cargar todas las desgracias a la cuenta de los extremistas islámicos —desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 a la sublevación del pueblo irakí contra las fuerzas ocupantes— es desconocer la naturaleza del enfrentamiento que se está llevando a cabo y correr el riesgo de que nunca llegue a solucionarse.


Para el observador imparcial podría parecer sorprendente el hecho de que, desde un principio, se haya negado la dimensión religiosa del conflicto. Si las motivaciones de los autores de los atentados de Nueva York y Washington tuvieron matices religiosos, como se desprende de la carta con instrucciones encontrada entre las pertenencias de Mohammed Atta (el coordinador de los atentados), el empeño por ignorar esa fase sólo puede entenderse si obedece a una auténtica ignorancia o a intereses tan perversos que sólo puedan medrar en la obscuridad.


No somos partidarios de las teorías de la conspiración, por lo que nos sentimos más inclinados a aceptar a la ignorancia como causa de esta ceguera. Aunque deberíamos precisar que, si existe algún interés en hacer a un lado la explicación religiosa del conflicto, éste se debe al deseo de no exacerbar las tensiones de por sí existentes entre Occidente y el mundo islámico, o de concentrar tales tensiones únicamente sobre algunos sectores, a fin de no perjudicar otros intereses, en especial los petroleros.


Empero, la ignorancia del mundo occidental respecto del islámico explica más satisfactoriamente la actitud de Estados Unidos ante la amenaza terrorista. Así no se necesita recurrir a supuestas conjuras fraguadas desde adentro para entender que los servicios secretos estadounidenses no hayan previsto los ataques del 11 de septiembre de 2001 y se explica, además, la desastrosa situación en Irak una vez "concluida" la guerra para derrocar a Saddam Hussein.


La secularización de Occidente, donde las religiones han ido perdiendo influencia en la vida cotidiana, ante el embate del hedonismo consumista, le impide entender que aún haya pueblos dispuestos al sacrificio en aras de la fe. En el mejor de los casos, los occidentales consideran esta actitud como atraso; en el peor, como manifestación de un fundamentalismo opuesto a sus propios valores: la libertad individual como eje de la vida personal y social y, en consecuencia, la negativa a regirse con base en doctrinas religiosas.


No nos confundamos: el sentimiento religioso sigue vivo en Occidente, pero sólo como fenómeno privado. Aunque asistan a la iglesia los domingos, y quizá recen en su casa, los occidentales no esperan que la cosa pública, el gobierno, se rija por las escrituras, ni organizan su vida cotidiana en función de las devociones y otras prácticas religiosas. Incluso una celebración de naturaleza estrictamente religiosa como la Navidad ha ido perdiendo ese carácter para convertirse en una fiesta del consumo y, a lo más, en motivo de celebración familiar.


Sólo la ignorancia explica actitudes y palabras como las del general estadounidense William Boykin, subsecretario asistente de la Defensa, encargado de la inteligencia, quien aseguró que "mi dios es más grande que el suyo" (el de un musulmán) y remachó: "Mi dios es un dios verdadero y el suyo es un ídolo". ¿Podrá ganar la guerra contra el terrorismo quien piensa que está luchando contra Satán, como expresara el mismo general Boykin? Para eso no se necesitan misiles ni tropas, sino exorcismos y agua bendita.


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