07 agosto, 2004

Proceso al sistema

Se está llevando a cabo el juicio contra los soldados estadounidenses que cuidaban de los prisioneros en Abou Ghraib, el aborrecible centro de torturas de Bagdad, primero de Saddam y ahora de su sucesor, Jorgito Dobleú. Los acusados, en número de siete, se han reducido, al menos para los medios, al caso de la reservista Lynndie England, quizá porque sea el que más ofrece la posibilidad de lograr el designio del Pentágono y la Casa Blanca: presentar las torturas y los excesos cometidos en contra de los detenidos como casos aislados, ocurrencia de unos cuantos soldados que se desviaron de las normas y nunca, jamás, como algo sistemático, llevado a cabo por órdenes (ni siquiera sugerencias) superiores.


De este modo, la parte acusadora ha puesto de relieve las faltas de conducta de Lynndie England. Adscrita a una oficina administrativa, ella no tenía nada que hacer en el cuartel de los prisioneros, donde apareció retratada paseando a un irakí con una correa al cuello. Había sido amonestada por ausentarse de su habitación y pasar las noches con el cabo Charles Garner, de quien actualmente está embarazada.


La defensa, por el contrario, señala que ella se graduó con honores de su preparatoria, que se alistó en el ejército para pagarse los estudios de la universidad y que, a fin de cuentas, las investigaciones se llevaron a cabo en forma prejuiciada, sólo con el fin de demostrar los argumentos de la fiscalía. Además, destaca la obvia irregularidad de que haya sido la misma policía militar la que investigó los actos que se le achacan a ese mismo cuerpo.


¿Cuál es la verdadera Lynndie England? ¿La Lynndie de la defensa o la de la fiscalía? Nadie lo sabe (seguramente ni ella misma) y lo más seguro es que sea una combinación de las dos. Pero enfocar el caso en su personalidad es desviar la atención de lo que realmente importa: los soldados acusados no actuaron motu proprio. Si no acataron órdenes expresas, como sostienen los procuradores por mandato del ejecutivo, al menos sí interpretaron un sentimiento que viene desde el mismo Dobleú y que éste ha tratado de instilar en lo más profundo de su pueblo. Los irakíes —desde Saddam Hussein hasta el último empleado de la industria petrolera, desde la élite baasista hasta los más explotados cabreros kurdos— estuvieron implicados en los atentados del 11 de septiembre de 2001 y, por tanto, deben ser castigados.



La Lynndie de la fiscalía



La Lynndie de la defensa


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