Yo me declaré comunista el día que cayó el muro de Berlín. Al ver al "símbolo de la ignominia", como tantas veces se le llamara en Selecciones, caer víctima de picos, azadones y hasta puño limpio de los alborozados berlineses, me dije que ahí había una causa que requería de mi ayuda.
Sin embargo, no me duró mucho el entusiasmo. La relectura de las Obras selectas de Marx y Engels, que conservaba de mi época escolar más por espiritu de urraca que por verdadero interés en el marxismo, sólo me recordó la aridez de los textos, leídos a medias en soporíferas clases impartidas por maestros rigurosamente chilenos. Meses después, cuando mi erario pasaba por una crisis de caja reflejo de la crisis nacional, le vendí todos mis libros de marxismo a un bondadoso librero de segunda, lo que me permitió sobrevivir esa estrechez mientras llegaba el siguiente pago.
Cambiar mis libros de marxismo por dinero para darle de comer a mi familia ciertamente tiene tufos de parábola. Pero la verdad, en esos momentos no me interesaba filosofar sobre el destino de una doctrina que, con toda franqueza, nunca llegué a conocer a fondo.
Y el descrédito del marxismo estuvo a punto de serme más provechoso aun. De algún modo me conecté con una editorial que se especializaba en ese tema. Aún no se disolvía la Unión Soviética, pero ya había caído el Muro, así que sus ventas empezaban a reflejar a la baja el desencanto. Ahí es donde yo entraría, pues necesitaban un editor para una nueva colección, más "vendible", según admitió el gerente con quien hablé.
La empresa era rigurosamente familiar: fundada por el padre, estaba manejada entonces por los dos hijos: el gerente editorial y el de producción. Pero el de producción se iba de viaje y yo entraría a ocupar su lugar. No era una mala oferta en mi situación de freelance con apuros económicos permanentes.
Pero el asunto no se resolvió favorablemente. Después de muchas vueltas y más promesas, resultó que el hermano cancelaba su viaje, por lo que el puesto no se desocuparía. "Uno más que se me va", me dije, pensando en la interminable sarta de propuestas y presupuestos que ya para entonces había presentado en la mitad de la industria editorial mexicana.
En fin, poco a poco, países y partidos políticos fueron perdiendo el apelativo de socialista o comunista, para adoptar otras designaciones. Quizá uno de los casos más patéticos en ese sentido fue el de Yugoslavia, que no sólo perdió el nombre, sino que dejó de existir por completo, desmembrándose en las seis repúblicas que la componían y amenazando, aun ahora, con continuar su partición en la provincia serbia de Kosovo y en la "República Srpska", entidad de membrete que existe en Bosnia-Herzegovina.
Conocí a un yugoslavo mucho antes de las guerras que desgarrarían a los Balcanes diez años después, y me llamó la atención que él mismo se considerara "croata". Él llegó a México con la intención de establecerse aquí y, cuando vio que no pudo (incluso coqueteó con la posibilidad de casarse con mi cuñada para arreglar su estancia), tuvo que regresar apesadumbrado a su país. La ruta de vuelta más barata pasaba por Chicago, donde conectaría con un vuelo a Viena. Sin embargo, necesitaba visa para pasar por Estados Unidos, así que lo acompañé a la embajada para tramitar su visa en calidad de intérprete, pues el angelito no hablaba ningún idioma occidental (yo me entendía con él en esperanto).
Aun recuerdo divertido la cara que puso la empleada cuando Goran le extendió su pasaporte, en cuya portada aparecía claramente la hoz y el martillo, parte del escudo de Yugoslavia. La muchacha estaba aterrada nomás de verlo y se le notaron las intenciones de hacer sonar la alarma para que vinieran los marines a sacar a ese sacrílego comunista que osaba profanar ese santuario del mundo libre.
Me da pena confesar que no sé en qué terminó la odisea de Goran. Harto de su conchudez y gorronería, lo expulsé de mi casa y fue a encontrar refugio con otras amigas. Obviamente no le dieron la visa gringa, así que quién sabe por dónde pudo haber salido. Esto ha de haber sido en septiembre u octubre de 1981 y en la Navidad de ese año, todavía recibí una tarjeta suya desde Zagreb, así que me tranqulicé sabiendo que había podido regersar a su casa.
No volví a saber nada de él. Pero diez años después me lo imaginaba integrado a alguna milicia, combatiendo a serbios y a bosnios con el mismo fervor con el que, según me dijo, había leído las obras de Carlos Casteñeda.
Pero ya divago. Otro impedimento para integrarme al Partido Comunista fue que, cuando decidí hacerlo, éste ya no existía. Después de una serie de transformaciones, para 1989 había reencarnado en el Partido de la Revolución Democrática, cuyos tufos priistas hicieron que desistiera de mi actividad política. Además, recuerdo que más de diez años antes, cuando López Portillo graciosamente le concedió el registro y finalmente pudo celebrar su congreso en un lugar público (en el Polyforum Siqueiros, por cierto), la gente que ahí estaba era de lo más mamona y a los aspirantes nos trataban como advenedizos. A lo más que llegué en ese tiempo fue a comprar cada semana su periódico y a asistir al festival que organizaron ese año en el Auditorio.
No creo haberme perdido de nada renunciando a mi militancia de izquierda. Todavía hace unos años tuve oportunidad de estar en contacto con un grupúsculo de extrema izquierda, que hizo que más bien me felicitara por haber evitado ese triste destino.