30 marzo, 2018

De vuelta a mis devociones


Después de varios años de abandono, este Viernes Santo retomé mi devoción pascual de mirar Jesus Christ Superstar, en la versión dirigida por Norman Jewison en 1973. Esta precisión viene a cuento porque a estas alturas ya hay varias versiones de esta ópera rock (que no musical). Pero cuando se habla de la película, se piensa en esta, no en la filmación de la puesta en escena.
En fin, a más de cuarenta años de distancia, ya son visibles las lagunas en la trama que, inexplicablemente, se le notan más que antes. Un botón de muestra: después de que Pedro niega a su maestro por tercera ocasión, María Magdalena le señala que acaba de hacer lo que Jesús le había advertido que haría. “Me pregunto cómo lo supo”, comenta la Magdalena. ¿Cómo supo Jesús que Pedro lo negaría? ¿Eso le da curiosidad? Lo ha visto literalmente resucitar muertos por no hablar de los ciegos, cojos y leprosos que ha curado por cientos, ¿y lo que la maravilla es que haya adivinado la cobardía de Pedro?.
Claro, pedirle coherencia dramática a una película basada en los evangelios (técnicamente, basada en una ópera, pero el libreto de esa ópera está basado en los evangelios) es pedirle peras al olmo. En efecto, abundan las incoherencias y contradicciones en los cuatro textos evangélicos, por lo que querer basarse en ellos para cualquier argumentación siempre es un ejercicio de cuerda floja.
Hay un detalle que ha sido muy comentado por las claras discrepancias entre los cuatro evangelistas: quiénes fueron a ver el sepulcro de Jesús el domingo y a quiénes encontraron ahí. Para ser escribas inspirados por la Divinidad, los evangelistas son bastante torpes. Ningún relato concuerda. Que si fueron las dos Marías y Salomé, que si fue solo María Magdalena, que si encontraron a un ángel; no, que a dos; no, que a nadie. Bueno, sí, a dos hombres pero no se sabe si eran ángeles o qué demonios.
Con todo, la película me sigue emocionando y para explicarlo tendría que referirme no solo a las condiciones en que la vi, sino también la situación en que vivía en ese tiempo (fines de 1973).
Entonces yo formaba parte de una secta mesiánica que pretendía haber sido fundada por el avatar de la nueva era. Así, sin más rodeos. Y explicaban que así como Jesucristo había sido el de Piscis, este era el “nuevo” mesías, el de la era de Acuario. Cuando yo entré en contacto con esa secta, el fundador ya había muerto y el que la seguía regenteando era su “primer discípulo”, el equivalente de Pedro en nuestros días.
Recuerdo la sensación de estar viviendo episodios de historia sagrada –como llamaban en el colegio marista al que asistí en primaria a las clases de adoctrinamiento religioso– al estar en presencia del “Pedro de la Nueva Era”, escuchando y absorbiendo sus palabras como esponja. Y aunque yo estaba en el escalón más bajo de la jerarquía dentro de la secta, me sentía con el derecho a aspirar si no a ser apóstol, por lo menos sí discípulo. Y es ahí donde me identificaba profundamente con el relato de Jesus Christ Superstar: yo era uno de sus personajes, yo seguía los pasos del Maestro y podría cantar, como los apóstoles de la película;

Always hoped that I'd be an apostle
Knew that I would make it if I tried
Then when we retire we can write the gospels
So they'll still talk about us when we've died

(Siempre tuve la esperanza de ser apóstol
Y sabía que lo lograría si me esforzaba.
Luego, cuando nos jubilemos podremos escribir los evangelios
Para que sigan hablando de nosotros después de muertos.)

Claro, acá vuelven a saltar las incoherencias. Solo uno de los apóstoles, Juan, escribió uno de los evangelios; lo que escribieron algunos apóstoles, no todos, fueron las epístolas. Sí, claro, pasaron a la historia y es fecha que se sigue hablando de ellos así que, al menos en ese rubro, pueden estar satisfechos con su logro.
Pues por todo eso yo me identifiqué fuertemente con la película y la adopté como favorita. Pero verla como la vi también fue importante. Verán ustedes: en la obra original, los judíos no salen muy bien parados y efectivamente se reitera la idea del “pueblo deicida” por haber ordenado la muerte de Jesús en la cruz. Eso levantó mucha controversia en ciertos círculos por lo que en algunos países se prohibió la exhibición de la película. Cuando se hablaba de la película se tenía la convicción de que jamás se exhibiría en México. Los más afortunados podían escuchar la ópera en disco. Y yo pude contarme entre ellos gracias a que los papás de una amiga habían visto la producción en Londres y compraron el disco: una caja con tres LP y el libreto. Una maravilla de edición. Sin embargo, quizá porque ese día se le durmió el gallo al censor, Gobernación sí autorizó su exhibición en México y así se estrenó el 13 de diciembre de 1973. Verla, pues, constituyó también un acto de rebeldía contra las altas autoridades religiosas, pues tampoco los católicos quedaron muy contentos con la figura de un Cristo demasiado humanizado.
En fin, descansar frente a la tele las casi dos horas que dura la película es una buena práctica para un viernes caluroso como este, que amenaza con acabar en lluvia por la noche.

28 marzo, 2018

Reflexiones sobre el Holocausto


En 1942, el régimen nazi puso en marcha la “solución final” para lograr una patria racialmente pura. Esta básicamente consistió en ejecutar a todos los judíos en los territorios ocupados por Alemania, pero afectó también a gitanos, testigos de Jehová, esperantistas y otras minorías indeseables, entre ellas la de los homosexuales.
No es difícil imaginar el razonamiento que siguieron los jerarcas nazis para eliminar a la población judía. Si hubieran matado a todos los judíos, estos hubieran sido exterminados efectivamente y ya no habría más. Lo mismo puede decirse de los gitanos. Y si alguien ve que están matando esperantistas y testigos de Jehová, ni de chiste va a ponerse a estudiar ese peligroso idioma o a abrazar esa confesión mortífera. Pero matar homosexuales no es garantía de acabar con ellos. No son como los judíos que se reproducen y tienen hijos judíos. Ni como los gitanos, que tienen gitanitos. Como sabemos, todos los homosexuales, hombres y mujeres, vienen de parejas heterosexuales, las únicas que pueden reproducirse. Y la verdad es que nadie sabe por qué algunas personas se sienten atraídas por su mismo sexo.
Cuando se habla de esta “solución final” se habla del Holocausto y se le ponen mayúsculas para diferenciarlo del holocausto común y corriente, el sacrificio generalmente de un animal para congraciarse con la divinidad. Por qué una divinidad se va a complacer viendo chamuscarse a un animal es parte de los misterios con los que, se dice, actúan los dioses. A la luz de la lógica más bien parece un contrasentido. ¿No sería más razonable pensar que Dios, en su infinito amor por sus criaturas, se complacería viendo a estas disfrutar de una buena barbacoa, en lugar de desperdiciar al cabrito volviéndolo carbón en la pira?