La nota del día es, por supuesto, la detención de Radovan Karadžić, el líder de los serbios en Bosnia durante las guerras provocadas por la implosión de Yugoslavia, y que fuera conocido como el “carnicero de Sarajevo”.
Psiquiatra de profesión, escritor aficionado (y pésimo poeta, por cierto*), Karadžić encarnó en Bosnia-Herzegovina el sueño de la “Gran Serbia”, como representante en las postrimerías del siglo XX del irredentismo, ese resabio del siglo XIX que Woodrow Wilson creyó haber eliminado al término de la Gran Guerra.
Karadžić camuflado
Sin embargo, como lo pudieron testimoniar las númerosas víctimas de la tercera guerra de los Balkanes (más de ochenta años después de las dos primeras), el nacionalismo siguió latente detrás de la fachada del socialismo y de su sociedad “sin clases” (y, por supuesto, sin diferencias o privilegios nacionales). Como mosaico representativo de la encrucijada de civilizaciones, triple bisagra que unía a católicos, ortodoxos y musulmanes, Yugoslavia tuvo una existencia multicultural gracias únicamente al dominio ejercido por el partido gobernante, la Liga de Comunistas de Yugoslavia. Desaparecida ésta, desapareció también la cohesión que con tanto rigor vigilara el héroe epónimo de Yugoslavia, Josip Broz Tito. Y cada pueblo reclamó a sangre y fuego lo que consideraba suyo, convirtiéndose aquello en una verdadera masacre de todos contra todos.
Los crímenes de Karadžić no hubieran sido posibles más que en ese ambiente de nacionalismo exaltado, de desconfianza hacia los otros, de odio diríamos contra cualquiera que no fuera parte de “los nuestros”. Antes de ese derrumbe, Sarajevo era conocido y elogiado por su clima multicultural, por la convivencia pacífica de sus tres comunidades principales. En un mismo edificio podían convivir sin problemas familias serbias, croatas y bosnias e incluso abundaban los matrimonios mixtos.
Todo esto desapareció de golpe, al grito de guerra proclamado por Slobodan Milošević, entonces presidente de Serbia, recogido por Karadžić en su parte política y llevado al terreno militar por el general Ratko Mladić.
Sabemos que la historia es una gran bromista: de los tres principales responsables de la indecible tragedia balcánica, Milošević murió en una celda del tribunal penal establecido para juzgar a los criminales de la guerra en Yugoslavia; Karadžić logró evadir la mano de la justicia durante más de doce años; Mladić, por su parte, sigue prófugo.
Ahora que el arresto de Karadžić puso de nuevo en la noticia la situación en la ex Yugoslavia, la pregunta es si ya desaparecieron no sólo los responsables, sino las verdaderas causas de ese etnocidio fratricida. Creo que no basta con que se tomen medidas para impedir un estallido similar, ahí o en cualquier otra parte del planeta. El odio ancestral, la desconfianza histórica, la intolerancia a todo lo que huela a diferencia seguirán incubándose mientras el hombre no aprenda a vivir en paz consigo mismo.
* Para muestra, este botón:
He nacido para vivir sin tumba
este cuerpo humano no morirá jamás
no está sólo para oler las flores
sino también para incendiar, matar y reducir a polvo.
...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
22 julio, 2008
18 julio, 2008
El género del sexo
En español, el género de las palabras no siempre concuerda con el sexo de las cosas que designan. Por ejemplo, miembro es una palabra del género masculino, pero puede designar a una mujer. Una estrella de cine puede ser hombre, sin importar que la palabra sea femenina. Y, claro, persona pertenece al género femenino aunque designe a un hombre, una mujer o cualquier categoría intermedia (que las hay, ¡oh, sí! Claro que las hay).
Sin embargo, la buenaondez que nos invade desde el norte quiere que seamos correctos al hablar y evitemos insultar a la gente llamándola como pide la gramática. Así han surgido las engorrosas perífrasis del tipo [(substantivo masculino) + (substantivo femenino)], tan de moda durante el foxismo, en el que proliferaron los chiquillos y chiquillas.
Pero hay también hay cierto dejo de pudor. Por ejemplo, cuando un hombre se describe, puede decir: “Yo soy una persona amable, fiel y muy simpático”, sin darse cuenta de que la concordancia exige que simpático se corresponda con el género (no con el sexo) de la palabra que califica, es decir, persona. En rigor, pues, debería decir que es simpática. Claro, para nuestro macho bigotudo resulta impensable aplicarse un adjetivo en femenino. ¡No vaya a perder los huevos por andar presentándose como si fuera parte del viejerío!
Esta diferencia entre género gramatical y sexo biológico parece pasar desapercibida para los militantes de la igualdad de los sexos, que insisten en hablar de “cuestiones de género” cuando quieren referirse a las relaciones entre los dos sexos o, más en concreto, a la situación de sumisión en que se encuentra la mujer con respecto del hombre.
Claro, es parte de la buenaondez dominante desdeñar estos problemas de diccionario. A fin de cuentas, lo que importa es el fondo, no la forma, y eso de andar fijándose en las palabras que se usan parece muestra de mezquindad, de estrechez de miras y de purismo trasnochado.
Pero en lo personal, yo pienso que el problema es a la inversa. Si el lenguaje es producto de la sociedad que lo usa, insistir en cambiarlo sin modificar las realidades designadas resulta, efectivamente, un simple ejercicio de retórica. ¿De qué vale elevar en el discurso a los “ciudadanos y ciudadanas” si en la realidad éstas se encuentran tan marginadas como siempre?
Sin embargo, la buenaondez que nos invade desde el norte quiere que seamos correctos al hablar y evitemos insultar a la gente llamándola como pide la gramática. Así han surgido las engorrosas perífrasis del tipo [(substantivo masculino) + (substantivo femenino)], tan de moda durante el foxismo, en el que proliferaron los chiquillos y chiquillas.
Pero hay también hay cierto dejo de pudor. Por ejemplo, cuando un hombre se describe, puede decir: “Yo soy una persona amable, fiel y muy simpático”, sin darse cuenta de que la concordancia exige que simpático se corresponda con el género (no con el sexo) de la palabra que califica, es decir, persona. En rigor, pues, debería decir que es simpática. Claro, para nuestro macho bigotudo resulta impensable aplicarse un adjetivo en femenino. ¡No vaya a perder los huevos por andar presentándose como si fuera parte del viejerío!
Esta diferencia entre género gramatical y sexo biológico parece pasar desapercibida para los militantes de la igualdad de los sexos, que insisten en hablar de “cuestiones de género” cuando quieren referirse a las relaciones entre los dos sexos o, más en concreto, a la situación de sumisión en que se encuentra la mujer con respecto del hombre.
Claro, es parte de la buenaondez dominante desdeñar estos problemas de diccionario. A fin de cuentas, lo que importa es el fondo, no la forma, y eso de andar fijándose en las palabras que se usan parece muestra de mezquindad, de estrechez de miras y de purismo trasnochado.
Pero en lo personal, yo pienso que el problema es a la inversa. Si el lenguaje es producto de la sociedad que lo usa, insistir en cambiarlo sin modificar las realidades designadas resulta, efectivamente, un simple ejercicio de retórica. ¿De qué vale elevar en el discurso a los “ciudadanos y ciudadanas” si en la realidad éstas se encuentran tan marginadas como siempre?
12 julio, 2008
En busca de consuelo
La repetición de los temas no indica falta de originalidad sino persistencia de las obsesiones: el tiempo, el espacio y todo lo que transcurre entre uno y otro. Atrapados en las cuadernas de esa cruz vamos de un punto a otro preguntándonos qué vendrá después. Admitámoslo: es una experiencia humillante para el «rey de la creación». Ante esa ignorancia, nos sometemos a cualquiera que nos ofrezca aunque sea un mínimo rescoldo de consuelo: maestros, guías espirituales, gurúes o, ya en la desesperación, cualquier charlatán que prometa resolver nuestra angustia.
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