Nací en un
mundo en el que había afiladores de cuchillos. Los veía uno por la calle,
pedaleando en su bicicleta que, con un ágil movimiento, se convertía de
transporte en herramienta de trabajo. Se anunciaban con un peculiar silbato que
no he vuelto a oír, pero que tenía reminiscencias con el del carrito de
camotes.
A su paso,
las amas de casa salían a esperarlo en la puerta, con los cuchillos, tijeras y
demás instrumentos de corte que requirieran afilarse. Y si no las amas de casa,
eran las sirvientas, las muchachas, las criadas como les decían en ese tiempo
tan lejano de los pudores lingüísticos actuales. Esperar a que les tocara el
turno de hacer afilar sus cuchillos les daba un buen tiempo de ocio, que podían
aprovechar para platicar entre ellas, si sus relaciones eran cordiales, o
lanzarse miradas que matan si es que hubiera celos o envidias entre ellas.
No recuerdo
con precisión, pero supongo que alguna vez mi madre me mandó a esperar al
afilador a la puerta. Tengo la imagen del hombre grande, imponente en su calidad
de adulto ante un niño, que con una rápida maniobra, convertía la parrilla
trasera de la bicicleta en apoyo para la llanta. Así podía pedalear y mover la
llanta trasera que, a su vez y mediante una correa, hacía girar la piedra de
afilar montada en el manubrio. Volaban chispas pero la curiosidad podía más que
la prudencia. El mismo afilador no se dignaba a protegerse con las gafas que de
seguro ahora estaría obligado a usar por algún reglamento, ¿de qué tendría que
protegerse el niño que solo admiraba la destreza de la operación?
Hace tiempo
vi por televisión el anuncio de una navaja de rasurar que, a decir del locutor,
“se afilaba sola”, por lo que su duración, teóricamente, era indefinida. Y no
solo eso: de plano decía que ésa sería “la única navaja de rasurar que
necesitaría en toda su vida”, dando a entender que esa propiedad –mágica, pues
no llegaba a explicar el procedimiento del “auto-afilado”– nos evitaría la
engorrosa necesidad de comprar repuestos de navaja cada tantos meses. Lo
curioso del caso es que, como suelen hacer los mercaderes de la televisión, el
locutor nos incitaba a comprarla ¡ya!, pues si éramos de los primeros 500
compradores, obtendríamos otra navaja de regalo. El clásico dos por uno. La duda,
pues, era ésta: Si es la única navaja que vamos a necesitar en toda la vida,
¿para qué queremos dos? A mí me hubiera conmovido más que nos ofrecieran 50% de
descuento en el precio, por ejemplo.
En fin,
siguiendo el principio que recomienda desconfiar de todo aquello que parezca
demasiado bueno para ser verdad, no compré la dichosa navaja. Pero el anuncio
me hizo darme cuenta de que tengo años de no ver afiladores por las calles.
¿Será que ahora todos los instrumentos de corte son auto-afilantes como decían
de esa rasuradora? Yo tengo un par de cuchillos que pronto tendrán veinte años
conmigo y no recuerdo haberlos afilado jamás. Claro, uno de ellos es el del pan
y su tarea es, casi literalmente, pan comido. Pero eso no explica que no haya
perdido el filo en todo este tiempo.
Y por el
otro lado, tengo un cuchillo que, desde que lo compré, nunca ha tenido filo. Nunca
he podido usarlo para cortar. Pero como es muy sólido y el agarre del mango es
maravilloso, me sirve para abrir aquellas latas que no traen abre-fácil, como
las de la leche condensada. Porque, por supuesto, el abrelatas también perdió
el filo tres meses después de haberlo traído de la tienda.
En fin, esa
lata de leche condensada la compré con la idea de hacer cajeta como la hacía mi
mamá en aquellos años, mientras yo estaba esperando al afilador en la calle.
Como no tengo olla de presión como la que ella usaba para poner a cocer la
leche, pensé que en Internet podría encontrar la respuesta a la pregunta de
cuánto tiempo dejar la lata en el agua hirviendo. ¡Qué iluso! Desistí de
resolver mi duda en Internet después de haber visto en cuatro o cinco páginas más
o menos el mismo consejo: Nestlé ya vende preparado lo que llama dulce de
leche, y que para mí era cajeta pero, en fin, no se trataba de discutir el
nombre, sino la forma de prepararla. El consejo de todos, pues, era comprarla
ya hecha, señalando el costo de tener la estufa prendida durante las varias
horas que hay que estar calentando la dichosa lata.
A fin de
cuentas, decidí abrir la lata con mi cuchillo sin filo y untar la leche en bolillos
tostados. Eso sí, rebanados con mi cuchillo de pan que, como dije, no necesita
afilarse. A ver si la próxima vez que vaya al súper me acuerdo de comprar la
cajeta ya hecha.