A riesgo de aburrir a mi paciente lector y a mi distinguida lectora, permítaseme volver a un tema a estas alturas bien trillado por plumas más destacadas y memorables que la mía: las elecciones del próximo domingo.
Allá en mi infancia y mi adolescencia vividas bajo el régimen del PRI, las elecciones provocaban una profunda indiferencia. Expresiones como el dedazo, el tapado y el carro completo eran manifestaciones de un sistema político que no se preocupaba siquiera por enmascararse bajo el cinismo y nos ofrecía resultados electorales como el 92% que se le adjudicó al nefasto López Portillo*. Y no faltaba quien, con mezcla de orgullo y descaro, presumiera de que los mexicanos supiéramos con varios meses de anticipación quién iba a ser nuestro próximo presidente.
Habría que otorgarle a Cuauhtémoc Cárdenas el mérito de haber acabado con el sistema del tapadismo, al declarar en 1987 que efectivamente tenía aspiraciones presidenciales. Y es que en un sistema tan ferozmente presidencialista como el mexicano, la simple sospecha de que algún político cobijara la ambición de ocupar la máxima silla era considerada un acto de traición a la figura intocable del presidente en funciones. Si bien en ese ciclo electoral todavía nos recetaron el destape de Carlos Salinas, para el siguiente, el PRI organizó las famosas pasarelas, en las que desfilaron varios presidenciables para ser juzgados por el respetable público. Como en concurso de belleza, esas pasarelas consistieron en varias etapas (si bien faltó la del paseíllo en traje de baño), cada una dedicada a analizar temas específicos, como economía, sociedad, etcétera.
Estos concursos, empero, resultaban bastante aburridos y no fueron capaces de sacar al votante mexicano de su apatía. Persistía la sensación de que los resultados ya estaban decididos de antemano y que las pasarelas solo eran un acto de distracción para calmar la exaltación de quienes reclamaban procedimientos democráticos en la selección de candidatos.
Fue también en el proceso electoral de 1994 cuando se celebraron los primeros debates entre los candidatos. Más acartonados que telenovelas de los años sesenta, esos debates sin embargo fueron recibidos con cierto entusiasmo por el público (que ya había dejado de ser pueblo).
Mucho han cambiado las cosas en este último cuarto de siglo. La evolución de las redes sociales sin duda alguna ha sido un factor importante en esos cambios pues ahora, cualquiera con conexión a Internet puede convertirse en opinólogo, cualquiera puede echar a andar borregos y bulos en forma de memes que se viralizan y tienen más difusión quizá que las pasarelas y los debates del siglo pasado. Cualquier caradura inventa encuestas, difunde citas falsamente atribuidas y rumores sin más fundamento que su desequilibrada imaginación.
Y así llegamos a las elecciones de este 2018, en las que el PRI ya ni siquiera se molestó en encontrar a un candidato idóneo, pues tiene bien claro que no tiene la menor posibilidad de conservar la presidencia. La verdadera decisión está entre la coalición de Ricardo Anaya, Por México al frente, y la de López Obrador, Juntos haremos historia. Según en qué burbuja viva, cada quien está convencido del inminente triunfo de su candidato. Y ya hemos visto lo inútil que resultan las encuestas a la hora de adivinar triunfos (¿verdad, Hillary?), por lo que confiar en las tendencias del voto y otros malabarismos estadísticos es más una gansada que un acto de fe. La verdad acabará por imponerse a la hora de la hora, cuando en la soledad de la casilla expresemos nuestro deseo de cambio o nuestra necia esperanza de que las cosas mejoren conservando a la misma gente que no ha dejado piedra sin remover para engordar las vacas propias a costa de la miseria ajena.
* Claro, en esas elecciones en particular, el candidato del PRI no tuvo oponentes de ningún otro partido, por lo que más bien la pregunta es qué fue de ese 8% que no se le otorgó.