Los guerreros y las guerreras del género (y todo lo que
hubiera en medio) deberían de poner más interés en defender al género femenino
de la extinción que en andar patrullando discursos ajenos para aplicar multas y
zapes a quienes usan un lenguaje “sexista”.
Un fenómeno que no ha sido debidamente atendido por la
policía del lenguaje es la lenta pero inexorable desaparición del género
femenino. Al menos en lo que se refiere a nombres nuevos o tomados de lenguas
extranjeras, las palabras que se van incorporando a nuestro idioma lo hacen por
el lado del género masculino. Así, por ejemplo, Microsoft nos asesta una “PC”
masculinizada. Cada vez que guardo un documento en Word, el sistema me avisa
que se guardó en “este PC”. ¿Pues que no la C significa computadora? ¿Dónde le
ven los huevos a este aparato para designarlo con el masculino? ¿Y qué me dicen
de los “apps” y los tablets?
Pero los trasnochados militantes de la equidad de género pasan
por alto esta amenaza al género que supuestamente quieren defender, el
femenino. No quiero ser agorero pero a este paso, el español va a perder la capacidad
de distinguir entre damas y caballeros, niños y niñas y solo Dios sabe qué
perversiones puede depararle el futuro a una sociedad que ya no tiene la agudeza
de determinar si la criatura nos viene con pantaletitas rosas o con calzones
azules.
A esa confusión no poco ha contribuido la nefasta costumbre
de usar el símbolo tradicional de la arroba (@, una medida de peso equivalente
a 11.5 kilos) en lugar de la o y la a que designan el género en algunas
palabras; por ejemplo, herman@s por decir hermanos y hermanas. Supongo que esta
gente piensa que la forma de este símbolo, que recuerda una a envuelta en un
círculo que podría interpretarse como una letra o, representa la fusión de los
dos géneros. Hasta ahí podríamos estar de acuerdo, aunque con bastantes
reservas. Pero el lenguaje es hablado en primera instancia y solo después se da
la forma escrita. Entonces, ¿cómo pronunciaríamos el engendro de herman@s? ¿Hermanarrobas?
¿Hermanos y hermanas? Si de todos modos vamos a acabar diciendo “hermanos y
hermanas”, ¿por qué no escribirlo así desde un principio y dejarnos de
estupideces? Y no quisiera tener que decir lo que pienso de esos “estudiant@s”
y “jóven@s” que he llegado a ver en algunas publicaciones progres, pues la ley
de imprenta, por muy anticuada que esté, sigue en vigor y no me permitiría aplicar
los adjetivos que realmente se merecen esas soberanas pendejadas.
En fin, yo tengo para mí que buena parte de estos problemas
se deriva de la ignorancia. Otra parte, claro, tiene que ver con el deseo de parecer
iconoclasta en una sociedad que tiende a la uniformidad. Pero es la ignorancia,
sin duda, la madre de la gran mayoría de estos horrores. Los militantes del
género ignoran, por ejemplo, que en español, el masculino cumple con la doble función
de designar nombres masculinos y también a masculinos y femeninos tomados en
conjunto, cuando no es necesario precisar quiénes usan falda y quiénes,
pantalón. Así, decir que los niños de la escuela marchan ordenadamente no es
desdeñar ni menospreciar a las niñas. Insisto, las niñas ya están incluidas en
la palabra “niños” porque así lo dicta la norma de nuestro idioma. No es
ignorarlas, es simplemente usar el lenguaje como se debe, como lo han usado los
grandes artistas de la pluma desde que el lenguaje hablado en Castilla empezó a
diferenciarse del latín.
Querer incluir a las mujeres en el lenguaje hablando de los
niños y las niñas es poner la proverbial carreta delante de los bueyes. En
efecto: el lenguaje es producto de la sociedad y, si vivimos en una sociedad
sexista, en una sociedad que margina a la mujer, que la discrimina, que le
niega derechos y solo le asigna responsabilidades, es ridículo pensar que vamos
a tener un lenguaje más alivianado que sus hablantes. De ahí emana la estupidez
de los militantes de la equidad de género: desperdician sus escasas fuerzas y sus
aun más menguados recursos en una batalla que están destinados a perder.