Comer una manzana no causa asombro. Aunque nunca hubiéramos comido una, vamos de paseo por una huerta y la podemos ver colgada del árbol. Su brillo y su color nos puede invitar a cortarla y su olor definitivamente nos convence de que podemos darle una mordida sin temor alguno.
Lo mismo puede decirse de muchas otras frutas, como la pera y la guayaba, que no necesitamos ni siquiera pelar. Pero habría que felicitar a quien haya descubierto que los plátanos son comestibles una vez despojados de su cáscara. Lo mismo al descubridor del coco como alimento, pues supongo que en un principio se usó solamente como proyectil. Y eso por no hablar del valor que tuvo la primera persona que comió zapote prieto.
Para entrarle a la carne supongo que hubo que pasar por un proceso más elaborado, pero el principio seguramente estuvo inspirado en la observación de otros animales, que le encajaban el diente con gusto a sus víctimas. Ya luego se irían descubriendo qué animales ofrecen las mejores carnes y sus respectivos métodos de preparación, para lo cual los cocineros tuvieron que esperar a que los ingenieros encontraran la forma de dominar al fuego y a que las mujeres impusieran la vida sedentaria. Y entonces sí, a cocer, asar, freír, saltear, ahumar, guisar, curar y demás procedimientos que mejoran el sabor de la carne.
Una vez que se echaron las bases de la cocina lo demás fue cosa de ir experimentando (un respetuoso saludo a todos los caídos en la tarea de encontrar cuáles alimentos eran comestibles y cuáles venenosos), pero hay algunas cosas que no resultan tan evidentes si las vemos desde la perspectiva de alguien que no tiene idea de los productos que pueden derivarse de las plantas que ve a su alrededor. Por ejemplo, si fuéramos de paseo por el campo y viéramos plantas de trigo o de algún otro cereal, sería difícil que se nos ocurriera que de ahí pudiera salir un producto tan maravilloso y refinado como es el pan.
Pero así fue. A alguien se le ocurrió cortar una espiga, desgranarla, moler los granos y combinarlos con agua para formar una masa y ponerla a cocer en piedras calientes. El resultado de esa operación, llevada a cabo hace como 14,000 años en lo que ahora es Jordania, fue algo más parecido a una tortilla gruesa que a un pan, pero como quiera echó las bases de un alimento que, en diferentes modalidades, constituye la base de la alimentación de prácticamente todas las culturas del mundo.
Hubo que esperar más de diez mil años para que en Egipto se dieran cuenta de que, si dejaban la masa reposar por un tiempo, ésta crecía debido a la fermentación causada por levaduras y microorganismos del ambiente. Además, la consistencia después del cocimiento era más esponjosa y suave. No obstante, fueron los griegos y romanos los que inventaron algo más parecido al pan que conocemos actualmente, hacia el año 500 a.C. Y la levadura que usamos hoy en día apareció apenas en el siglo XIX, con lo que el oficio de la panadería adquirió un impulso impresionante.
Claro, mucho antes que eso ya se usaba la masa madre: una masa fermentada de forma natural que, a decir de los expertos, le imparte al pan una textura y un sabor mucho mejores que la levadura industrializada. Será cosa de probarla.
En lo personal, yo me doy por satisfecho cuando la masa se leuda sustancialmente al cabo de una o dos horas: el trapo que le pusimos encima al tazón para tapar la masa está visiblemente hinchado por efecto de la fermentación, prometiendo un producto suave y esponjoso. No sabría decir si la parte más satisfactoria de hacer pan es sentirme parte de un oficio milenario que influyó decisivamente en la civilización, o si lo es la prosaica acción de morder y saborear algo que yo mismo hice. Algo de esas dos cosas ha de haber pues cuando saco el pan del horno y veo su corteza dorada, emitiendo el “santo olor a panadería” que decía López Velarde en su Suave Patria, siento una deuda de gratitud con todas aquellas personas que a lo largo de la historia se esforzaron para que llegara un momento en que cualquiera pudiera hincarle el diente a un pan hecho por uno mismo.