Si nos atenemos a la definición de que el terrorismo tiene por objetivo causar el terror, hemos de reconocer que ha triunfado. Baste para muestra la ejecución sumaria y extrajudicial de Jean Charles de Menezes, joven brasileño de 27 años, abatido de cinco balazos en pleno rostro por agentes de la policía británica, en un andén del metro londinense. ¿La causa? Para los policías de civil, el joven fue culpable de parecer sospechoso de terrorista. Con ese antecedente, cualquier ciudadano británico de tez morena corre el riesgo de caer víctima de esta guerra contra el terrorismo, desatada por George W. Bush y aplaudida y fomentada, entre otros, por el primer ministro británico Tony Blair.
El terror, pues, no se limita a la hora y el lugar de los atentados: se extiende y nos sale al paso por todas partes. La psicosis invade los sitios públicos y la gente tiende a evitarlos. Los terroristas han encontrado un aliado insospechado en las autoridades encargadas de combatirlos. Las medidas draconianas, la suspensión de garantías, el virtual estado de sitio y la consigna "tiren a matar" dada por Ian Blair, jefe de Scotland Yard, convierten a los londinenses en rehenes, en ciudadanos temerosos de salir de sus casas, recelosos de cualquiera que les parezca "diferente".
Y en eso estriba la victoria de los terroristas, cuya lucha no es contra objetivos militares ni civiles, sino contra los valores en los que se sustentan sus enemigos: la separación de la iglesia y el estado, el laicismo como moral pública, el respeto por los derechos humanos y todo lo que se engloba como base de la civilización occidental.
¿Tenía razón Huntington? ¿Asistimos a su anunciado choque de civilizaciones? A primera vista sí, pero no podríamos reducirlo a una batalla de moros y cristianos. Aunque la bandera sea religiosa, las motivaciones son más profundas y sería un error confundir este enfrentamiento con una batalla entre la Cruz y la Media Luna.
En este combate, la mentalidad policiaca recomienda extremar las precauciones, redoblar la vigilancia y desconfiar de cualquiera con aspecto de extranjero. En pocas palabras, suprimir o al menos acotar las libertades civiles, los derechos humanos o las garantías individuales, como suelen denominarse a las conquistas tan fatigosamente alcanzadas en el largo proceso civilizatorio. La gran paradoja de esta situación es que el hombre civilizado debe renunciar a esa condición para defenderse del bárbaro. Y al renunciar a ella, al descender al nivel del bárbaro, éste logra ipso facto su objetivo: privar al hombre civilizado de las ventajas que supone su condición, herir de muerte los valores democráticos sustituyéndolos mediante regímenes que prácticamente gobiernan por medio de decretos, prescindiendo de los contrapesos institucionales, obviando la opinión pública e imponiendo en la vida cotidiana un estado de cosas no muy diferente al régimen totalitario por el que suspiran los terroristas.
El problema es que en la lucha contra el terrorismo, la vía diplomática está cerrada. Al-Qaida no es un estado, ni siquiera una organización, con la que pudiera negociarse. Por lo demás, su única proclama hasta ahora es la destrucción de Occidente, cosa que éste no puede negociar por obvias razones.
El dilema, pues, es que el combate de la civilización contra la barbarie, en los términos planteados por el terrorismo yijadista (un combate difuso, sin un enemigo preciso, sin contornos, sin posibilidad de cantar victoria), requiere que el hombre civilizado abdique de sus principios. Los detenidos en Guantánamo sin derecho a juicio justo, los civiles muertos en Irak en las operaciones "contra-insurgentes", el joven asesinado en el metro de Londres, la suspensión de garantías y el clima de persecución en Estados Unidos son otros tantos triunfos del terrorismo.
Los terroristas no tienen necesidad de derrocar regímenes --como era el caso del guevarismo de los movimientos guerrilleros de los sesenta y setenta-- para imponer su ideología. Ésta se filtra y le llega a la población en forma de la doctrina de la "seguridad nacional", en aras de la cual hay que aceptar la reducción de libertades civiles. La gente común y corriente vive en sicosis de guerra.
Y se vive un fenómeno curioso en el ámbito religioso: seguramente como reacción, la gente se aferra más a sus creencias, las enarbola y pregona pensando que de ese modo se defiende del enemigo. Otro error. Al refugiarse en su religión en busca de protección ante el fanatismo del bárbaro, el occidental civilizado le da la razón a aquél y convalida su visión mágica del mundo. Así es, el terrorista no sólo trata de imponer el terror sino también la creencia de que vivimos en un mundo regido no por las leyes de la ciencia sino por los caprichos de dioses sanguinarios, que luchan entre sí por nuestra alma inmortal.
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