18 octubre, 2013

El afilador de la memoria



Nací en un mundo en el que había afiladores de cuchillos. Los veía uno por la calle, pedaleando en su bicicleta que, con un ágil movimiento, se convertía de transporte en herramienta de trabajo. Se anunciaban con un peculiar silbato que no he vuelto a oír, pero que tenía reminiscencias con el del carrito de camotes.

A su paso, las amas de casa salían a esperarlo en la puerta, con los cuchillos, tijeras y demás instrumentos de corte que requirieran afilarse. Y si no las amas de casa, eran las sirvientas, las muchachas, las criadas como les decían en ese tiempo tan lejano de los pudores lingüísticos actuales. Esperar a que les tocara el turno de hacer afilar sus cuchillos les daba un buen tiempo de ocio, que podían aprovechar para platicar entre ellas, si sus relaciones eran cordiales, o lanzarse miradas que matan si es que hubiera celos o envidias entre ellas.

No recuerdo con precisión, pero supongo que alguna vez mi madre me mandó a esperar al afilador a la puerta. Tengo la imagen del hombre grande, imponente en su calidad de adulto ante un niño, que con una rápida maniobra, convertía la parrilla trasera de la bicicleta en apoyo para la llanta. Así podía pedalear y mover la llanta trasera que, a su vez y mediante una correa, hacía girar la piedra de afilar montada en el manubrio. Volaban chispas pero la curiosidad podía más que la prudencia. El mismo afilador no se dignaba a protegerse con las gafas que de seguro ahora estaría obligado a usar por algún reglamento, ¿de qué tendría que protegerse el niño que solo admiraba la destreza de la operación?

Hace tiempo vi por televisión el anuncio de una navaja de rasurar que, a decir del locutor, “se afilaba sola”, por lo que su duración, teóricamente, era indefinida. Y no solo eso: de plano decía que ésa sería “la única navaja de rasurar que necesitaría en toda su vida”, dando a entender que esa propiedad –mágica, pues no llegaba a explicar el procedimiento del “auto-afilado”– nos evitaría la engorrosa necesidad de comprar repuestos de navaja cada tantos meses. Lo curioso del caso es que, como suelen hacer los mercaderes de la televisión, el locutor nos incitaba a comprarla ¡ya!, pues si éramos de los primeros 500 compradores, obtendríamos otra navaja de regalo. El clásico dos por uno. La duda, pues, era ésta: Si es la única navaja que vamos a necesitar en toda la vida, ¿para qué queremos dos? A mí me hubiera conmovido más que nos ofrecieran 50% de descuento en el precio, por ejemplo.

En fin, siguiendo el principio que recomienda desconfiar de todo aquello que parezca demasiado bueno para ser verdad, no compré la dichosa navaja. Pero el anuncio me hizo darme cuenta de que tengo años de no ver afiladores por las calles. ¿Será que ahora todos los instrumentos de corte son auto-afilantes como decían de esa rasuradora? Yo tengo un par de cuchillos que pronto tendrán veinte años conmigo y no recuerdo haberlos afilado jamás. Claro, uno de ellos es el del pan y su tarea es, casi literalmente, pan comido. Pero eso no explica que no haya perdido el filo en todo este tiempo.

Y por el otro lado, tengo un cuchillo que, desde que lo compré, nunca ha tenido filo. Nunca he podido usarlo para cortar. Pero como es muy sólido y el agarre del mango es maravilloso, me sirve para abrir aquellas latas que no traen abre-fácil, como las de la leche condensada. Porque, por supuesto, el abrelatas también perdió el filo tres meses después de haberlo traído de la tienda.

En fin, esa lata de leche condensada la compré con la idea de hacer cajeta como la hacía mi mamá en aquellos años, mientras yo estaba esperando al afilador en la calle. Como no tengo olla de presión como la que ella usaba para poner a cocer la leche, pensé que en Internet podría encontrar la respuesta a la pregunta de cuánto tiempo dejar la lata en el agua hirviendo. ¡Qué iluso! Desistí de resolver mi duda en Internet después de haber visto en cuatro o cinco páginas más o menos el mismo consejo: Nestlé ya vende preparado lo que llama dulce de leche, y que para mí era cajeta pero, en fin, no se trataba de discutir el nombre, sino la forma de prepararla. El consejo de todos, pues, era comprarla ya hecha, señalando el costo de tener la estufa prendida durante las varias horas que hay que estar calentando la dichosa lata.

A fin de cuentas, decidí abrir la lata con mi cuchillo sin filo y untar la leche en bolillos tostados. Eso sí, rebanados con mi cuchillo de pan que, como dije, no necesita afilarse. A ver si la próxima vez que vaya al súper me acuerdo de comprar la cajeta ya hecha.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Podría leer lo que escribe Jorge, mi querido hermano, por siempre. Tiene esa magia de llevarte por los rincones de la vida, del pasado, de manera tan vívida, que me conmueve hasta llegar el nudo a la garganta.

Anónimo dijo...

Excelente relato, muy atinado en cuanto a esas reflexiones que hacemos de los utensilios de antes y que ahora añoramos tanto...