El 2 de octubre de 1968 murió mi tío. No en Tlaltelolco, no: murió de alguna afección cardiaca o pulmonar en la madrugada. En la tarde de ese día, pues, estábamos en la agencia Sullivan de Gayosso, en el velorio. El entierro sería hasta el día siguiente, pues mi tía quiso esperar a la llegada de sus hermanos desde Monterrey.
No recuerdo muchos detalles del velorio. Sólo que ya caída la noche empezó a correrse la voz de que algo terrible había pasado en Tlaltelolco. Ese nombre no me decía nada, en realidad. Como integrante de la primera generación que creció con la televisión, sólo sabía que era un lugar donde se llevaba "un nivel de vida superior", según decía la publicidad que vendía los departamentos de esa unidad habitacional.
Los informes que recibimos esa noche en Gayosso eran vagos y confusos. Sólo se hablaba de un violento enfrentamiento entre soldados y estudiantes, con el consecuente saldo de víctimas fatales. Así eran las cosas o, al menos, así se les decía en esos tiempos. El movimiento estudiantil se reducía a un enfrentamiento entre soldados y estudiantes, entre las fuerzas del orden y los "revoltosos" y "agitadores" o entre el aparato represivo del estado y el movimiento democrático popular, como decíamos en las asambleas y reuniones del Comité de Huelga.
A fines de julio de ese año, yo había llegado como siempre a mi escuela por la mañana (entraba a las 7:00 am) para encontrármela cerrada y tomada por un grupo de compañeros. Yo estaba en tercer año de secundaria, en la Prevocacional número 3 del IPN, situada en la calle de Mar Mediterráneo. Desde antes de llegar a la puerta me llamó la atención el alboroto y los grupos que estaban en la calle, cosa rara dada la disciplina que se nos imponía aun antes de entrar en el plantel. Alguien me dijo que los compañeros del turno vespertino, en el que funcionaba una escuela de nivel técnico, habían tomado la escuela y declarado huelga.
Los "de la tarde" eran mucho mayores que nosotros, los "de la mañana", y con ellos no teníamos ningún contacto, dada la diferencia de horarios. Pero recientemente había habido votaciones para renovar la sociedad de alumnos y yo había participado en la campaña dibujando carteles. Así, ese día de fines de julio, al llegar a la puerta (aunque ya me habían dicho que no iba a poder entrar, quise comprobarlo por mí mismo) me encontré con uno de los compañeros con los que había trabajado en la campaña y él me franqueó el paso.
Una vez adentro, él me pidió que ayudara haciendo carteles "para explicarle al pueblo lo que realmente está pasando". Yo no sabía lo que estaba pasando; creo que nunca supe lo que realmente sucedió esos meses. Y dudo de que alguien sepa "toda la verdad". Pero en esos momentos eso no importaba, qué caray. Yo tenía 15 años y se me estaba pidiendo que hiciera caricaturas de Díaz Ordaz, uno de mis pasatiempos favoritos. ¿Cómo iba a negarme? Además, la opción era regresarme a mi casa. ¿Qué iba yo a hacer ahí una mañana entre semana? Así fue como me integré en el Comité de Huelga de la Prevo 3.
Recuerdo el encabezado del Excélsior el 3 de octubre: "Recios combates al dispersar el ejército un mitin de huelguistas". Fue hasta entonces cuando me di cuenta de que algo muy parecido al destino me había librado de estar en la plaza la tarde anterior. Muy a pesar de los deseos de mi madre, yo había participado en varias manifestaciones en los meses anteriores. Incluso me había quedado algunas noches en la escuela, haciendo guardia. Y aunque no recuerdo haber tenido la intención de ir a la marcha del 2 de octubre (originalmente estaba convocada como marcha que saldría de la plaza de las Tres Culturas, aunque después los organizadores decidieron cancelarla y convertirla en mitín) es muy probable que hubiera ido, de no haber ocurrido el fallecimiento de mi tío.
Después de su entierro, mis tíos se regresron a Monterrey. Mi madre, legítimamente preocupada por lo que nos pudiera pasar a mí y a mi hermano, que también llegó a ir a algunas marchas (él estaba ya en la vocacional), les pidió que nos llevaran con ellos, para alejarnos de los peligros. Lo mismo decidieron otros tíos y, de ese modo, el 5 o 6 de octubre, cinco primos nos fuimos a bordo de la camioneta pick-up de mi tío rumbo a Monterrey. De ese viaje regresamos a principios de diciembre, cuando ya empezaba a amainar la fuerza de la huelga y algunas escuelas habían sido devueltas a las autoridades. Ese regreso fue muy triste, pues lo cubría una sensación de derrota. Pero de eso hablaré en otra ocasión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario