15 noviembre, 2005

Darwin en el banquillo

Estados Unidos es un país tan democrático, en el que se respeta tanto la opinión de la mayoría, que ahí hasta el concepto de ciencia se somete a votación y es el consenso general lo que decide qué se enseña en las aulas. Claro, en estos tenebrosos tiempos de avance incontenible de la derecha cristiana era de esperarse que los fundamentalistas, con el único apoyo de su fuerza numérica, trataran de anular siglos de avance científico y de imponer su visión mágico-religiosa del mundo.

Sólo así entendemos que haya vuelto a abrirse un debate iniciado hace casi siglo y medio con la publicación, en 1859, de El origen de las especies, obra en la que Charles Darwin avanza la teoría de la evolución. Todos tenemos por lo menos una idea de lo que trata esta teoría, aunque la versión popular la reduce a la idea de que el hombre desciende del mono.

Su obra, por supuesto, contradice la cosmogonía cristiana (y de muchas otras religiones) basada en la existencia de un dios creador del Universo tal como lo conocemos hoy en día. Aún más, la cronología bíblica sitúa la edad de la Tierra en 6,000 años: sí, seis mil escasos años desde el imperioso Fiat lux hasta nuestros días. Este periodo no sólo es insuficiente para la evolución, sino que tampoco les deja lugar a los dinosaurios que, coincidemente, empezaron a ser descubiertos en forma de fósiles algunos años antes (el primero fue un iguanodonte descubierto en 1822).

La teoría de la evolución, pues, se las tuvo que ver con el pensamiento dominante de su época, basado en la imposición dogmática de la cosmovisión teológica: Dios es el creador del Universo y no se discuta más. Con todo, se vivía el siglo XIX, el siglo del positivismo, el tiempo de avances asombrosos de la tecnología. Ya la revolución industrial había rendido los primeros frutos que habrían de ir apartando al hombre del pensamiento mágico. Se necesitaba, pues, una versión más presentable que la de la historia bíblica de la creación en seis días. Así surgió la noción del diseño inteligente, conocida en su momento como argumento teleológico.

Basado en la teología de santo Tomás de Aquino, y más precisamente en su quinta prueba de la existencia de Dios (en su Summa teologica), este argumento se reduce a que la complejidad de la vida precisa de un creador inteligente. Santo Tomás refuerza su opinión con el concepto del objetivo (el telos): los cuerpos naturales actúan siempre para obtener el mejor resultado; aquellos que carecen de inteligencia requieren de otro ser que los mueva, "como la flecha es dirigida por el arquero". Y de ahí concluye que "existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales hacia su objetivo; a este ser lo llamamos Dios".

A principios del siglo XIX, William Paley elaboró el célebre ejemplo del reloj de David Hume y de ahí concluyó que, si encontramos un reloj en un campo, es obvio que alguien tuvo que haberlo dejado allí, que no es producto de fenómenos naturales. El reloj de Paley es, pues, la prueba de la existencia de Dios, en la medida en que no puede haber sido fruto del azar.

Creo que aquí nos encontramos con una clave importante del debate. Quienes defienden la existencia de un Dios creador se basan siempre en la imposibilidad de que el Universo sea obra del azar y ven en la complejidad de los seres vivos una intención. Esta intención es la que ahora designan como “diseño” (significado válido en inglés, discutible en español, pero dejémoslo así por lo pronto). Y como el dueño de tal intención es inteligente, de ahí sacan el término de “diseño inteligente” con el que ahora quieren reemplazar al impresentable concepto de creacionismo.

Propongo que hagamos un alto en este punto, no para recapitular sino para plantear una pregunta que debimos haber hecho desde antes: ¿Por qué una visión mágica del mundo encarnada en una religión ha de explicar cosas fuera de su competencia? ¿No pueden limitarse las iglesias a recabar fondos y repartir consuelo? Mis siete lectores ya han de haber visto a dónde apunta esto: los problemas empiezan con la irrupción de lo divino en la esfera humana, ¿no es así? Cuando queremos basarnos en una serie de leyendas con moraleja para explicar el origen del Universo, cuando abdicamos de nuestro propio juicio para guiar nuestra conducta mediante normas ajenas. Cuando permitimos que otras personas nos arrebaten el derecho de vivir conforme a nuestra consciencia. El llamado debate entre creacionistas y evolucionistas, fuera de sus implicaciones políticas en países de mentalidad atrasada, y sus nocivos efectos en sus respectivas sociedades, carece de sentido.

No se trata de una confrontación entre científicos ni entre teólogos: es la proverbialmente imposible suma de manzanas y naranjas, por mucho que el bando teísta disfrace sus prejuicios religiosos de argumentos científicos. Es pues, el imposible diálogo entre lo humano y lo divino, comunicación que la misma religión ha reservado sólo a unos cuantos profetas a lo largo de los siglos. ¿Cómo osaremos decir esta boca es mía?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Chu vi jam legis la blogo de Alejandro?
http://apuntacionessueltas.blogspot.com/
lunes, octubre 24, 2005
"Contra el evolucionismo lingüístico"
Ghis baldau,
Blogilo

Anónimo dijo...

Que raro con esos movimientos gnosticos que usan doble sentido, en sus mensajes como el caso de que este señor se diga ser algo cercano a Dios pero se pone el nombre de Samael que fue el angel desterrado que posteriormente se llamo Satanás.