...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
22 mayo, 2006
Cambio semántico
Ahora resulta que McDonald's no es un changarro de comida chatarra, sino un restaurante y, por si fuera poco, patrocinador oficial de la selección mexicana de futbol. De antemano aviso que los peloteros mexicanos no contarán con mis porras.
21 mayo, 2006
De misterios prosaicos
Parece que los fanáticos nunca aprenden. Cuantas veces se han opuesto a la libre expresión de las ideas, aun las más descabelladas e idiotas, su oposición sólo ha servido para promover la curiosidad y el morbo general por aquello que es objeto de sus odios.
Lo mismo está pasando ahora con la película de El código Da Vinci. Todas las declaraciones de la Iglesia en su contra, de las organizaciones católicos y cristianas, de jerarcas y laicos por igual sólo han atizado el interés por ver la película.
Pero eso no ha sido todo. No han faltado idiotas que confundan la irritación de la Iglesia por el falseamiento de sus verdades fundamentales con el temor a que se revelen no se sabe qué obscuros secretos. Es decir, la actitud de la Iglesia logra exactamente lo contrario: convencer a los incautos de que son ciertas las tesis de Dan Brown.
No es que la Iglesia esté libre de secretos vergonzosos. Pero si vamos a sospechar de ella, tendríamos que hacerlo por razones más prosaicas que el supuesto romance entre dos personas de dudosa historicidad. No tendría caso levantar el inventario de los actos nefandos de papas y jerarcas diversos del pasado, pero al menos yo recuerdo haber leído en la prensa acerca de los escándalos del Banco Ambrosiano, de la Logia P-2 y de los sacerdotes pederastas (¡saludos, Marcial!), por no escarbar en la historia del siglo XX y preguntarnos cómo fue que se tejieron esas extrañas relaciones entre el Vaticano y los regímenes fascistas de esa época. Todos estos casos darían buen material para novelas, películas y series de televisión, con la ventaja de que estarían fundamentados en realidades que todos podemos confirmar.
Claro que a la Iglesia le molestan las falsedades disfrazadas de verdades lanzadas al abrigo de una novela y ahora una película. Poner en duda la divinidad de Jesucristo literalmente es quitarle la base a la institución eclesiástica. Si él no fue más que un hombre iluminado, un profeta inspirado o un gran maestro espiritual, se rompe el vínculo del Vaticano con Dios. Ratzinger es heredero del apóstol designado por Cristo y éste es hijo de Dios: ése es el fundamento de la legitimidad del actual papa y de todos los que lo han precedido.
Defender esa condición es la base de los ataques de la Iglesia a la obra de Dan Brown, no la supuesta descendencia que hubiera dejado en la tierra su fundador.
Lo mismo está pasando ahora con la película de El código Da Vinci. Todas las declaraciones de la Iglesia en su contra, de las organizaciones católicos y cristianas, de jerarcas y laicos por igual sólo han atizado el interés por ver la película.
Pero eso no ha sido todo. No han faltado idiotas que confundan la irritación de la Iglesia por el falseamiento de sus verdades fundamentales con el temor a que se revelen no se sabe qué obscuros secretos. Es decir, la actitud de la Iglesia logra exactamente lo contrario: convencer a los incautos de que son ciertas las tesis de Dan Brown.
No es que la Iglesia esté libre de secretos vergonzosos. Pero si vamos a sospechar de ella, tendríamos que hacerlo por razones más prosaicas que el supuesto romance entre dos personas de dudosa historicidad. No tendría caso levantar el inventario de los actos nefandos de papas y jerarcas diversos del pasado, pero al menos yo recuerdo haber leído en la prensa acerca de los escándalos del Banco Ambrosiano, de la Logia P-2 y de los sacerdotes pederastas (¡saludos, Marcial!), por no escarbar en la historia del siglo XX y preguntarnos cómo fue que se tejieron esas extrañas relaciones entre el Vaticano y los regímenes fascistas de esa época. Todos estos casos darían buen material para novelas, películas y series de televisión, con la ventaja de que estarían fundamentados en realidades que todos podemos confirmar.
Claro que a la Iglesia le molestan las falsedades disfrazadas de verdades lanzadas al abrigo de una novela y ahora una película. Poner en duda la divinidad de Jesucristo literalmente es quitarle la base a la institución eclesiástica. Si él no fue más que un hombre iluminado, un profeta inspirado o un gran maestro espiritual, se rompe el vínculo del Vaticano con Dios. Ratzinger es heredero del apóstol designado por Cristo y éste es hijo de Dios: ése es el fundamento de la legitimidad del actual papa y de todos los que lo han precedido.
Defender esa condición es la base de los ataques de la Iglesia a la obra de Dan Brown, no la supuesta descendencia que hubiera dejado en la tierra su fundador.
16 mayo, 2006
Receta para una conspiración
Pese a la secularización de la vida occidental, la imaginería cristiana sigue desempeñando un poderoso papel. Así, los valores y preceptos bíblicos, convertidos convenientenmente en sentido común o en derechos humanos para despojarlos de su carácter religioso, están presentes en el imaginario común. Así, aunque no comulguemos cada viernes primero, seguimos respetando –y aun temiendo– conceptos como el del anticristo, la batalla del Armagedón y el juicio final.
Tomemos por ejemplo la idea del anticristo (para aceptar la cual, lógicamente, habría que aceptar también la del regreso de Cristo, si bien esto no necesariamente es así de lógico). Ya que en el Apocalipsis encontramos que el “número de la bestia” es el 666, éste también se encuentra profundamente grabado en el inconsciente colectivo como un número fatídico.
¿Seis, seis, seis? ¿No corresponde ese número a la fecha del 6 de junio de 2006? Es evidente que los teóricos de la conspiración no iban a desaprovechar esta fecha para lanzar advertencias calamitosas y prevenirnos del mal que viene. Y ya que es innegable el papel que desempeña Estados Unidos en la política mundial, nos guste o no, esta teoría se desarrolla precisamente ahí. Vámonos, pues, a Washington.
El 6 de junio de este año, como queda dicho, es el día del regreso del anticristo, lo cual se va a manifestar en un atentado terrorista de la escala de los 11 de septiembre de 2001. ¿Dónde se realizará? No lo sabemos con precisión, pero bien podría ser en alguna ciudad pequeña del Medio Oeste de Estados Unidos, de ésas que tantas veces hemos vistos retratadas en las películas. Una ciudad que, dada la importancia simbólica de la fecha, bien podría quedar arrasada, sin quedar de ella “piedra sobre piedra”, para decirlo a tono con el tema. Digamos que el ataque se lanzaría con una bomba nuclear de pequeña potencia, quizá como las que destruyeron Hiroshima y Nagasaki hace más de sesenta años.
El gobierno de George W. Bush no necesita más para decretar el estado de emergencia, imponer la ley marcial y suspender las elecciones legislativas programadas para noviembre de este año. ¿Por qué no? Todos sabemos que los republicanos andan de capa caída y que se les dificultará retener el control de ambas cámaras del congreso. De esa manera, Bush obtiene poderes omnímodos, muy a la altura de sus ambiciones de dictador y enviado de dios. Con las garantías individuales suspendidas, la militarización de las fronteras (cosa que efectivamente ya está ocurriendo desde ahora, con el envío de 6,000 miembros de la Guardia Nacional a resguardar la frontera mexicana) y la primacía de los cuerpos de seguridad sobre la vida social y política, la camarilla en el poder en Washington tiene asegurada su permanencia.
Así como en los atentados del 11 de septiembre de 2001 se trató de encontrar la “conexión irakí”, que justificara la invasión de Irak, esta vez se buscaría la “conexión iraní”, para permitir la ocupación del país con las segundas reservas petroleras más importantes del mundo, después de Arabia Saudita (cuya familia gobernante, no lo olvidemos, es socia de los Bush en el negocio petrolero).
¿Desde hace cuánto tiempo los occidentales no han estado alarmados por el programa de energía nuclear de Irán? El tema ha estado en el centro de los esfuerzos diplomáticos de las cancillerías europeas, preocupadas por la posibilidad de que un régimen tan poco dócil como el de Teherán ingrese en el selecto club de potencias nucleares. En este caso, Washington desempeñó un papel poco común: durante mucho tiempo se hizo a un lado y permitió que fueran Berlín, Londres y París los que condujeran las negociaciones con los mulás de Irán.
Los esfuerzos de la troika europea, no obstante, fueron en vano y así, este año el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se atrajo el caso, a fin de emitir una resolución. Es muy probable que esta resolución caiga dentro del capítulo VII de la carta de la ONU, el cual permite el recurso de la fuerza para hacer valer las resoluciones del organismo. Pero este trámite puede arrastrarse por meses; todos sabemos la lentitud que caracteriza a la burocracia y Washington no puede correr el riesgo de que se alargue más allá de sus plazos electorales.
El 6 de junio de 2006 es una buena fecha para hacer estallar una bombita en el Medio Oeste estadounidense, ¿no creen? Su origen se rastrearía, obviamente, a Irán y el gobierno de George W. Bush tendría el mejor pretexto para invadirlo. Al menos ante su opinión pública que, en su ignorancia sobre el mundo en que vive, acepta sin el menor asomo de crítica cuanta patraña le lancen los medios de comunicación. Con la invasión a Irán, Bush no sólo aseguraría el abasto de crudo para su país (y, sobre todo, para las empresas petroleras de sus socios), sino que repetiría el espléndido negocio que ha constituido la “reconstrucción” de Irak.
Al tiempo. Faltan tres semanas para la fecha fatídica. Desde esta humilde tribuna, sólo podemos esperar que esta vez, como en muchas otras veces, los teóricos de la conspiración estén equivocados.
Tomemos por ejemplo la idea del anticristo (para aceptar la cual, lógicamente, habría que aceptar también la del regreso de Cristo, si bien esto no necesariamente es así de lógico). Ya que en el Apocalipsis encontramos que el “número de la bestia” es el 666, éste también se encuentra profundamente grabado en el inconsciente colectivo como un número fatídico.
¿Seis, seis, seis? ¿No corresponde ese número a la fecha del 6 de junio de 2006? Es evidente que los teóricos de la conspiración no iban a desaprovechar esta fecha para lanzar advertencias calamitosas y prevenirnos del mal que viene. Y ya que es innegable el papel que desempeña Estados Unidos en la política mundial, nos guste o no, esta teoría se desarrolla precisamente ahí. Vámonos, pues, a Washington.
El 6 de junio de este año, como queda dicho, es el día del regreso del anticristo, lo cual se va a manifestar en un atentado terrorista de la escala de los 11 de septiembre de 2001. ¿Dónde se realizará? No lo sabemos con precisión, pero bien podría ser en alguna ciudad pequeña del Medio Oeste de Estados Unidos, de ésas que tantas veces hemos vistos retratadas en las películas. Una ciudad que, dada la importancia simbólica de la fecha, bien podría quedar arrasada, sin quedar de ella “piedra sobre piedra”, para decirlo a tono con el tema. Digamos que el ataque se lanzaría con una bomba nuclear de pequeña potencia, quizá como las que destruyeron Hiroshima y Nagasaki hace más de sesenta años.
El gobierno de George W. Bush no necesita más para decretar el estado de emergencia, imponer la ley marcial y suspender las elecciones legislativas programadas para noviembre de este año. ¿Por qué no? Todos sabemos que los republicanos andan de capa caída y que se les dificultará retener el control de ambas cámaras del congreso. De esa manera, Bush obtiene poderes omnímodos, muy a la altura de sus ambiciones de dictador y enviado de dios. Con las garantías individuales suspendidas, la militarización de las fronteras (cosa que efectivamente ya está ocurriendo desde ahora, con el envío de 6,000 miembros de la Guardia Nacional a resguardar la frontera mexicana) y la primacía de los cuerpos de seguridad sobre la vida social y política, la camarilla en el poder en Washington tiene asegurada su permanencia.
Así como en los atentados del 11 de septiembre de 2001 se trató de encontrar la “conexión irakí”, que justificara la invasión de Irak, esta vez se buscaría la “conexión iraní”, para permitir la ocupación del país con las segundas reservas petroleras más importantes del mundo, después de Arabia Saudita (cuya familia gobernante, no lo olvidemos, es socia de los Bush en el negocio petrolero).
¿Desde hace cuánto tiempo los occidentales no han estado alarmados por el programa de energía nuclear de Irán? El tema ha estado en el centro de los esfuerzos diplomáticos de las cancillerías europeas, preocupadas por la posibilidad de que un régimen tan poco dócil como el de Teherán ingrese en el selecto club de potencias nucleares. En este caso, Washington desempeñó un papel poco común: durante mucho tiempo se hizo a un lado y permitió que fueran Berlín, Londres y París los que condujeran las negociaciones con los mulás de Irán.
Los esfuerzos de la troika europea, no obstante, fueron en vano y así, este año el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se atrajo el caso, a fin de emitir una resolución. Es muy probable que esta resolución caiga dentro del capítulo VII de la carta de la ONU, el cual permite el recurso de la fuerza para hacer valer las resoluciones del organismo. Pero este trámite puede arrastrarse por meses; todos sabemos la lentitud que caracteriza a la burocracia y Washington no puede correr el riesgo de que se alargue más allá de sus plazos electorales.
El 6 de junio de 2006 es una buena fecha para hacer estallar una bombita en el Medio Oeste estadounidense, ¿no creen? Su origen se rastrearía, obviamente, a Irán y el gobierno de George W. Bush tendría el mejor pretexto para invadirlo. Al menos ante su opinión pública que, en su ignorancia sobre el mundo en que vive, acepta sin el menor asomo de crítica cuanta patraña le lancen los medios de comunicación. Con la invasión a Irán, Bush no sólo aseguraría el abasto de crudo para su país (y, sobre todo, para las empresas petroleras de sus socios), sino que repetiría el espléndido negocio que ha constituido la “reconstrucción” de Irak.
Al tiempo. Faltan tres semanas para la fecha fatídica. Desde esta humilde tribuna, sólo podemos esperar que esta vez, como en muchas otras veces, los teóricos de la conspiración estén equivocados.
10 mayo, 2006
Una picota para Dan Brown
Donde menos se espera, salta la liebre. La India, con menos del 2% de población cristiana, ha sido el primer país donde ha surgido un movimiento de protesta en contra del estreno de la película El código Da Vinci. El Foro Secular Católico (nombre tan contradictorio como nuestro Partido Revolucionario Institucional) ha convocado a una huelga de hambre, “hasta morir”, protesta que iniciarán este viernes en Bombay unas 50 personas pertenecientes a ese grupo. El objetivo que persiguen es que el gobierno prohíba la exhibición de la película, que se estrenará, en la India y en todo el mundo, el 19 de este mes.
¿Qué dice el Vaticano al respecto? Angelo Amato, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, habló también de boicotear la película, basada en la exitosa novela de Dan Brown, a la cual calificó de “perversamente anticristiana”.
¿Dónde están los que en 1989 condenaron con voz unánime la fatwa dictada en contra de Salman Rushdie por haber escrito Los versos satánicos, novela también considerada blasfema? ¿Quién se lanza ahora a criticar el integrismo católico-cristiano? ¿Quién es el guapo que va a pedir ahora la picota para un escribidor sensacionalista?
¿Qué dice el Vaticano al respecto? Angelo Amato, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, habló también de boicotear la película, basada en la exitosa novela de Dan Brown, a la cual calificó de “perversamente anticristiana”.
¿Dónde están los que en 1989 condenaron con voz unánime la fatwa dictada en contra de Salman Rushdie por haber escrito Los versos satánicos, novela también considerada blasfema? ¿Quién se lanza ahora a criticar el integrismo católico-cristiano? ¿Quién es el guapo que va a pedir ahora la picota para un escribidor sensacionalista?
09 mayo, 2006
Postales desde el infierno
Entro al vagón del metro y me llevo la sorpresa de que los antiguos asientos, aquellos que estaban encontrados y permitían la tertulia de los pasajeros, ahora fueron convertidos en una incómoda plancha de metal, con cinco surcos mal trazados que acomodan sendos traseros. Claro, se acomodan los traseros escuetos, delicados o magros; pero las carnes generosas de las compatriotas difícilmente encuentran acomodo en un surco que, debiendo haber sido dibujado por Botero, para dar cabida a las frondosidades latinas, más parece imaginado por Modigliani por sus formas largas y estilizadas.
Una sorpresa más, esta vez agradable: los vagones están comunicados entre sí por fuelles de hule. Esto, además de permitir el libre tránsito de uno a otro, constituye un excelente sistema de aireación. El ambiente interno ya no resulta tan sofocante como en los vagones viejos. Sólo como constancia de la memoria consigno aquí que los primeros vagones tenían asientos acolchonados, que fueron reemplazados por los incómodos de plástico debido al vandalismo de que eran víctimas continuas.
Un elemento constante, al menos en la línea dos, son los vendedores ambulantes. Cosa curiosa: haciendo caso omiso de la posibilidad de circular de un vagón a otro por los fuelles, a cada estación se bajan para ir avanzando al siguiente carro. ¿Fuerza de la costumbre o política del sindicato que los controla? Sepa la bola. Lo que sí es evidente es el respeto territorial. Nunca he visto que se traslapen dos discursos de los representantes de ventas ambulantes. Cortésmente, el recién llegado espera a que su compañero que estaba antes termine su oratoria mercadotécnica para dar inicio a la suya.
No puede decirse lo mismo de los predicadores y misioneros tocados por la divina llama de Espíritu Santo, por lo que sienten la obligación imperiosa de difundir la palabra de Dios (con mayúscula, para que no me tachen de ateo). Bueno, no sé si realmente estén tocados por el Espíritu Santo o simplemente tocados, pues el predicador asignado este sábado a la línea dos se dedicaba a ensartar una sarta de galimatías, de la que apenas pude recoger la promesa del “equilibrio de la armonía” y la seguridad del “pase automático al paraíso”, con el sencillo requisito de reforzar la fe, la cual es, como nos ilustró este aspirante a profeta tercermilenario, “el conocimiento de las sagradas escrituras”.
Que nadie diga que conoce a México y a su gente si no ha viajado en metro. Lo abigarrado de las imágenes y lo estruendoso de sus sonidos son el reflejo fiel de una nación multicultural y bullanguera. Los olores que rodean las estaciones representan todas las costumbres culinarias que surcan nuestro país. Y la gente que se arremolina en los torniquetes de entrada y salida, que hace cola ante las taquillas, que atiborra los vagones, duerme en los asientos, suda los tubos y come pepitas escupiendo las cáscaras al suelo muy quitada de la pena es el mejor corte transversal de nuestra sociedad.
Una imagen más. Cuatro niños de la calle que semidesnudos se entregan a un juego incomprensible para el simple espectador, aunque entretenidísimo para ellos. Y de remate, al pie del mostrador del Estrella de Oro, un anciano desmayado que era atendido por camilleros y policías. Los viajes ilustran, claro que sí, y un viaje al centro del infierno no podía ser la excepción.
Una sorpresa más, esta vez agradable: los vagones están comunicados entre sí por fuelles de hule. Esto, además de permitir el libre tránsito de uno a otro, constituye un excelente sistema de aireación. El ambiente interno ya no resulta tan sofocante como en los vagones viejos. Sólo como constancia de la memoria consigno aquí que los primeros vagones tenían asientos acolchonados, que fueron reemplazados por los incómodos de plástico debido al vandalismo de que eran víctimas continuas.
Un elemento constante, al menos en la línea dos, son los vendedores ambulantes. Cosa curiosa: haciendo caso omiso de la posibilidad de circular de un vagón a otro por los fuelles, a cada estación se bajan para ir avanzando al siguiente carro. ¿Fuerza de la costumbre o política del sindicato que los controla? Sepa la bola. Lo que sí es evidente es el respeto territorial. Nunca he visto que se traslapen dos discursos de los representantes de ventas ambulantes. Cortésmente, el recién llegado espera a que su compañero que estaba antes termine su oratoria mercadotécnica para dar inicio a la suya.
No puede decirse lo mismo de los predicadores y misioneros tocados por la divina llama de Espíritu Santo, por lo que sienten la obligación imperiosa de difundir la palabra de Dios (con mayúscula, para que no me tachen de ateo). Bueno, no sé si realmente estén tocados por el Espíritu Santo o simplemente tocados, pues el predicador asignado este sábado a la línea dos se dedicaba a ensartar una sarta de galimatías, de la que apenas pude recoger la promesa del “equilibrio de la armonía” y la seguridad del “pase automático al paraíso”, con el sencillo requisito de reforzar la fe, la cual es, como nos ilustró este aspirante a profeta tercermilenario, “el conocimiento de las sagradas escrituras”.
Que nadie diga que conoce a México y a su gente si no ha viajado en metro. Lo abigarrado de las imágenes y lo estruendoso de sus sonidos son el reflejo fiel de una nación multicultural y bullanguera. Los olores que rodean las estaciones representan todas las costumbres culinarias que surcan nuestro país. Y la gente que se arremolina en los torniquetes de entrada y salida, que hace cola ante las taquillas, que atiborra los vagones, duerme en los asientos, suda los tubos y come pepitas escupiendo las cáscaras al suelo muy quitada de la pena es el mejor corte transversal de nuestra sociedad.
Una imagen más. Cuatro niños de la calle que semidesnudos se entregan a un juego incomprensible para el simple espectador, aunque entretenidísimo para ellos. Y de remate, al pie del mostrador del Estrella de Oro, un anciano desmayado que era atendido por camilleros y policías. Los viajes ilustran, claro que sí, y un viaje al centro del infierno no podía ser la excepción.
08 mayo, 2006
Cine de recuerdos y añoranzas
Debo a varios blogueros la noticia de la segunda reencarnación del cine Lido. Remodelado en 1978 como cine Bella Época, ahora lo encontramos flamante en su advocación de librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica.
Visitarlo este fin de semana que estuve en México fue un ejercicio obligado de nostalgia. El cine Lido está asociado a gratos recuerdos de mi adolescencia y juventud. El simple hecho de estar en “mi” colonia lo convirtió en “mi” cine.
El recuerdo más antiguo que tengo del cine Lido corresponde a una fecha que no pudo situar exactamente, pero que ha de haber sido hace unos cuarenta años. Una tarde que se iba a realizar en la casa una despedida de soltera de no me acuerdo quién, mi papá, Ricardo mi hermano y yo nos fuimos al cine pues, como se sabe, esa despedida era cosa de mujeres y no podíamos estar allí. Recuerdo que vimos dos películas de piratas con Errol Flynn. La nota curiosa fue en que las dos películas, por razones de presupuesto me imagino, usaron una misma escena de abordaje. No que la hayan repetido, sino que literalmente era la misma escena. Lo que actualmente diríamos “cortar y pegar”.
Sí, en ese entonces el cine Lido era de segunda corrida; es decir, no pasaban películas de estreno y daban dos por cuatro pesos. Para contextualizar esos cuatro pesos, digamos que en ese tiempo, los cigarros Raleigh, que eran los “finos”, costaban 3.40. Y lo maravilloso era que cambiaban el programa cada semana.
Mi segundo recuerdo data de cuando yo tenía 15 años, en 1968, durante la huelga estudiantil. En una ocasión estaban dando “La cigarra no es un bicho” y “La cigarra está que arde”, películas argentinas estrictamente para adultos, ya que La Cigarra del título designaba un hotel de paso. La trama de ambas cintas era simplemente la historia de las parejas que lo frecuentaban. Pues bien, esa vez fui con Ricardo y mis primos Ernesto y Alejandro pero era obvio que no nos dejarían entrar pues, aunque de ningún modo se veían escenas más fuertes de lo que actualmente podemos ver en televisión, el simple hecho de que se desarrollara en un hotel de paso la ponía fuera del alcance de unos adolescentes como nosotros. Sin embargo, ideamos un plan para verlas. Ya que entonces yo me veía más grande de lo que realmente era, compré mi boleto y pude entrar sin problemas. Una vez adentro, me fui a la puerta de emergencia y la abrí para dejar entrar a mis otros tres conjurados. Excuso hablar del placer que sentimos, no sólo por el hecho de ver las películas prohibidas, sino también por haber pagado un solo boleto por cuatro personas.
Años después, ya por mi cuenta, de unos 17 o 18 años, di en ir cada viernes a ver lo que hubiera. Literalmente me metía al cine sin fijarme en las películas que estuvieran dando. Con este régimen, como es obvio, vi auténticas joyas junto con verdaderos bodrios. Durante una buena temporada, en esta afición cinematográfica me acompañó mi amigo Felipe Dorbecker, quien también se hizo adicto a los viernes de cine. Al principio íbamos juntos, pero ya después simplemente nos veíamos ahí, en unas butacas que designamos como “el rincón de los cuates”, pues las de enfrente estaban desvencijadas y nadie se sentaba en ellas, por lo que teníamos la comodidad de subir las piernas al respaldo sin problemas.
No podría precisar en qué fecha suspendí mis visitas semanales al Lido, pero ha de haber coincidido con mi primer trabajo, a los veintidós años, en 1975. Y años después lo cerraron, seguramente porque dejó de ser negocio.
En 1978, el cine Lido reencarnó en el Bella Época, al que en un principio quisieron habilitar como cine de arte. Entonces yo trabajaba en Aeroméxico y por esa razón conocí a un tipo que trabajaba en una distribuidora de películas. Esa historia es aparte, pero aquí la resumo diciendo que me invitó a la inauguración del Bella Época, que se hizo para una selecta comunidad con la proyección de “Las noches de Cabiria”, de Fellini. No recuerdo cuánto tiempo duró como cine de arte, pero sí que organizaban ciclos de directores a los que asistía también con cierta frecuencia.
Pero tampoco ha de haber sido buen negocio, pues tiempo después empezaron a pasar películas de estreno. La aparición de las salas múltiples, con su ambiente agringado tan del gusto de nuestra mezquina clase media resultó una competencia que, a fin de cuentas, los cines tradicionales no pudieron soportar. Y el Bella Época acabó cerrando sus puertas, quedando abandonado a un destino en el que se anticipaba con toda seguridad la demolición.
Me enteré por la prensa que un grupo de intelectuales, deseosos de preservar esa joya arquitectónica del art decó, hizo gestiones para que interviniera el gobierno de la ciudad. Y creo que fue Rosario Robles quien expropió la construcción a fin de evitar su pérdida y con ánimos de conservarla, aunque sin un propósito preciso. Así estuvo abandonado muchos años. Hasta ahora, como dije, cuando reencarnó en librería. Una librería muy necesaria en la colonia donde viví casi treinta años. Con un toque adicional: la parte superior del edificio va a ser destinada a cine. Y en un notable gesto de sensibilidad, el nombre que va a llevar será el que tenía originalmente. Espero tener pronto la oportunidad de volver al añorado cine Lido.
Visitarlo este fin de semana que estuve en México fue un ejercicio obligado de nostalgia. El cine Lido está asociado a gratos recuerdos de mi adolescencia y juventud. El simple hecho de estar en “mi” colonia lo convirtió en “mi” cine.
El recuerdo más antiguo que tengo del cine Lido corresponde a una fecha que no pudo situar exactamente, pero que ha de haber sido hace unos cuarenta años. Una tarde que se iba a realizar en la casa una despedida de soltera de no me acuerdo quién, mi papá, Ricardo mi hermano y yo nos fuimos al cine pues, como se sabe, esa despedida era cosa de mujeres y no podíamos estar allí. Recuerdo que vimos dos películas de piratas con Errol Flynn. La nota curiosa fue en que las dos películas, por razones de presupuesto me imagino, usaron una misma escena de abordaje. No que la hayan repetido, sino que literalmente era la misma escena. Lo que actualmente diríamos “cortar y pegar”.
Sí, en ese entonces el cine Lido era de segunda corrida; es decir, no pasaban películas de estreno y daban dos por cuatro pesos. Para contextualizar esos cuatro pesos, digamos que en ese tiempo, los cigarros Raleigh, que eran los “finos”, costaban 3.40. Y lo maravilloso era que cambiaban el programa cada semana.
Mi segundo recuerdo data de cuando yo tenía 15 años, en 1968, durante la huelga estudiantil. En una ocasión estaban dando “La cigarra no es un bicho” y “La cigarra está que arde”, películas argentinas estrictamente para adultos, ya que La Cigarra del título designaba un hotel de paso. La trama de ambas cintas era simplemente la historia de las parejas que lo frecuentaban. Pues bien, esa vez fui con Ricardo y mis primos Ernesto y Alejandro pero era obvio que no nos dejarían entrar pues, aunque de ningún modo se veían escenas más fuertes de lo que actualmente podemos ver en televisión, el simple hecho de que se desarrollara en un hotel de paso la ponía fuera del alcance de unos adolescentes como nosotros. Sin embargo, ideamos un plan para verlas. Ya que entonces yo me veía más grande de lo que realmente era, compré mi boleto y pude entrar sin problemas. Una vez adentro, me fui a la puerta de emergencia y la abrí para dejar entrar a mis otros tres conjurados. Excuso hablar del placer que sentimos, no sólo por el hecho de ver las películas prohibidas, sino también por haber pagado un solo boleto por cuatro personas.
Años después, ya por mi cuenta, de unos 17 o 18 años, di en ir cada viernes a ver lo que hubiera. Literalmente me metía al cine sin fijarme en las películas que estuvieran dando. Con este régimen, como es obvio, vi auténticas joyas junto con verdaderos bodrios. Durante una buena temporada, en esta afición cinematográfica me acompañó mi amigo Felipe Dorbecker, quien también se hizo adicto a los viernes de cine. Al principio íbamos juntos, pero ya después simplemente nos veíamos ahí, en unas butacas que designamos como “el rincón de los cuates”, pues las de enfrente estaban desvencijadas y nadie se sentaba en ellas, por lo que teníamos la comodidad de subir las piernas al respaldo sin problemas.
No podría precisar en qué fecha suspendí mis visitas semanales al Lido, pero ha de haber coincidido con mi primer trabajo, a los veintidós años, en 1975. Y años después lo cerraron, seguramente porque dejó de ser negocio.
En 1978, el cine Lido reencarnó en el Bella Época, al que en un principio quisieron habilitar como cine de arte. Entonces yo trabajaba en Aeroméxico y por esa razón conocí a un tipo que trabajaba en una distribuidora de películas. Esa historia es aparte, pero aquí la resumo diciendo que me invitó a la inauguración del Bella Época, que se hizo para una selecta comunidad con la proyección de “Las noches de Cabiria”, de Fellini. No recuerdo cuánto tiempo duró como cine de arte, pero sí que organizaban ciclos de directores a los que asistía también con cierta frecuencia.
Pero tampoco ha de haber sido buen negocio, pues tiempo después empezaron a pasar películas de estreno. La aparición de las salas múltiples, con su ambiente agringado tan del gusto de nuestra mezquina clase media resultó una competencia que, a fin de cuentas, los cines tradicionales no pudieron soportar. Y el Bella Época acabó cerrando sus puertas, quedando abandonado a un destino en el que se anticipaba con toda seguridad la demolición.
Me enteré por la prensa que un grupo de intelectuales, deseosos de preservar esa joya arquitectónica del art decó, hizo gestiones para que interviniera el gobierno de la ciudad. Y creo que fue Rosario Robles quien expropió la construcción a fin de evitar su pérdida y con ánimos de conservarla, aunque sin un propósito preciso. Así estuvo abandonado muchos años. Hasta ahora, como dije, cuando reencarnó en librería. Una librería muy necesaria en la colonia donde viví casi treinta años. Con un toque adicional: la parte superior del edificio va a ser destinada a cine. Y en un notable gesto de sensibilidad, el nombre que va a llevar será el que tenía originalmente. Espero tener pronto la oportunidad de volver al añorado cine Lido.
06 mayo, 2006
De vuelta
Por lo visto, el gusanito fue mayor que mi apatía. De hecho, estos meses que estuve sin escribir aquí lo estuve haciendo en otro blog, así que no es que haya dejado de hacerlo. Sin embargo, no sé qué pasa que ya me acostumbré a éste y en el otro como que no me hallaba, me sentía en casa ajena. En fin, manías de viejo quizá, pero también muy personales y, por lo mismo, respetables.
¿Novedades? Sólo que en febrero sufrí una embolia, acerca de la cual escribí una nota. Como pienso que puede ser de interés, la reproduzco a continuación.
Toda embolia es un aviso. Es decir, toda embolia a la que podamos sobrevivir. Si nos deja turulatos o medio inválidos, pues maldita la gracia del aviso; viene siendo como la Compañía de Luz, que nos llega con el aviso de corte de servicio y, a menos que sobornemos a sus heroicos empleados, nos cortan la luz ahí mismo.
Bueno, decíamos que después de recuperarnos de una embolia, pulmonar como fue mi caso, la vida se nos presenta hasta como de otro color. No quiero pensar en que tenemos una “segunda oportunidad”, pues eso implica un sistema de castigos y recompensas muy similar a lo que manejan las religiones.
Pero la verdad es que no es fácil sustraerse al pensamiento mágico y, así, cuando regresamos a casita después de haber estado una semana en el hospital, lo primero que pensamos es que la vida nos dio una segunda oportunidad y que debemos aprovecharla.
Lo primero que hacemos, claro, es botar las cajas de cigarros que teníamos por toda la casa. La que guardábamos en el cajón del buró para emergencias, la que teníamos en el baño para aquellos casos en que preferimos atolondrarnos con el humo del cigarro que con nuestras propias emanaciones mefíticas, la que teníamos en la alacena de la cocina para invitar a los cuates... En fin, hacemos tiradero general de cigarros, con la consciencia clara de que “nunca más” volveremos a caer en las garras del vicio.
Otro concepto que nos queda muy claro es que nuestra comida debe ser sana y debemos evitar grasas y fritangas en general. Nuestro menú se puebla de carne asada y ensaladas, mucha fruta y verdura; el te reemplaza al café y obviamente el alcohol no tiene lugar en nuestra nueva vida.
Luego nos deshacemos de todas las bolsas de comida chatarra, papitas, doritos, churritos y demás frituras de las que no podemos comer sólo una. Ya nos dijeron que, en el próximo partido de futbol, esas botanas las podremos reemplazar por tiras de zanahoria y de jícama, muy sanas, muy sanas. Sin embargo, tiempo después constataremos, quizá con cierta sorpresa, que nuestros compadres y cuates con los que solíamos ver los partidos, “ya no tienen tiempo” de venir a ver el fut a nuestra casa. Luego nos llegará el chisme de que se siguen reuniendo en casa del compadre, quien sí sabe agasajar a sus visitas con botanas de verdad. De pronto, nuestras zanahorias y jícamas pierden su encanto y empezamos a añorar no tanto las frituras, sino el ambiente en que las consumimos.
De ahí las cosas empiezan a precipitarse. Cansados de ser el blanco de burlas y chistes por no tomar con los compañeros de la oficina cuando vamos en bola a la cantina, empezamos con una cubita, “nomás para que no digan”. Al rato la cubita ya viene acompañada de un cigarro pues, francamente, sin cigarro el alcohol ni sabe. Después llegan las botanas; no las papitas y demás chatarra industrializada, sino los pesos completos de las cantinas: carnitas, chicharrón en salsa verde, frijoles, tostadas de pata, sopecitos... y a la tercera copa, la variedad de la botana aumenta, así que hay que llegarle, compañero.
Un mes después de nuestra embolia estamos de nuevo en la cantina con nuestros compañeros de la oficina, brindando por la “suerte” de habernos salvado del incidente, comentando lo cerca que estuvo el "aviso" y burlándonos un poquitín, ¿por qué no?, de los pobres diablos que no tuvieron la suerte de sobrevivir a una embolia, como nosotros. Ah, porque eso sí, nosotros somos muy machos y ningún pinche trombo nos va a venir a doblar ni, mucho menos, a decir cómo debemos de vivir. ¡Faltaba más!
¿Novedades? Sólo que en febrero sufrí una embolia, acerca de la cual escribí una nota. Como pienso que puede ser de interés, la reproduzco a continuación.
¡Yo sobreviví a una embolia pulmonar!
Toda embolia es un aviso. Es decir, toda embolia a la que podamos sobrevivir. Si nos deja turulatos o medio inválidos, pues maldita la gracia del aviso; viene siendo como la Compañía de Luz, que nos llega con el aviso de corte de servicio y, a menos que sobornemos a sus heroicos empleados, nos cortan la luz ahí mismo.
Bueno, decíamos que después de recuperarnos de una embolia, pulmonar como fue mi caso, la vida se nos presenta hasta como de otro color. No quiero pensar en que tenemos una “segunda oportunidad”, pues eso implica un sistema de castigos y recompensas muy similar a lo que manejan las religiones.
Pero la verdad es que no es fácil sustraerse al pensamiento mágico y, así, cuando regresamos a casita después de haber estado una semana en el hospital, lo primero que pensamos es que la vida nos dio una segunda oportunidad y que debemos aprovecharla.
Lo primero que hacemos, claro, es botar las cajas de cigarros que teníamos por toda la casa. La que guardábamos en el cajón del buró para emergencias, la que teníamos en el baño para aquellos casos en que preferimos atolondrarnos con el humo del cigarro que con nuestras propias emanaciones mefíticas, la que teníamos en la alacena de la cocina para invitar a los cuates... En fin, hacemos tiradero general de cigarros, con la consciencia clara de que “nunca más” volveremos a caer en las garras del vicio.
Otro concepto que nos queda muy claro es que nuestra comida debe ser sana y debemos evitar grasas y fritangas en general. Nuestro menú se puebla de carne asada y ensaladas, mucha fruta y verdura; el te reemplaza al café y obviamente el alcohol no tiene lugar en nuestra nueva vida.
Luego nos deshacemos de todas las bolsas de comida chatarra, papitas, doritos, churritos y demás frituras de las que no podemos comer sólo una. Ya nos dijeron que, en el próximo partido de futbol, esas botanas las podremos reemplazar por tiras de zanahoria y de jícama, muy sanas, muy sanas. Sin embargo, tiempo después constataremos, quizá con cierta sorpresa, que nuestros compadres y cuates con los que solíamos ver los partidos, “ya no tienen tiempo” de venir a ver el fut a nuestra casa. Luego nos llegará el chisme de que se siguen reuniendo en casa del compadre, quien sí sabe agasajar a sus visitas con botanas de verdad. De pronto, nuestras zanahorias y jícamas pierden su encanto y empezamos a añorar no tanto las frituras, sino el ambiente en que las consumimos.
De ahí las cosas empiezan a precipitarse. Cansados de ser el blanco de burlas y chistes por no tomar con los compañeros de la oficina cuando vamos en bola a la cantina, empezamos con una cubita, “nomás para que no digan”. Al rato la cubita ya viene acompañada de un cigarro pues, francamente, sin cigarro el alcohol ni sabe. Después llegan las botanas; no las papitas y demás chatarra industrializada, sino los pesos completos de las cantinas: carnitas, chicharrón en salsa verde, frijoles, tostadas de pata, sopecitos... y a la tercera copa, la variedad de la botana aumenta, así que hay que llegarle, compañero.
Un mes después de nuestra embolia estamos de nuevo en la cantina con nuestros compañeros de la oficina, brindando por la “suerte” de habernos salvado del incidente, comentando lo cerca que estuvo el "aviso" y burlándonos un poquitín, ¿por qué no?, de los pobres diablos que no tuvieron la suerte de sobrevivir a una embolia, como nosotros. Ah, porque eso sí, nosotros somos muy machos y ningún pinche trombo nos va a venir a doblar ni, mucho menos, a decir cómo debemos de vivir. ¡Faltaba más!
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