Entro al vagón del metro y me llevo la sorpresa de que los antiguos asientos, aquellos que estaban encontrados y permitían la tertulia de los pasajeros, ahora fueron convertidos en una incómoda plancha de metal, con cinco surcos mal trazados que acomodan sendos traseros. Claro, se acomodan los traseros escuetos, delicados o magros; pero las carnes generosas de las compatriotas difícilmente encuentran acomodo en un surco que, debiendo haber sido dibujado por Botero, para dar cabida a las frondosidades latinas, más parece imaginado por Modigliani por sus formas largas y estilizadas.
Una sorpresa más, esta vez agradable: los vagones están comunicados entre sí por fuelles de hule. Esto, además de permitir el libre tránsito de uno a otro, constituye un excelente sistema de aireación. El ambiente interno ya no resulta tan sofocante como en los vagones viejos. Sólo como constancia de la memoria consigno aquí que los primeros vagones tenían asientos acolchonados, que fueron reemplazados por los incómodos de plástico debido al vandalismo de que eran víctimas continuas.
Un elemento constante, al menos en la línea dos, son los vendedores ambulantes. Cosa curiosa: haciendo caso omiso de la posibilidad de circular de un vagón a otro por los fuelles, a cada estación se bajan para ir avanzando al siguiente carro. ¿Fuerza de la costumbre o política del sindicato que los controla? Sepa la bola. Lo que sí es evidente es el respeto territorial. Nunca he visto que se traslapen dos discursos de los representantes de ventas ambulantes. Cortésmente, el recién llegado espera a que su compañero que estaba antes termine su oratoria mercadotécnica para dar inicio a la suya.
No puede decirse lo mismo de los predicadores y misioneros tocados por la divina llama de Espíritu Santo, por lo que sienten la obligación imperiosa de difundir la palabra de Dios (con mayúscula, para que no me tachen de ateo). Bueno, no sé si realmente estén tocados por el Espíritu Santo o simplemente tocados, pues el predicador asignado este sábado a la línea dos se dedicaba a ensartar una sarta de galimatías, de la que apenas pude recoger la promesa del “equilibrio de la armonía” y la seguridad del “pase automático al paraíso”, con el sencillo requisito de reforzar la fe, la cual es, como nos ilustró este aspirante a profeta tercermilenario, “el conocimiento de las sagradas escrituras”.
Que nadie diga que conoce a México y a su gente si no ha viajado en metro. Lo abigarrado de las imágenes y lo estruendoso de sus sonidos son el reflejo fiel de una nación multicultural y bullanguera. Los olores que rodean las estaciones representan todas las costumbres culinarias que surcan nuestro país. Y la gente que se arremolina en los torniquetes de entrada y salida, que hace cola ante las taquillas, que atiborra los vagones, duerme en los asientos, suda los tubos y come pepitas escupiendo las cáscaras al suelo muy quitada de la pena es el mejor corte transversal de nuestra sociedad.
Una imagen más. Cuatro niños de la calle que semidesnudos se entregan a un juego incomprensible para el simple espectador, aunque entretenidísimo para ellos. Y de remate, al pie del mostrador del Estrella de Oro, un anciano desmayado que era atendido por camilleros y policías. Los viajes ilustran, claro que sí, y un viaje al centro del infierno no podía ser la excepción.
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