Tenía tiempo de no ver a mi primo Ramiro y el otro día me topé con él en la calle. Traía aire de conspirador que quiere soltar la sopa, así que nos fuimos a una cantina para que pudiera desahogarse a gusto.
Ni te imaginas en lo que ando me dijo después de darle el primer trago a su cuba. Estamos a punto de hacer contacto con los espíritus.
No quiero presumir de psíquico, pero ya la había visto venir. Si alguno de mis conocidos era capaz de meterse en un grupo espiritista (“espiritualista”, según insistía Ramiro), era él precisamente. Su carácter melancólico y su mirada gacha son presa fácil de charlatanes de cualquier calaña. Él ya había militado en las filas de toda clase de grupos, desde cabalistas hasta cristianos fundamentalistas, si bien había evitado cuidadosamente los de corte orientalista, aduciendo que la disciplina “iba contra su naturaleza”. Con todo, no le duraba mucho el entusiasmo: tres o cuatro meses bastaban para que abandonara la secta en cuestión, acusando a maestros, guías iluminados y a uno que otro “hermano” sectario de querer manipularlo para sacarle dinero.
¿Y cuánto te cobran por hablar con los muertos?, le pregunté, recordando el inevitable aspecto pecunario de esos grupos.
Todo es por cooperación voluntaria, respondió en seguida, aunque por el movimiento de sus labios y su cara de preocupación me pude dar cuenta de que estaba haciendo sumas mentales. Mira, lo que pasa es que mi sueño siempre ha sido hablar con los espíritus.
Ya había oído esa misma frase, aplicada a diversos complementos: realizar la gran obra, cuando se metió a un grupo de alquimia, descifrar las estrellas cuando estudiaba astrología o simplemente serenar la mente y encontrarse a sí mismo cuando le dio por practicar una exótica variante de la meditación.
No pude dejar de preguntarme si a mí me interesaría hablar con algún muerto. Claro, a primera vista, puede parecer tentador comunicarnos con nuestros difuntos, en busca de respuestas a las cuestiones que nos angustian en la vida. Pero viéndolo bien, ¿es que las personas, por el simple hecho de morirse adquieren una sabiduría extraordinaria que les permita responder a todo tipo de preguntas?
Pienso, por ejemplo, en mi padre. Él tiene cuarenta años de haber muerto y, de poder hablar con él, supongo que estaría bastante desconcertado al ver todos los cambios que se han operado durante su ausencia de este mundo. Más bien yo tendría que explicarle a él muchas cosas para ponerlo al corriente de todo lo que ha pasado en este tiempo.
¿Qué podríamos preguntarle a un muerto para que nos diera una respuesta de valor? ¿Dónde estás? Vaya, ésa sería una pregunta ociosa, pues si estamos hablando con él, es obvio que sigue por aquí, penando en el inframundo, esperando que algún ocioso lo convoque para platicar con él. Y ahí está el meollo: la mayoría de la gente tiene la creencia de que al morir, la persona se va a otro lugar, el cielo, el paraíso, el infierno, qué se yo. O que reencarna en un recién nacido, que se va a otra dimensión o plano de existencia. ¿Con quién hablan los espiritistas?
Llámenme desconfiado, pero me imagino que esa comunicación con los difuntos es muy similar a los chats de Internet. Está uno todo conmovido, platicando con quien dice ser la novia que se nos murió dos semanas antes de la boda, pero resulta que en verdad es un espíritu chocarrero que está muerto de risa engañándonos.
En fin, cuando me di cuenta de que por estar sumido en mis reflexiones no había escuchado nada de lo que me había estado diciendo Ramiro, le propuse que cambiáramos el tema y pidiéramos un cubilete para dejar a los muertos en paz. A la hora de hacer cuentas y ver lo que había perdido, mi primo me prometió que luego me pagaría todo, consumo incluido, pues no quería quedarse sin el dinero de su cooperación “voluntaria” en la sesión de esa noche.
1 comentario:
inventale que creaste uno de esos grupos que le gustan y que la sede es en la cantina y así las siguientes veces, paga los tragos como si fuera la cooperación voluntaria.
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