Van apenas cinco de los trece días del torneo de Wimbledon (o “güimbeldon”, como dicen los locutores de ESPN) y ya rodaron tres cabezas grandes: Djokovic, el número tres, cayó ante el ruso Marat Safin, colocado en el número 75; María Sharapova, número dos, sucumbió ante su compatriota Alla Kudryavtseva, la número 153, y hoy, Ana Ivanovic, recién llegada de París donde ganó el Roland Garros con lo que se convirtió en la número uno, perdió en la tercera ronda contra la china Jie Zheng, clasificada en el número 133. ¿Conclusiones? El ranking engaña y, si vamos a apostar, no hay forma de ir a la segura en un deporte que depende tanto del estado de ánimo del jugador.
Por mi parte, esta semana, aunque teóricamente debía de ser de intenso raqueteo, me la he pasado practicando el deporte de sofá, sin pisar la cancha. Mis compañeros o han estado muy ocupados o están convalecientes, por lo que no he podido jugar. A ver si me repongo la próxima semana, pues salen más caras las papitas y las cervezas que las pelotas: esta afición me está llevando a la ruina.
...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
27 junio, 2008
26 junio, 2008
Teoría literaria I
El autor nunca acaba de escribir. Si hay libros publicados, es porque el autor se cansa de revisar, se da por vencido en el interminable proceso no sólo de eliminar erratas sino también de perfeccionar su obra. Todo libro publicado es una confesión de esa derrota: más que pretender hacer la novela perfecta, la aspiración es hacer otro intento, buscar otros personajes, otras situaciones, otras tramas que expresen mejor lo que quiso decir.
Claro, el primer problema del autor es tener claro lo que quiere decir. El segundo es encontrar la forma de decirlo. Y el tercero, como queda dicho, darse cuenta de si ya lo dijo o no, de si ha logrado su objetivo, de si tiene que escribir 500 cuartillas más para expresar la idea.
Por razones que no vienen al caso aquí, hace alrededor de trece años empecé a escribir unas notas que, con el tiempo, me dieron la idea de que podrían formar una novela. Esas notas y la idea sobrevivieron a varios cataclismos en mi vida: una estancia en el extranjero, varias mudanzas (cuatro, para ser exactos, en cuatro años), rupturas sentimentales, crisis laborales, desempleo y una depresión intermitente con diversos grados de profundidad.
Sin embargo, fue sólo cuando pude concretar en unas cuantas palabras el tema de la novela cuando pude dedicarme en serio a escribirla. Y terminarla. Es decir, darla por concluida después de varios meses de revisiones. El resultado me satisfizo y, por los comentarios de aquellas personas que han tenido la benevolencia de leerla en forma de borrador, al parecer es satisfactorio también para otros. Lo que de esto siga por el momento está en el limbo.
El autor muestra con orgullo la obra abandonada.
Claro, el primer problema del autor es tener claro lo que quiere decir. El segundo es encontrar la forma de decirlo. Y el tercero, como queda dicho, darse cuenta de si ya lo dijo o no, de si ha logrado su objetivo, de si tiene que escribir 500 cuartillas más para expresar la idea.
Por razones que no vienen al caso aquí, hace alrededor de trece años empecé a escribir unas notas que, con el tiempo, me dieron la idea de que podrían formar una novela. Esas notas y la idea sobrevivieron a varios cataclismos en mi vida: una estancia en el extranjero, varias mudanzas (cuatro, para ser exactos, en cuatro años), rupturas sentimentales, crisis laborales, desempleo y una depresión intermitente con diversos grados de profundidad.
Sin embargo, fue sólo cuando pude concretar en unas cuantas palabras el tema de la novela cuando pude dedicarme en serio a escribirla. Y terminarla. Es decir, darla por concluida después de varios meses de revisiones. El resultado me satisfizo y, por los comentarios de aquellas personas que han tenido la benevolencia de leerla en forma de borrador, al parecer es satisfactorio también para otros. Lo que de esto siga por el momento está en el limbo.
El autor muestra con orgullo la obra abandonada.
20 junio, 2008
Éxito a cualquier precio
Todos sabemos que la computación es un oficio muy complicado, en el que intervienen numerosas variables, cualquiera de las cuales puede fallar y hacer que el proceso deseado no se lleve a cabo. Por eso entendemos que los computólogos y sus acólitos quieran asegurarse de que cada paso se lleve a cabo conforme a lo programado. Y una de las formas de asegurarse de eso, claro, es con la redundancia en el lenguaje. Así, no les basta decir que se realizó tal o cual proceso, sino que tienen que decir que se realizó “con éxito” para convencerse de que, pese a todas sus chapuzas, lograron lo que se proponían.
Claro, esto que para la retorcida mente del computólogo es indispensable para quedarse tranquilo, para el común de los mortales resulta absurdo. Por ejemplo, copio un archivo de una carpeta a otra y, al término del proceso, veo el siguiente mensaje: “El archivo se copió exitosamente”. ¡Vaya! En realidad, con que me dijera que se copió el archivo, yo entendería que las cosas salieron bien. No me quedaría la duda de que efectivamente se hubiera copiado pero que la operación no tuvo éxito*. Y en caso de duda, podría revisar la carpeta de destino, para comprobar que ahí estuviera el archivo. Si el éxito se entiende como un resultado feliz, como la obtención de lo que se desea, pues ahí está: yo quería copiar el archivo y éste se copió. Se me hace enojosamente excesivo que hasta me feliciten por haber tenido éxito en mi empeño.
Una posibilidad: copio el archivo, pero éste no se copió exitosamente. ¿Qué quiere decir eso? Si fuera un documento de texto, por ejemplo, quizá perdió algunos párrafos en el camino; o se le cayeron los acentos por ahí o chance hasta perdió el sentido y, al leerlo, me doy cuenta de que es un galimatías, muy alejado de su intención original. Eso podría explicar las incoherencias que de repente vemos por ahí. Leemos un libro como Cristóbal nonato y pensamos: “Ajá, Carlitos copió el archivo de su novela, pero no lo copió exitosamente, por eso no se le entiende nada.”
* Esto me recuerda, a contrario sensu, el chiste aquél del médico que anuncia a los familiares que la operación fue todo un éxito, pero que el paciente falleció.
Claro, esto que para la retorcida mente del computólogo es indispensable para quedarse tranquilo, para el común de los mortales resulta absurdo. Por ejemplo, copio un archivo de una carpeta a otra y, al término del proceso, veo el siguiente mensaje: “El archivo se copió exitosamente”. ¡Vaya! En realidad, con que me dijera que se copió el archivo, yo entendería que las cosas salieron bien. No me quedaría la duda de que efectivamente se hubiera copiado pero que la operación no tuvo éxito*. Y en caso de duda, podría revisar la carpeta de destino, para comprobar que ahí estuviera el archivo. Si el éxito se entiende como un resultado feliz, como la obtención de lo que se desea, pues ahí está: yo quería copiar el archivo y éste se copió. Se me hace enojosamente excesivo que hasta me feliciten por haber tenido éxito en mi empeño.
Una posibilidad: copio el archivo, pero éste no se copió exitosamente. ¿Qué quiere decir eso? Si fuera un documento de texto, por ejemplo, quizá perdió algunos párrafos en el camino; o se le cayeron los acentos por ahí o chance hasta perdió el sentido y, al leerlo, me doy cuenta de que es un galimatías, muy alejado de su intención original. Eso podría explicar las incoherencias que de repente vemos por ahí. Leemos un libro como Cristóbal nonato y pensamos: “Ajá, Carlitos copió el archivo de su novela, pero no lo copió exitosamente, por eso no se le entiende nada.”
* Esto me recuerda, a contrario sensu, el chiste aquél del médico que anuncia a los familiares que la operación fue todo un éxito, pero que el paciente falleció.
El poder del vampiro
La guerra contra las drogas es una guerra perdida. Y lo seguirá siendo mientras no se aborde el problema de los estupefacientes en su doble dimensión: como fenómeno de un mercado ilegal y como síntoma de descomposición de las sociedades.
Hasta ahora, los esfuerzos de todos los países se han dirigido a combatir el tráfico de drogas. Pero, como cualquier otro fenómeno comercial, el narcotráfico, por muy ilegal que se pretenda, por muy proscrito que se le quiera y por muy anatemizado que se le considere, cumple puntualmente con las leyes del mercado y éste, en tanto que rector de nuestro mundo globalizado, no permite su erradicación.
El tráfico de drogas es uno de los negocios más lucrativos del planeta, quizá el mejor después de la industria de las armas y de las medicinas. ¿Por qué se quiere combatir a una industria que produce miles de millones de dólares al año, que da empleo a cientos de miles de personas y que, finalmente, distribuye un producto que es reclamado por millones de consumidores?
Vistos los magros resultados de campañas publicitarias "Di no a las drogas", como se calcó en México el "Just Say No" de Nancy Reagan, de institutos y agencias para combatir a los narcotraficantes el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas y la Dirección Estadunidense Antinarcóticos, visto el fracaso de civiles y militares, la respuesta a la anterior pregunta es que en realidad nadie quiere combatir al narcotráfico.
El narcotráfico es como los vampiros: su gran poder es que nadie cree en ellos hasta que cae víctima de su seducción. Cualquier alusión a la corrupción que produce es desechada por mendaz y descartada como atentado a las instituciones, como agravio a la Patria, como ataque doloso de los eternos enemigos.
Con las enormes ganancias que produce la venta de drogas, no es difícil imaginar cuál es su poder de seducción. El narcotráfico compra conciencias, acalla escrúpulos, establece lealtades, impone silencios y acaba dictando su voluntad desde las sombras. Nadie que se le acerque regresará impoluto.
Pero está la otra cara de las drogas: su carácter de síntoma de descomposición de una sociedad, de refugio de desesperados, de cloaca, estaríamos tentados de decir, en donde se vierten y conjugan las desilusiones y frustraciones de sectores cada vez más amplios, cada vez más diversificados.
Si el mercado globalizado impone sus reglas y no permite la erradicación del tráfico de drogas, la ideología que conlleva también permite cuando no exalta su consumo. La ganancia rápida y fácil que se persigue en el mercado se traduce en el placer instantáneo y efímero que se disfruta con las drogas.
El narcotráfico y toda su cultura están entretejidos íntimamente en la sociedad de consumo, en la ideología del mercado, en la mentalidad del "que no transa no avanza", en la falta de perspectivas en este nuevo milenio, en la noción de que ya terminó la historia y no hay nada que hacer. Esa es la red que nos tiende el vampiro y que amenaza con infectarnos a todos.
Hasta ahora, los esfuerzos de todos los países se han dirigido a combatir el tráfico de drogas. Pero, como cualquier otro fenómeno comercial, el narcotráfico, por muy ilegal que se pretenda, por muy proscrito que se le quiera y por muy anatemizado que se le considere, cumple puntualmente con las leyes del mercado y éste, en tanto que rector de nuestro mundo globalizado, no permite su erradicación.
El tráfico de drogas es uno de los negocios más lucrativos del planeta, quizá el mejor después de la industria de las armas y de las medicinas. ¿Por qué se quiere combatir a una industria que produce miles de millones de dólares al año, que da empleo a cientos de miles de personas y que, finalmente, distribuye un producto que es reclamado por millones de consumidores?
Vistos los magros resultados de campañas publicitarias "Di no a las drogas", como se calcó en México el "Just Say No" de Nancy Reagan, de institutos y agencias para combatir a los narcotraficantes el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas y la Dirección Estadunidense Antinarcóticos, visto el fracaso de civiles y militares, la respuesta a la anterior pregunta es que en realidad nadie quiere combatir al narcotráfico.
El narcotráfico es como los vampiros: su gran poder es que nadie cree en ellos hasta que cae víctima de su seducción. Cualquier alusión a la corrupción que produce es desechada por mendaz y descartada como atentado a las instituciones, como agravio a la Patria, como ataque doloso de los eternos enemigos.
Con las enormes ganancias que produce la venta de drogas, no es difícil imaginar cuál es su poder de seducción. El narcotráfico compra conciencias, acalla escrúpulos, establece lealtades, impone silencios y acaba dictando su voluntad desde las sombras. Nadie que se le acerque regresará impoluto.
Pero está la otra cara de las drogas: su carácter de síntoma de descomposición de una sociedad, de refugio de desesperados, de cloaca, estaríamos tentados de decir, en donde se vierten y conjugan las desilusiones y frustraciones de sectores cada vez más amplios, cada vez más diversificados.
Si el mercado globalizado impone sus reglas y no permite la erradicación del tráfico de drogas, la ideología que conlleva también permite cuando no exalta su consumo. La ganancia rápida y fácil que se persigue en el mercado se traduce en el placer instantáneo y efímero que se disfruta con las drogas.
El narcotráfico y toda su cultura están entretejidos íntimamente en la sociedad de consumo, en la ideología del mercado, en la mentalidad del "que no transa no avanza", en la falta de perspectivas en este nuevo milenio, en la noción de que ya terminó la historia y no hay nada que hacer. Esa es la red que nos tiende el vampiro y que amenaza con infectarnos a todos.
17 junio, 2008
Reglas de caballeros
Todo juego nos devuelve a la infancia, a esa época de nuestra vida en la que predomina el espíritu lúdico (¿natural?) del hombre. Al jugar cambiamos de identidad: una escoba nos convierte en vaqueros, la mano empuñada con el índice extendido, en policías, un juego de video en prácticamente cualquier cosa que nos presente la pantalla.
El juego es algo que debe tomarse en serio. Aunque nosotros mismos pongamos las reglas (“La coladera es la portería”), una vez establecidas éstas, son tan inviolables como las consagradas en la constitución. Todo intento de violar las reglas es visto con desagrado por los demás, pues atenta contra la naturaleza misma del juego. Saber jugar es saber seguir las reglas.
Sobra decir que los juegos más populares son los que tienen las reglas más sencillas y los que requieren menos avíos. Una superficie medianamente plana, cualquier objeto redondo y un número de jugadores repartidos más o menos equitativamente en dos equipos nos permite echar una cascarita de fucho. La misma superficie, dividida en dos por una red, complementada por un par de raquetas y una pelota, se presta para jugar tenis. ¿Alguien dijo tenis?
Jugar tenis exige de un alto grado de caballerosidad. Si uno está raqueteando con los cuates, no sólo debe desempeñarse como jugador, sino también como juez, a veces en contra de sus propios intereses. Sí, no falta quien alegue falsamente que su devolución picó en la línea o que el servicio del otro cayó fuera; pero esa actitud acaba apartándolo de los demás, que prefieren jugar con quienes no tengan problemas para aceptar los errores propios y los aciertos ajenos o, al menos, que tengan la generosidad necesaria para repetir un punto dudoso.
Claro, en los torneos siempre está el juez, cuyo veredicto es inapelable, por más que el jugador sienta que se están pisoteando sus intereses económicos (perder un punto puede significar perder varios cientos de miles de dólares) y su reputación de buen tenista. En algunos torneos se cuenta con avanzados equipos tecnológicos que permiten reproducir la trayectoria de la pelota y precisar sin lugar a dudas si la bola cayó dentro o fuera.
Pero que la bola caiga afuera no es el único caso. Como vemos en el ejemplo siguiente, un punto puede anularse en caso de que haya otra pelota en la cancha (regla 23): el juez de silla canta “let” y el punto se repite.
Claro, que Maria Shaparova exclame “Are you fucking kidding me?”, cuando el juez decide anular el punto que acababa de perder su rival, es algo que no está contemplado en el reglamento, sino más bien en las reglas de etiqueta. En fin, con todo y la amonestada, la Sharapova le ganó a la francesa Camille Pin en el abierto de Australia de 2007. Y, caballerosidad o no, hay que reconocer que soltar de vez en cuando una interjección de ese tamaño es de gran beneficio para el espíritu.
El juego es algo que debe tomarse en serio. Aunque nosotros mismos pongamos las reglas (“La coladera es la portería”), una vez establecidas éstas, son tan inviolables como las consagradas en la constitución. Todo intento de violar las reglas es visto con desagrado por los demás, pues atenta contra la naturaleza misma del juego. Saber jugar es saber seguir las reglas.
Sobra decir que los juegos más populares son los que tienen las reglas más sencillas y los que requieren menos avíos. Una superficie medianamente plana, cualquier objeto redondo y un número de jugadores repartidos más o menos equitativamente en dos equipos nos permite echar una cascarita de fucho. La misma superficie, dividida en dos por una red, complementada por un par de raquetas y una pelota, se presta para jugar tenis. ¿Alguien dijo tenis?
Jugar tenis exige de un alto grado de caballerosidad. Si uno está raqueteando con los cuates, no sólo debe desempeñarse como jugador, sino también como juez, a veces en contra de sus propios intereses. Sí, no falta quien alegue falsamente que su devolución picó en la línea o que el servicio del otro cayó fuera; pero esa actitud acaba apartándolo de los demás, que prefieren jugar con quienes no tengan problemas para aceptar los errores propios y los aciertos ajenos o, al menos, que tengan la generosidad necesaria para repetir un punto dudoso.
Claro, en los torneos siempre está el juez, cuyo veredicto es inapelable, por más que el jugador sienta que se están pisoteando sus intereses económicos (perder un punto puede significar perder varios cientos de miles de dólares) y su reputación de buen tenista. En algunos torneos se cuenta con avanzados equipos tecnológicos que permiten reproducir la trayectoria de la pelota y precisar sin lugar a dudas si la bola cayó dentro o fuera.
Pero que la bola caiga afuera no es el único caso. Como vemos en el ejemplo siguiente, un punto puede anularse en caso de que haya otra pelota en la cancha (regla 23): el juez de silla canta “let” y el punto se repite.
Claro, que Maria Shaparova exclame “Are you fucking kidding me?”, cuando el juez decide anular el punto que acababa de perder su rival, es algo que no está contemplado en el reglamento, sino más bien en las reglas de etiqueta. En fin, con todo y la amonestada, la Sharapova le ganó a la francesa Camille Pin en el abierto de Australia de 2007. Y, caballerosidad o no, hay que reconocer que soltar de vez en cuando una interjección de ese tamaño es de gran beneficio para el espíritu.
09 junio, 2008
Misterios médicos
Llevo todo lo que va del año traduciendo textos de divulgación médica, y ni así entiendo a House cuando se pone a discutir tecnicismos con sus achichincles. ¿Por qué una serie sobre un doctor tan patán ‑al que estoy seguro que muy pocos entienden‑ tiene tanto éxito? Misterios de la vida.
Otro de los grandes misterios que me acosan estos días es precisamente el de la medicina, seguramente por influencia de mi trabajo. Estoy obligado por contrato a no revelar detalles de lo que traduzco, pero no puedo dejar de hacer en público esta pregunta, pues después de leer tanta cosa, la duda no me deja dormir. ¿Qué es lo que nos cura exactamente? Leer las indicaciones que vienen con los medicamentos, los instructivos y demás folletería no ayuda en nada. Lo único que dicen es que la pomada, la píldora, el jarabe, el ungüento y demás menjurjes ayudan en el tratamiento. ¿Ayudan? ¿A quién ayudan?
El peluquero nos corta el pelo y su chícharo lo ayuda. El padrecito da la misa y el monaguillo lo ayuda. El cirujano nos opera y la enfermera lo ayuda. El notario elabora unas escrituras y su pasantito lo ayuda. Eso está claro. Pero uno tiene pie de atleta y se quiere curar. Va a la farmacia, pide algún específico y, lo primero que dice la cajita es que se trata de un auxiliar en el tratamiento de la micosis. ¡Maldita sea! Yo no quiero un simple auxiliar, ¡quiero the real thing! Es como si quisieran que una beata se conformara con una misa dicha por el acólito.
05 junio, 2008
Relaciones interpersonales en los tiempos tecnológicos
Todo mundo sabe y dice que hay que cultivar las relaciones humanas; que no hay que dejarlas morir de olvido, hay que nutrirlas y cuidarlas como cualquier planta. Eso está muy bien. Pero en este mundo matraca en que nos tocó vivir, ese cultivo se complica al grado de volverse (casi) imposible. Ya que las distancias y la falta de tiempo son de los principales obstáculos para fomentar las relaciones personales, uno pensaría que el teléfono vendría a remediar eso y que, por lo menos podríamos reforzar los lazos con ese recurso. Los siguientes ejemplos ilustran hasta qué punto estábamos engañados.
Un ejemplo extraído de la vida real: estoy hablando por teléfono con un amigo, platicando ligeramente sólo por conversar, por nutrir esa amistad. De pronto, él me dice que me espere, pues le está entrando otra llamada. Se oyen los ruidos característicos de los botones del teléfono al ser oprimidos y luego, el tono de marcar. Hasta ahí llegó la llamada. El zonzo no supo qué botón apachurrar para ponerme en espera y me cortó. Le vuelvo a llamar y él se deshace en disculpas, claro, echándole la culpa al aparato que, por lo visto, es de una complicación que supera sus capacidades técnicas, pese a que él es ingeniero y se dedica a la computación. Nada vale con estos inventos del demonio.
Segundo ejemplo, también sacado de la vida real. Voy en el coche con mi hijo, hablando de planes, sueños y demás temas profundos. Me siento inspirado y estoy a punto de soltar una de esas frases que son capaces de cambiar el curso de la historia cuando, en eso, suena su teléfono celular. Él se limita a levantar el índice para ordenarme silencio, a llevarse el aparato a la oreja, a agachar la cabeza, como si eso le diera la privacidad necesaria para hablar con el inoportuno telefonista, y se clava en una cháchara de varios minutos, de cuya naturaleza mi natural discreción me impide enterarme. Nuestra conversación de corazón a corazón, naturalmente, valió gorro.
Último ejemplo para no cansar al agobiado lector. Marco el número de mi hermana y, tras sonar varias veces, me contesta la grabadora. Una voz en inglés me pide que deje un mensaje. No me sorprende: recuerdo haber oído a mi hermana contar que compró su aparato en la fayuca y que, por más intentos que ha hecho, no ha podido cambiar el saludo que viene de fábrica. Me felicito mentalmente por haber comprado Inglés para todos, pues así puedo entender que, después del tono, debo dejar mi recado. Es en vano. Días después, cuando me encuentro a mi hermana en casa de mi madre y le comento que le he estado dejando recados en su contestadora sin recibir ninguna respuesta, ella me confiesa que aún no ha averiguado cómo escuchar los mensajes; se hace bolas, dice, con los 27 botones de la máquina y lo único que ha logrado hasta la fecha es borrarlos con la tecla que ella supone que sirve para reproducirlos.
No soy luddita ni reniego de los avances tecnológicos. Todo lo contrario: si alguien me asegura que me estuvo llamando y el identificador de llamadas no reporta ninguna, dudo más de las palabras de mi interlocutor que de la capacidad de mi aparato. La tenebrosa zozobra que me invade, pues, es que lejos de ser inepta con las nuevas tecnologías, la gente las pone de pretexto para eludir sus compromisos sociales.
Un ejemplo extraído de la vida real: estoy hablando por teléfono con un amigo, platicando ligeramente sólo por conversar, por nutrir esa amistad. De pronto, él me dice que me espere, pues le está entrando otra llamada. Se oyen los ruidos característicos de los botones del teléfono al ser oprimidos y luego, el tono de marcar. Hasta ahí llegó la llamada. El zonzo no supo qué botón apachurrar para ponerme en espera y me cortó. Le vuelvo a llamar y él se deshace en disculpas, claro, echándole la culpa al aparato que, por lo visto, es de una complicación que supera sus capacidades técnicas, pese a que él es ingeniero y se dedica a la computación. Nada vale con estos inventos del demonio.
Segundo ejemplo, también sacado de la vida real. Voy en el coche con mi hijo, hablando de planes, sueños y demás temas profundos. Me siento inspirado y estoy a punto de soltar una de esas frases que son capaces de cambiar el curso de la historia cuando, en eso, suena su teléfono celular. Él se limita a levantar el índice para ordenarme silencio, a llevarse el aparato a la oreja, a agachar la cabeza, como si eso le diera la privacidad necesaria para hablar con el inoportuno telefonista, y se clava en una cháchara de varios minutos, de cuya naturaleza mi natural discreción me impide enterarme. Nuestra conversación de corazón a corazón, naturalmente, valió gorro.
Último ejemplo para no cansar al agobiado lector. Marco el número de mi hermana y, tras sonar varias veces, me contesta la grabadora. Una voz en inglés me pide que deje un mensaje. No me sorprende: recuerdo haber oído a mi hermana contar que compró su aparato en la fayuca y que, por más intentos que ha hecho, no ha podido cambiar el saludo que viene de fábrica. Me felicito mentalmente por haber comprado Inglés para todos, pues así puedo entender que, después del tono, debo dejar mi recado. Es en vano. Días después, cuando me encuentro a mi hermana en casa de mi madre y le comento que le he estado dejando recados en su contestadora sin recibir ninguna respuesta, ella me confiesa que aún no ha averiguado cómo escuchar los mensajes; se hace bolas, dice, con los 27 botones de la máquina y lo único que ha logrado hasta la fecha es borrarlos con la tecla que ella supone que sirve para reproducirlos.
No soy luddita ni reniego de los avances tecnológicos. Todo lo contrario: si alguien me asegura que me estuvo llamando y el identificador de llamadas no reporta ninguna, dudo más de las palabras de mi interlocutor que de la capacidad de mi aparato. La tenebrosa zozobra que me invade, pues, es que lejos de ser inepta con las nuevas tecnologías, la gente las pone de pretexto para eludir sus compromisos sociales.
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