...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
03 septiembre, 2010
18 mayo, 2010
El país a la hora de la inseguridad
Optimista, la familia de Fernández de Cevallos llama a sus presuntos captores a negociar. Claro, tiene la confianza de poder satisfacer cualquier demanda económica, por exorbitante que pudiera parecer al común de los mortales. En alguna parte ya estará levantado el inventario los de casos en los que la víctima de un secuestro, incapaz de pagar su rescate, acabó rindiendo cuentas a su Creador. Y la desigualdad en la desgracia no puede más que sublevar a la gran mayoría de compatriotas.
Pero hay otros resultados posibles, otros "escenarios" como gustan de decir los que se rinden a la dominación del inglés. Que el cuerpo del ex diputado, ex senador, ex candidato presidencial y siempre abogado topillero aparezca sin vida al lado de algún camino vecinal queretense, cosido a balazos, desmembrado a machetazos o victimado de alguna otra más manera más imaginativa. Claro, siempre cabe la posibilidad de que aparezca de pronto, diciendo que no estaba muerto, sino que andaba de parranda. Pero no creo que ni siquiera su familia cobije tan remota esperanza.
Nadie debería de alegrarse de su desaparición, por supuesto. Un caso como éste constituye una tragedia para la víctima, sus familiares y allegados en la que nadie puede encontrar motivos de regocijo. Sin embargo, los turbios antecedentes del principal afectado han matizado declaraciones y reacciones, sin faltar quien afirme que la ausencia del torvo político-abogado-empresario será benéfica para el país. No podría secundar esta afirmación, no sólo por falta de datos precisos y confiables, sino porque, en términos más generales, no creo que la situación del país sea obra de un solo hombre. Vamos, ni siquiera el siniestro Fecalín podría ser tildado de responsable de todo (aunque su política de "seguridad", especialmente en el combate al narco, sea la causa principal de la inseguridad en que vivimos, muestra fehaciente de la cual la tenemos precisamente en el caso de Fernández de Cevallos).
Pienso que el país necesita más ciudadanos y menos políticos, más personas que actúen por su cuenta y que no dependan de las decisiones del gobierno para remediar su propia situación y la de sus allegados. Menos personas que culpen de todo a los políticos y, sobre todo, muchas menos personas que no esperen que esa ralea, corrupta, miope y egoísta, será la que a final de cuentas salvará al país y a su pueblo.
Pero hay otros resultados posibles, otros "escenarios" como gustan de decir los que se rinden a la dominación del inglés. Que el cuerpo del ex diputado, ex senador, ex candidato presidencial y siempre abogado topillero aparezca sin vida al lado de algún camino vecinal queretense, cosido a balazos, desmembrado a machetazos o victimado de alguna otra más manera más imaginativa. Claro, siempre cabe la posibilidad de que aparezca de pronto, diciendo que no estaba muerto, sino que andaba de parranda. Pero no creo que ni siquiera su familia cobije tan remota esperanza.
Nadie debería de alegrarse de su desaparición, por supuesto. Un caso como éste constituye una tragedia para la víctima, sus familiares y allegados en la que nadie puede encontrar motivos de regocijo. Sin embargo, los turbios antecedentes del principal afectado han matizado declaraciones y reacciones, sin faltar quien afirme que la ausencia del torvo político-abogado-empresario será benéfica para el país. No podría secundar esta afirmación, no sólo por falta de datos precisos y confiables, sino porque, en términos más generales, no creo que la situación del país sea obra de un solo hombre. Vamos, ni siquiera el siniestro Fecalín podría ser tildado de responsable de todo (aunque su política de "seguridad", especialmente en el combate al narco, sea la causa principal de la inseguridad en que vivimos, muestra fehaciente de la cual la tenemos precisamente en el caso de Fernández de Cevallos).
Pienso que el país necesita más ciudadanos y menos políticos, más personas que actúen por su cuenta y que no dependan de las decisiones del gobierno para remediar su propia situación y la de sus allegados. Menos personas que culpen de todo a los políticos y, sobre todo, muchas menos personas que no esperen que esa ralea, corrupta, miope y egoísta, será la que a final de cuentas salvará al país y a su pueblo.
04 mayo, 2010
Preparación para la vida
Nos pasamos toda la vida preparándonos. Esta preparación empieza desde que somos pequeños: ya en la cuna aprendemos a chillar para que nos alimenten. Después vendrá todo lo demás. Hay que aprender un idioma completo desde cero, sin que tengamos la más remota idea de la diferencia entre substantivos y verbos, ya no digamos de sus modelos de conjugación y declinación. Tenemos que aprender a caminar, cuando las piernitas apenas dan para sostenernos. Aprendemos a reconocer esa extraña sensación en las tripas y a «avisar» para que alguna alma caritativa nos lleve al baño. Tenemos que aprender a movernos en un mundo diseñado para gente varias veces más grande que nosotros; así aprendemos a apilar cajas en las sillas para alcanzar la caja de las galletas que la mamá guarda en lo alto de la alacena.
Todo esto lo soportamos porque, se nos dice, nos estamos «preparando». A la edad reglamentaria nos despachan a la escuela, a atiborrarnos la cabeza de números y operaciones, fechas y nombres, fechas y eventos, eventos y nombres. Aprendemos a relacionar el nombre de Hidalgo, con el evento de la independencia y la fecha de 1810. Memorizamos tablas de sumar y de multiplicar, los ríos de América, las capitales de Europa, los planetas de nuestro sistema solar. Memorizamos el Himno Nacional y aprendemos a marchar ordenadamente en nuestra fila el día de honores a la bandera.
Salimos de la escuela con la engañosa sensación de que ya terminamos de aprender, pero luego nos salen con que «hay que aprender de las experiencias». No quiero discutir aquí el dudoso valor de sacar lecciones de experiencias que, por ser éstas únicas e irrepetibles, serán lecciones que jamás nos van a servir. No, la cosa es aprender. «Madurar», dicen otros; «crecer», en la expresión de los más inclinados a la terminología psicologista divulgada por el Dr. Phil e imitadores.
Entonces también hay que aprender a convivir: con la familia, los amigos, los vecinos, los conocidos, los extraños que pasan a nuestro lado por la calle. Aprendemos a no golpearlos cuando nos irritan, a no insultarlos cuando ponen el radio a todo volumen, a no soltarnos en improperios cuando tropiezan con nosotros al bajar del camión. Adquirimos la capacidad necesaria para participar de una reunión, para platicar de intrascendencias o profundidades, para intercambiar raquetazos en la cancha y fingir que nos va la vida en la trayectoria que siga una pelota.
La vida sigue su curso y jamás le vemos el final a la dichosa «preparación». ¿Algún atribulado por ahí se habrá detenido a pensar para qué se está preparando tanto? Lo ignoro. Hasta ahora nadie ha sido el valiente que haya revelado tamaño misterio. Pero la perspectiva no es tan sombría. Tengo la seguridad de que llegará el momento en que pueda sentirme totalmente preparado para la vida. Ése será el momento de mi muerte.
Todo esto lo soportamos porque, se nos dice, nos estamos «preparando». A la edad reglamentaria nos despachan a la escuela, a atiborrarnos la cabeza de números y operaciones, fechas y nombres, fechas y eventos, eventos y nombres. Aprendemos a relacionar el nombre de Hidalgo, con el evento de la independencia y la fecha de 1810. Memorizamos tablas de sumar y de multiplicar, los ríos de América, las capitales de Europa, los planetas de nuestro sistema solar. Memorizamos el Himno Nacional y aprendemos a marchar ordenadamente en nuestra fila el día de honores a la bandera.
Salimos de la escuela con la engañosa sensación de que ya terminamos de aprender, pero luego nos salen con que «hay que aprender de las experiencias». No quiero discutir aquí el dudoso valor de sacar lecciones de experiencias que, por ser éstas únicas e irrepetibles, serán lecciones que jamás nos van a servir. No, la cosa es aprender. «Madurar», dicen otros; «crecer», en la expresión de los más inclinados a la terminología psicologista divulgada por el Dr. Phil e imitadores.
Entonces también hay que aprender a convivir: con la familia, los amigos, los vecinos, los conocidos, los extraños que pasan a nuestro lado por la calle. Aprendemos a no golpearlos cuando nos irritan, a no insultarlos cuando ponen el radio a todo volumen, a no soltarnos en improperios cuando tropiezan con nosotros al bajar del camión. Adquirimos la capacidad necesaria para participar de una reunión, para platicar de intrascendencias o profundidades, para intercambiar raquetazos en la cancha y fingir que nos va la vida en la trayectoria que siga una pelota.
La vida sigue su curso y jamás le vemos el final a la dichosa «preparación». ¿Algún atribulado por ahí se habrá detenido a pensar para qué se está preparando tanto? Lo ignoro. Hasta ahora nadie ha sido el valiente que haya revelado tamaño misterio. Pero la perspectiva no es tan sombría. Tengo la seguridad de que llegará el momento en que pueda sentirme totalmente preparado para la vida. Ése será el momento de mi muerte.
26 abril, 2010
Universalidad de la pedofilia
Resultaría muy fácil y simplista atribuir al celibato la pedofilia de los sacerdotes, cuyo descubrimiento, caso tras caso, país por país, últimamente ha sacudido a la jerarquía católica y confundido a sus fieles. Pero las cosas no son tan sencillas. Es obvio que la pedofilia no es una desviación propia del sacerdocio católico. En Europa, por ejemplo, prospera una bien organizada y protegida industria del turismo sexual, que lleva a respetables empresarios a satisfacer sus instintos con jovencitos del sureste asiático.
No, el celibato sacerdotal no es el único factor a considerar al analizar este trágico fenómeno. Podemos tener la seguridad de que, aun casado, un sacerdote pervertido por lo menos intentaría seducir a los menores a su cargo. La pedofilia no sólo satisface la lujuria por un cuerpo joven sino también y sobre todo el ansia de poder: la sensación de control que obtiene alguien con autoridad al someter a su víctima. Y la sumisión a sus vejaciones sexuales es, por así decirlo, la manifestación más acabada de esa sensación. El menor literalmente le entrega todo lo que tiene, su cuerpo y su dignidad humana, y el verdugo no puede concebir mayor satisfacción que ésa. Con un tronar de dedos puede obtenerlo todo. ¿Qué más puede pedir?
Pero también es innegable que la moral católica centrada en la condena a toda la sexualidad en su conjunto juega un importante papel en esto. Y el caso de los sacerdotes, sometidos a la obligación de sublimar su libido a nombre de un ideal espiritual, no puede ser más precario. En efecto, a un humilde curita de pueblo se le piden proezas que sólo los santos alcanzaron (al menos en la doctrina oficial). Armados con un débil conocimiento teológico y una embarrada de latín, los sacerdotes son enviados por el mundo, a redimir a una grey que pone en ellos más fe de la que ellos mismos sienten por sí mismos.
Hasta ahora no se han hecho escuchar aquellos sacerdotes no involucrados en estos lamentables hechos y que necesariamente constituyen una abrumadora mayoría. Este silencio se apega a la política de comunicación del Vaticano en general: aquello que no se menciona no existe o, al menos, tiene más probabilidades de desaparecer. Si Dios creó al Universo con la fuerza del verbo, la Iglesia Católica quiere hacer desaparecer sus problemas a fuerza de silencio.
Pero no sería muy aventurado conjeturar la vergüenza que han de sentir esos miles de sacerdotes al ver la explosión de estos escándalos: ver a sus hermanos en el sacerdocio sucumbir a la tentación de la carne; a sus superiores, los obispos (incluso el de Roma, también conocido como papa o sumo pontífice), encubriendo esto que no es sólo un pecado cuyo juicio incumbe a Dios, sino un delito tipificado y castigado por las leyes humanas, lo cual los vuelve cómplices y, en cierta medida, tan delincuentes y ruines como los pedófilos a los que protegen. Malos aires soplan para esta iglesia que parece haber perdido todo contacto con el mundo real, ese mundo al que dice querer redimir.
No, el celibato sacerdotal no es el único factor a considerar al analizar este trágico fenómeno. Podemos tener la seguridad de que, aun casado, un sacerdote pervertido por lo menos intentaría seducir a los menores a su cargo. La pedofilia no sólo satisface la lujuria por un cuerpo joven sino también y sobre todo el ansia de poder: la sensación de control que obtiene alguien con autoridad al someter a su víctima. Y la sumisión a sus vejaciones sexuales es, por así decirlo, la manifestación más acabada de esa sensación. El menor literalmente le entrega todo lo que tiene, su cuerpo y su dignidad humana, y el verdugo no puede concebir mayor satisfacción que ésa. Con un tronar de dedos puede obtenerlo todo. ¿Qué más puede pedir?
Pero también es innegable que la moral católica centrada en la condena a toda la sexualidad en su conjunto juega un importante papel en esto. Y el caso de los sacerdotes, sometidos a la obligación de sublimar su libido a nombre de un ideal espiritual, no puede ser más precario. En efecto, a un humilde curita de pueblo se le piden proezas que sólo los santos alcanzaron (al menos en la doctrina oficial). Armados con un débil conocimiento teológico y una embarrada de latín, los sacerdotes son enviados por el mundo, a redimir a una grey que pone en ellos más fe de la que ellos mismos sienten por sí mismos.
Hasta ahora no se han hecho escuchar aquellos sacerdotes no involucrados en estos lamentables hechos y que necesariamente constituyen una abrumadora mayoría. Este silencio se apega a la política de comunicación del Vaticano en general: aquello que no se menciona no existe o, al menos, tiene más probabilidades de desaparecer. Si Dios creó al Universo con la fuerza del verbo, la Iglesia Católica quiere hacer desaparecer sus problemas a fuerza de silencio.
Pero no sería muy aventurado conjeturar la vergüenza que han de sentir esos miles de sacerdotes al ver la explosión de estos escándalos: ver a sus hermanos en el sacerdocio sucumbir a la tentación de la carne; a sus superiores, los obispos (incluso el de Roma, también conocido como papa o sumo pontífice), encubriendo esto que no es sólo un pecado cuyo juicio incumbe a Dios, sino un delito tipificado y castigado por las leyes humanas, lo cual los vuelve cómplices y, en cierta medida, tan delincuentes y ruines como los pedófilos a los que protegen. Malos aires soplan para esta iglesia que parece haber perdido todo contacto con el mundo real, ese mundo al que dice querer redimir.
10 abril, 2010
Número equivocado
Estaba una tarde muy quitado de la pena, espulgándome las verijas, cuando de pronto sonó el teléfono.
¿El consultorio de la doctora Cárdenas? preguntó una voz gangosa al otro lado de la línea.
No, ésta es una casa particular.
Disculpe, número equivocado, repuso lacónicamente la voz y colgó.
¿«Número equivocado»? ¿Qué tiene de equivocado mi número? Que yo sepa, nunca se ha equivocado; quien quiere llamarme, lo marca y se comunica conmigo sin equivocación. Si alguien se equivocó en este episodio es sin duda el paciente de la susodicha doctora, no mi teléfono ni, mucho menos, este tecleador.
Pero así va la vida. Y a riesgo de que me llamen «semántico-materialista», he de agregar que esa forma de hablar es muy reveladora de una mentalidad que trata de eludir responsabilidades. «Yo no me equivoqué; fue el teléfono», dice alguien para justificar su error, cometido seguramente por marcar números con el mismo dedo que usa para picarse la nariz. Sería imposible que alguna vez oyéramos lo siguiente: «Disculpe, me equivoqué de número.» Imposible, pero sería lo correcto pues, repito, los números no tienen ni siquiera la posibilidad de equivocarse.
Lo mismo oímos cuando se habla de la víctima de una bala perdida: «Estaba en el lugar equivocado.» En estos casos, que implican la pérdida de una vida o al menos un atentado grave contra su integridad, el contrasentido es aun mayor. Un pistolero sea policía, militar o simple bandido dispara a ciegas y, como consecuencia, cae abatido un joven. ¡Ah! Pero en ese caso, se nos dice, no fue el agresor el causante del atropello: el lugar estaba «equivocado». ¡Maldito lugar! Clausúrenlo para que le sirva de escarmiento y no vuelva a equivocarse, causando la muerte de personas inocentes.
Y hablando de accidentes, esta mañana ocurrió uno que viene a confirmar el retorcido sentido del humor que tiene la Historia (sí, con mayúscula). Hace setenta años, en 1940, la élite del ejército polaco fue aniquilada por órdenes de Stalin. El grueso de esos asesinatos fue cometido en el bosque de Katyn, en el occidente de Rusia, cerca de la ciudad de Smolensk. Cuando el ejército alemán, en su retirada, descubrió la carnicería, los soviéticos rápidamente acusaron a los nazis de haberla perpetrado. Esa versión se mantuvo hasta que la glasnost de Mijaíl Gorbachov le permitió a éste reconocer la responsabilidad soviética. (Sí, podríamos decir que los 22,000 oficiales polacos estuvieron no sólo en el «lugar equivocado», sino también en el «momento equivocado». ¿A quién se le ocurre ser un oficial polaco en tiempos de Stalin?). Y hoy, por primera vez, se iba a realizar un homenaje a las víctimas, tan oficial que en él iba a participar el primer ministro ruso Vladimir Putin.
Pero hablábamos del retorcido sentido del humor de la Historia: al querer aterrizar en Smolensk, el avión que llevaba al presidente Lech Kacsynski, entre otros altos funcionarios, falló la maniobra, se estrelló y en el accidente perecieron todos los ocupantes. Entre éstos, además del presidente polaco, estaba el director del banco central, el jefe del estado mayor, familiares de las víctimas de la matanza de Katyn y numerosos intelectuales. «Es un lugar maldito», aseguró el ex presidente Aleksandr Kwasniewski. Menos mal que no dijo que es un «lugar equivocado».
¿El consultorio de la doctora Cárdenas? preguntó una voz gangosa al otro lado de la línea.
No, ésta es una casa particular.
Disculpe, número equivocado, repuso lacónicamente la voz y colgó.
¿«Número equivocado»? ¿Qué tiene de equivocado mi número? Que yo sepa, nunca se ha equivocado; quien quiere llamarme, lo marca y se comunica conmigo sin equivocación. Si alguien se equivocó en este episodio es sin duda el paciente de la susodicha doctora, no mi teléfono ni, mucho menos, este tecleador.
Pero así va la vida. Y a riesgo de que me llamen «semántico-materialista», he de agregar que esa forma de hablar es muy reveladora de una mentalidad que trata de eludir responsabilidades. «Yo no me equivoqué; fue el teléfono», dice alguien para justificar su error, cometido seguramente por marcar números con el mismo dedo que usa para picarse la nariz. Sería imposible que alguna vez oyéramos lo siguiente: «Disculpe, me equivoqué de número.» Imposible, pero sería lo correcto pues, repito, los números no tienen ni siquiera la posibilidad de equivocarse.
Lo mismo oímos cuando se habla de la víctima de una bala perdida: «Estaba en el lugar equivocado.» En estos casos, que implican la pérdida de una vida o al menos un atentado grave contra su integridad, el contrasentido es aun mayor. Un pistolero sea policía, militar o simple bandido dispara a ciegas y, como consecuencia, cae abatido un joven. ¡Ah! Pero en ese caso, se nos dice, no fue el agresor el causante del atropello: el lugar estaba «equivocado». ¡Maldito lugar! Clausúrenlo para que le sirva de escarmiento y no vuelva a equivocarse, causando la muerte de personas inocentes.
Y hablando de accidentes, esta mañana ocurrió uno que viene a confirmar el retorcido sentido del humor que tiene la Historia (sí, con mayúscula). Hace setenta años, en 1940, la élite del ejército polaco fue aniquilada por órdenes de Stalin. El grueso de esos asesinatos fue cometido en el bosque de Katyn, en el occidente de Rusia, cerca de la ciudad de Smolensk. Cuando el ejército alemán, en su retirada, descubrió la carnicería, los soviéticos rápidamente acusaron a los nazis de haberla perpetrado. Esa versión se mantuvo hasta que la glasnost de Mijaíl Gorbachov le permitió a éste reconocer la responsabilidad soviética. (Sí, podríamos decir que los 22,000 oficiales polacos estuvieron no sólo en el «lugar equivocado», sino también en el «momento equivocado». ¿A quién se le ocurre ser un oficial polaco en tiempos de Stalin?). Y hoy, por primera vez, se iba a realizar un homenaje a las víctimas, tan oficial que en él iba a participar el primer ministro ruso Vladimir Putin.
Pero hablábamos del retorcido sentido del humor de la Historia: al querer aterrizar en Smolensk, el avión que llevaba al presidente Lech Kacsynski, entre otros altos funcionarios, falló la maniobra, se estrelló y en el accidente perecieron todos los ocupantes. Entre éstos, además del presidente polaco, estaba el director del banco central, el jefe del estado mayor, familiares de las víctimas de la matanza de Katyn y numerosos intelectuales. «Es un lugar maldito», aseguró el ex presidente Aleksandr Kwasniewski. Menos mal que no dijo que es un «lugar equivocado».
03 abril, 2010
Sábado de devociones
Este año había pensado en iniciar mis devociones pascuales recetándome por televisión Los diez mandamientos. Sin embargo, pese a todo el respeto que me inspira ese bodrio pionero de los efectos especiales, no pude aguantarlo más de veinte minutos. Definitivamente no puede comulgar con semejantes ruedas de molino. Si el texto bíblico es dudoso como fuente histórica, como libreto cinematográfico viene quedando 'ora sí que muy por debajo de los engendros perpetrados por el recién desaparecido Mauricio Kleiff, zar del guionismo en la telera mexicana por muchos años.
En todo caso, para no perder la costumbre, el viernes santo me desayuné con Jesucristo Superestrella, visión un tanto más humana de la tragedia del Gólgota. Bueno, en realidad me desayuné unas gorditas de chales; la película me sirvió de acompañamiento en el proceso de deglutirlas.
Y es que las cosas no están para andar de devotos, muchos menos para un ateo como el suscrito. Ahora que se ha revelado que los padrecitos entendían muy a su manera el precepto evangélico de «dejad que los niños se acerquen a mí» (acercándose más bien los curas a los chamacos que se mostraban un poco rejegos), la fe de los creyentes anda por los suelos. Y entretanto, el Vaticano se anda por las ramas. El escándalo ha salpicado al mismísimo Trono de San Pedro, pero su ocupante, acusado de haberse hecho de la vista gorda ante las denuncias de pedofilia en el clero, adopta la misma actitud de los políticos mexicanos señalados por corruptos y por sus vínculos con el narcotráfico: toda duda lanzada sobre la honorabilidad del susodicho es un complot contra la patria, un ataque a la religión, una ofensa gravísima contra Dios. Así, no se ocupa en desmentir los reportajes de The New York Times que documentan debidamente el delito de encubrimiento, sino que acusa a la prensa de montar una campaña contra la fe. Y en el fondo ha de lamentar no tener a la mano a la Unión Soviética para achacar al comunismo ateo ser el origen de todos esos infundios.
Lejos están la vigilia, los ayunos y la visita a las siete casas, el rezo del rosario y el ambiente de contrición que reinaba esta temporada de Semana Santa cuando este tecleador estaba en su infancia. ¡Afortunadamente! En fin, es Sábado de Gloria y ya que me toca baño, me paso a retirar con su venia.
En todo caso, para no perder la costumbre, el viernes santo me desayuné con Jesucristo Superestrella, visión un tanto más humana de la tragedia del Gólgota. Bueno, en realidad me desayuné unas gorditas de chales; la película me sirvió de acompañamiento en el proceso de deglutirlas.
Y es que las cosas no están para andar de devotos, muchos menos para un ateo como el suscrito. Ahora que se ha revelado que los padrecitos entendían muy a su manera el precepto evangélico de «dejad que los niños se acerquen a mí» (acercándose más bien los curas a los chamacos que se mostraban un poco rejegos), la fe de los creyentes anda por los suelos. Y entretanto, el Vaticano se anda por las ramas. El escándalo ha salpicado al mismísimo Trono de San Pedro, pero su ocupante, acusado de haberse hecho de la vista gorda ante las denuncias de pedofilia en el clero, adopta la misma actitud de los políticos mexicanos señalados por corruptos y por sus vínculos con el narcotráfico: toda duda lanzada sobre la honorabilidad del susodicho es un complot contra la patria, un ataque a la religión, una ofensa gravísima contra Dios. Así, no se ocupa en desmentir los reportajes de The New York Times que documentan debidamente el delito de encubrimiento, sino que acusa a la prensa de montar una campaña contra la fe. Y en el fondo ha de lamentar no tener a la mano a la Unión Soviética para achacar al comunismo ateo ser el origen de todos esos infundios.
Lejos están la vigilia, los ayunos y la visita a las siete casas, el rezo del rosario y el ambiente de contrición que reinaba esta temporada de Semana Santa cuando este tecleador estaba en su infancia. ¡Afortunadamente! En fin, es Sábado de Gloria y ya que me toca baño, me paso a retirar con su venia.
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