Nos pasamos toda la vida preparándonos. Esta preparación empieza desde que somos pequeños: ya en la cuna aprendemos a chillar para que nos alimenten. Después vendrá todo lo demás. Hay que aprender un idioma completo desde cero, sin que tengamos la más remota idea de la diferencia entre substantivos y verbos, ya no digamos de sus modelos de conjugación y declinación. Tenemos que aprender a caminar, cuando las piernitas apenas dan para sostenernos. Aprendemos a reconocer esa extraña sensación en las tripas y a «avisar» para que alguna alma caritativa nos lleve al baño. Tenemos que aprender a movernos en un mundo diseñado para gente varias veces más grande que nosotros; así aprendemos a apilar cajas en las sillas para alcanzar la caja de las galletas que la mamá guarda en lo alto de la alacena.
Todo esto lo soportamos porque, se nos dice, nos estamos «preparando». A la edad reglamentaria nos despachan a la escuela, a atiborrarnos la cabeza de números y operaciones, fechas y nombres, fechas y eventos, eventos y nombres. Aprendemos a relacionar el nombre de Hidalgo, con el evento de la independencia y la fecha de 1810. Memorizamos tablas de sumar y de multiplicar, los ríos de América, las capitales de Europa, los planetas de nuestro sistema solar. Memorizamos el Himno Nacional y aprendemos a marchar ordenadamente en nuestra fila el día de honores a la bandera.
Salimos de la escuela con la engañosa sensación de que ya terminamos de aprender, pero luego nos salen con que «hay que aprender de las experiencias». No quiero discutir aquí el dudoso valor de sacar lecciones de experiencias que, por ser éstas únicas e irrepetibles, serán lecciones que jamás nos van a servir. No, la cosa es aprender. «Madurar», dicen otros; «crecer», en la expresión de los más inclinados a la terminología psicologista divulgada por el Dr. Phil e imitadores.
Entonces también hay que aprender a convivir: con la familia, los amigos, los vecinos, los conocidos, los extraños que pasan a nuestro lado por la calle. Aprendemos a no golpearlos cuando nos irritan, a no insultarlos cuando ponen el radio a todo volumen, a no soltarnos en improperios cuando tropiezan con nosotros al bajar del camión. Adquirimos la capacidad necesaria para participar de una reunión, para platicar de intrascendencias o profundidades, para intercambiar raquetazos en la cancha y fingir que nos va la vida en la trayectoria que siga una pelota.
La vida sigue su curso y jamás le vemos el final a la dichosa «preparación». ¿Algún atribulado por ahí se habrá detenido a pensar para qué se está preparando tanto? Lo ignoro. Hasta ahora nadie ha sido el valiente que haya revelado tamaño misterio. Pero la perspectiva no es tan sombría. Tengo la seguridad de que llegará el momento en que pueda sentirme totalmente preparado para la vida. Ése será el momento de mi muerte.
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