Resultaría muy fácil y simplista atribuir al celibato la pedofilia de los sacerdotes, cuyo descubrimiento, caso tras caso, país por país, últimamente ha sacudido a la jerarquía católica y confundido a sus fieles. Pero las cosas no son tan sencillas. Es obvio que la pedofilia no es una desviación propia del sacerdocio católico. En Europa, por ejemplo, prospera una bien organizada y protegida industria del turismo sexual, que lleva a respetables empresarios a satisfacer sus instintos con jovencitos del sureste asiático.
No, el celibato sacerdotal no es el único factor a considerar al analizar este trágico fenómeno. Podemos tener la seguridad de que, aun casado, un sacerdote pervertido por lo menos intentaría seducir a los menores a su cargo. La pedofilia no sólo satisface la lujuria por un cuerpo joven sino también y sobre todo el ansia de poder: la sensación de control que obtiene alguien con autoridad al someter a su víctima. Y la sumisión a sus vejaciones sexuales es, por así decirlo, la manifestación más acabada de esa sensación. El menor literalmente le entrega todo lo que tiene, su cuerpo y su dignidad humana, y el verdugo no puede concebir mayor satisfacción que ésa. Con un tronar de dedos puede obtenerlo todo. ¿Qué más puede pedir?
Pero también es innegable que la moral católica centrada en la condena a toda la sexualidad en su conjunto juega un importante papel en esto. Y el caso de los sacerdotes, sometidos a la obligación de sublimar su libido a nombre de un ideal espiritual, no puede ser más precario. En efecto, a un humilde curita de pueblo se le piden proezas que sólo los santos alcanzaron (al menos en la doctrina oficial). Armados con un débil conocimiento teológico y una embarrada de latín, los sacerdotes son enviados por el mundo, a redimir a una grey que pone en ellos más fe de la que ellos mismos sienten por sí mismos.
Hasta ahora no se han hecho escuchar aquellos sacerdotes no involucrados en estos lamentables hechos y que necesariamente constituyen una abrumadora mayoría. Este silencio se apega a la política de comunicación del Vaticano en general: aquello que no se menciona no existe o, al menos, tiene más probabilidades de desaparecer. Si Dios creó al Universo con la fuerza del verbo, la Iglesia Católica quiere hacer desaparecer sus problemas a fuerza de silencio.
Pero no sería muy aventurado conjeturar la vergüenza que han de sentir esos miles de sacerdotes al ver la explosión de estos escándalos: ver a sus hermanos en el sacerdocio sucumbir a la tentación de la carne; a sus superiores, los obispos (incluso el de Roma, también conocido como papa o sumo pontífice), encubriendo esto que no es sólo un pecado cuyo juicio incumbe a Dios, sino un delito tipificado y castigado por las leyes humanas, lo cual los vuelve cómplices y, en cierta medida, tan delincuentes y ruines como los pedófilos a los que protegen. Malos aires soplan para esta iglesia que parece haber perdido todo contacto con el mundo real, ese mundo al que dice querer redimir.
1 comentario:
Primero antes de demonizar tratando a todos los pedófilos por igual, deberías informarte bien y no meterlos todos en la misma bolsa.
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