Optimista, la familia de Fernández de Cevallos llama a sus presuntos captores a negociar. Claro, tiene la confianza de poder satisfacer cualquier demanda económica, por exorbitante que pudiera parecer al común de los mortales. En alguna parte ya estará levantado el inventario los de casos en los que la víctima de un secuestro, incapaz de pagar su rescate, acabó rindiendo cuentas a su Creador. Y la desigualdad en la desgracia no puede más que sublevar a la gran mayoría de compatriotas.
Pero hay otros resultados posibles, otros "escenarios" como gustan de decir los que se rinden a la dominación del inglés. Que el cuerpo del ex diputado, ex senador, ex candidato presidencial y siempre abogado topillero aparezca sin vida al lado de algún camino vecinal queretense, cosido a balazos, desmembrado a machetazos o victimado de alguna otra más manera más imaginativa. Claro, siempre cabe la posibilidad de que aparezca de pronto, diciendo que no estaba muerto, sino que andaba de parranda. Pero no creo que ni siquiera su familia cobije tan remota esperanza.
Nadie debería de alegrarse de su desaparición, por supuesto. Un caso como éste constituye una tragedia para la víctima, sus familiares y allegados en la que nadie puede encontrar motivos de regocijo. Sin embargo, los turbios antecedentes del principal afectado han matizado declaraciones y reacciones, sin faltar quien afirme que la ausencia del torvo político-abogado-empresario será benéfica para el país. No podría secundar esta afirmación, no sólo por falta de datos precisos y confiables, sino porque, en términos más generales, no creo que la situación del país sea obra de un solo hombre. Vamos, ni siquiera el siniestro Fecalín podría ser tildado de responsable de todo (aunque su política de "seguridad", especialmente en el combate al narco, sea la causa principal de la inseguridad en que vivimos, muestra fehaciente de la cual la tenemos precisamente en el caso de Fernández de Cevallos).
Pienso que el país necesita más ciudadanos y menos políticos, más personas que actúen por su cuenta y que no dependan de las decisiones del gobierno para remediar su propia situación y la de sus allegados. Menos personas que culpen de todo a los políticos y, sobre todo, muchas menos personas que no esperen que esa ralea, corrupta, miope y egoísta, será la que a final de cuentas salvará al país y a su pueblo.
...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
18 mayo, 2010
04 mayo, 2010
Preparación para la vida
Nos pasamos toda la vida preparándonos. Esta preparación empieza desde que somos pequeños: ya en la cuna aprendemos a chillar para que nos alimenten. Después vendrá todo lo demás. Hay que aprender un idioma completo desde cero, sin que tengamos la más remota idea de la diferencia entre substantivos y verbos, ya no digamos de sus modelos de conjugación y declinación. Tenemos que aprender a caminar, cuando las piernitas apenas dan para sostenernos. Aprendemos a reconocer esa extraña sensación en las tripas y a «avisar» para que alguna alma caritativa nos lleve al baño. Tenemos que aprender a movernos en un mundo diseñado para gente varias veces más grande que nosotros; así aprendemos a apilar cajas en las sillas para alcanzar la caja de las galletas que la mamá guarda en lo alto de la alacena.
Todo esto lo soportamos porque, se nos dice, nos estamos «preparando». A la edad reglamentaria nos despachan a la escuela, a atiborrarnos la cabeza de números y operaciones, fechas y nombres, fechas y eventos, eventos y nombres. Aprendemos a relacionar el nombre de Hidalgo, con el evento de la independencia y la fecha de 1810. Memorizamos tablas de sumar y de multiplicar, los ríos de América, las capitales de Europa, los planetas de nuestro sistema solar. Memorizamos el Himno Nacional y aprendemos a marchar ordenadamente en nuestra fila el día de honores a la bandera.
Salimos de la escuela con la engañosa sensación de que ya terminamos de aprender, pero luego nos salen con que «hay que aprender de las experiencias». No quiero discutir aquí el dudoso valor de sacar lecciones de experiencias que, por ser éstas únicas e irrepetibles, serán lecciones que jamás nos van a servir. No, la cosa es aprender. «Madurar», dicen otros; «crecer», en la expresión de los más inclinados a la terminología psicologista divulgada por el Dr. Phil e imitadores.
Entonces también hay que aprender a convivir: con la familia, los amigos, los vecinos, los conocidos, los extraños que pasan a nuestro lado por la calle. Aprendemos a no golpearlos cuando nos irritan, a no insultarlos cuando ponen el radio a todo volumen, a no soltarnos en improperios cuando tropiezan con nosotros al bajar del camión. Adquirimos la capacidad necesaria para participar de una reunión, para platicar de intrascendencias o profundidades, para intercambiar raquetazos en la cancha y fingir que nos va la vida en la trayectoria que siga una pelota.
La vida sigue su curso y jamás le vemos el final a la dichosa «preparación». ¿Algún atribulado por ahí se habrá detenido a pensar para qué se está preparando tanto? Lo ignoro. Hasta ahora nadie ha sido el valiente que haya revelado tamaño misterio. Pero la perspectiva no es tan sombría. Tengo la seguridad de que llegará el momento en que pueda sentirme totalmente preparado para la vida. Ése será el momento de mi muerte.
Todo esto lo soportamos porque, se nos dice, nos estamos «preparando». A la edad reglamentaria nos despachan a la escuela, a atiborrarnos la cabeza de números y operaciones, fechas y nombres, fechas y eventos, eventos y nombres. Aprendemos a relacionar el nombre de Hidalgo, con el evento de la independencia y la fecha de 1810. Memorizamos tablas de sumar y de multiplicar, los ríos de América, las capitales de Europa, los planetas de nuestro sistema solar. Memorizamos el Himno Nacional y aprendemos a marchar ordenadamente en nuestra fila el día de honores a la bandera.
Salimos de la escuela con la engañosa sensación de que ya terminamos de aprender, pero luego nos salen con que «hay que aprender de las experiencias». No quiero discutir aquí el dudoso valor de sacar lecciones de experiencias que, por ser éstas únicas e irrepetibles, serán lecciones que jamás nos van a servir. No, la cosa es aprender. «Madurar», dicen otros; «crecer», en la expresión de los más inclinados a la terminología psicologista divulgada por el Dr. Phil e imitadores.
Entonces también hay que aprender a convivir: con la familia, los amigos, los vecinos, los conocidos, los extraños que pasan a nuestro lado por la calle. Aprendemos a no golpearlos cuando nos irritan, a no insultarlos cuando ponen el radio a todo volumen, a no soltarnos en improperios cuando tropiezan con nosotros al bajar del camión. Adquirimos la capacidad necesaria para participar de una reunión, para platicar de intrascendencias o profundidades, para intercambiar raquetazos en la cancha y fingir que nos va la vida en la trayectoria que siga una pelota.
La vida sigue su curso y jamás le vemos el final a la dichosa «preparación». ¿Algún atribulado por ahí se habrá detenido a pensar para qué se está preparando tanto? Lo ignoro. Hasta ahora nadie ha sido el valiente que haya revelado tamaño misterio. Pero la perspectiva no es tan sombría. Tengo la seguridad de que llegará el momento en que pueda sentirme totalmente preparado para la vida. Ése será el momento de mi muerte.
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