31 octubre, 2003

Un país con música de fondo


Una de las cosas que más aprecio en la vida es el silencio. Quizá por raro, por difícil de encontrarlo. Actualmente, donde quiera que nos encontremos, nos vemos bombardeados por el sonido, ya sea en forma de ruido, de música o de palabras. Hay sonido por todas partes y cada vez es más difícil escapar de él.


El radio portátil, los walkman, los reproductores de MP3, lejos de ser para mí una maravilla de la tecnología moderna, se han vuelto verdaderos azotes para mis oídos. Definitivamente no hay forma de no oír su estruendo continuo, su ruidosa y vacía palabrería, su constante remachar anuncios y temas comerciales..


Ni siquiera es necesario poseer un radio para oírlo. Vamos caminando por la calle, muy quitados de la pena, y no falta un conductor que nos recete una buena dosis, a todo volumen, de su estación de radio. Con un instinto emparentado al que hace que el perro orine las paredes para marcar su territorio, estos conductores van marcando el suyo por medio de las ondas hertzianas. Y, a mayor volumen, mayor terreno abarcan y más poderosos se sienten..


Los conductores de peseras quizá sean los que nos apliquen mayores volúmenes de ruido, en forma de radio, casetes y ahora con los discos compactos..


¿Qué grado de frustración existencial puede tener un ciudadano cuyo único placer en la vida es escuchar a todo volumen las obras completas de los Tigres del Norte? ¡Qué miedo a escucharse a sí mismo es el que manifiesta aquel que trata de aturdirse a todas horas con ruidos externos!.


La radio y la televisión han invadido todos los ámbitos, todos los rincones. No es posible encontrar un restaurante para comer a gusto sin que esté inundado de los mensajes de la televisión o del radio, o en el que se pueda escuchar lo que nos dicen nuestros compañeros de mesa por encima de la música preferida del dueño, del cantinero o del cocinero, difundida por el sistema de sonido. No hay tienda en la que no nos encontremos sumergidos en la “música ambiental” y en la fonda más modesta nos encontramos con equipos de sonido que harían palidecer de envidia a los mismísmos Rolling Stones en sus giras mundiales..


El problema, como puede verse, no es el tipo de música. No es que “nos guste” o “no nos guste” la música que oímos por todas partes. El problema es que no podemos dejar de oírla, el problema es que no tenemos la opción del silencio, de que nos dejen a solas con nuestros pensamientos..


Cinéfilos a bordo


Uno de los misterios de esta vida, cuya solución seguramente ignoraré hasta el día de mi muerte, es el empeño de las líneas de camiones por proyectar películas durante los viajes. Si bien en un vuelo transcontinental ver una película es una buena alternativa ante la aburrida perspectiva de pasar 14 horas contemplando los ires y venires de las azafatas, en el corto trayecto de Cuernavaca a México resulta absurdo poner a todo volumen una película de Charles Bronson en una diminuta pantalla, para ver la cual hay que romperse el cuello..


¿Quién programa las películas en el Pullman de Morelos? Seguramente alguien que nunca se ha detenido a reflexionar en que cualquier película dura más que el breve recorrido de una ciudad a otra y que, necesariamente, nunca se ven completas. Es decir, a la empresa no le importa agasajar a sus pasajeros con una buena distracción durante el viaje, por mucho que gaste en instalar las minúsculas pantallas en todos sus autobuses. No, podría pensarse que lo único que le interesa es mantener distraído al pasaje, para que no se dé cuenta de las barrabasadas que cometen los choferes al manejar..


A pesar de que en todas partes se oye música, sin embargo, los comerciantes siguen actuando como a mediados del siglo pasado, cuando cualquier aparato de sonido era toda una novedad que atraía a las multitudes. Toda feria que desee darse a respetar debe invertir más en estéreos y bocinas que en los juegos mismos. Cualquier tienducha que quiera promocionarse lo primero que hace es sacar unos enormes bafles a la acera, conectarlos a un reproductor de casetes y ponerlo a funcionar a todo volumen. ¿Qué piensan estos comerciantes? ¿Acaso creen que la gente al pasar va a decir: “¡Oh, música! ¡Allí tienen música! ¡Qué buena onda! Vamos a acercarnos a escuchar mejor y, de paso, a ver si le compramos algo a ese tipo.”.



25 octubre, 2003

Mi vida en el esperantismo



He estado en contacto con el esperanto durante treintaicinco de mis cincuenta años de vida. Este contacto, sin embargo, no ha sido continuo: ha estado interrumpido por periodos de alejamiento, algunos cortos, otros bastante prolongados. Entonces, más que analizar mi actividad en el movimiento esperantista, ahora quisiera hablar de mis periodos de inactividad.

Como es fácil de calcular, aprendí esperanto a los quince años de edad. Lo aprendí por mi cuenta, mediante un curso en inglés que encargué a Estados Unidos. Poco después tuve mi primer contacto con esperantistas de carne y hueso: los que formaban la Juventud Mexicana Esperantista y que se reunían en una oficina que les prestaba el Organismo Promotor Internacional de la Cultura. Esta dependencia fue una de las primeras víctimas de los tecnócratas del gobierno de Echeverría. Desapareció a principios de 1971 y los jóvenes esperantistas nos quedamos sin local para nuestras actividades.

Si bien echaba de menos las reuniones, no resentí tanto la pérdida, pues poco después ingresé en una fraternidad que, entre otras cosas, promovía la práctica del yoga y el estudio de diversas disciplinas esotéricas. Por lo demás, en el club de jóvenes esperantistas, fuera de platicar, por lo general en español, las actividades eran muy limitadas. Así, mi participación en la fraternidad no tardó en absorber todo mi tiempo, aunque no me olvidé por completo del esperanto.

En los cinco o seis años siguientes me reuní con los esperantistas sólo en ocasiones señaladas; por ejemplo, con motivo de la visita de algún esperantista extranjero o en la celebración el día de Zamenhof. Seguía suscrito a la añorada El Popola Ĉinio y eventualmente sostenía correspondencia con jóvenes de otros países. A eso se reducía mi actividad esperantista.

A pesar de mi poco contacto con el movimiento, yo me seguía considerando esperantista. Llevaba con orgullo la estrella verde y tenía entre mis posesiones más preciadas unos cuantos libros en esperanto (entre ellos, las Citas del presidente Mao, cortesía de los entonces generosos esperantistas chinos), que leía y releía. Y llevaba un diario en esperanto, aunque esto más que nada era una medida de seguridad, pues ya me había ocurrido que mis familiares lo encontraran y leyeran. Escrito en esperanto, mi diario estaba a salvo de miradas indiscretas.

En 1978, los jóvenes esperantistas, encabezados por la familia Nájera, organizaron en Oaxtepec un seminario en el que no pude participar de lleno, pues para entonces no sólo estaba en la carrera, sino que además ya estaba trabajando. Fui tan sólo uno o dos días, de los cuatro que duró.

Pero gracias a mi trabajo yo ya contaba con dinero propio y, así, pude afiliarme a la Asociación Universal de Esperanto, recibir su revista y comprar libros. Muchos libros, pues la literatura es uno de los aspectos que, desde un principio, más me atrajeron del esperanto. Asimismo, me permitió financiar la edición y publicación del folleto Hechos sobre el idioma internacional, el cual yo aspiraba que fuera el primero de una serie destinada a dar a conocer en español la realidad del esperanto. Con ella pretendía subsanar la alarmante laguna bibliográfica que hay en español acerca de la lengua internacional.

Pausas y más pausas


Sin embargo, este nuevo contacto con el movimiento esperantista fue muy breve. En 1979 contraje matrimonio, en 1980 nació mi primer hijo (el segundo nacería en 1984) y entre los estudios, el trabajo y la familia, mi actividad esperantista quedó relegado al último plano.

Con todo, mantuve mi membresía en UEA y el contacto ocasional con los esperantistas. Así, hacia 1983 empecé a reunirme con Juan Jacobo Schmitter y Enrique Lemus, para planear la reestructuración del movimiento, que para entonces estaba totalmente estancado. También de ese tiempo datan los primeros números del boletín Ni ĉiuj, el cual consistía en una hoja carta, mecanografiada, fotocopiada y doblada en dos, que andando el tiempo se convertiría en el órgano oficial de la Federación Mexicana de Esperanto. En esa primera época, sin embargo, sólo llegué a sacar cuatro números.

Mi actividad en esa ocasión se interrumpió a principios de 1985, cuando tras haber concluido mis estudios de periodismo entré a trabajar en Excélsior. Mis necesidades económicas, sin embargo, me obligaban a mantener dos empleos, uno por la mañana y otro en la tarde, y aun hubo largas temporadas en las que llegaba por la noche a la casa a seguir trabajando en traducciones.

De ahí que fuera prácticamente nula mi participación en la celebración del centenario del esperanto, en 1987. Asistí a un acto en la Casa Universitaria del Libro, pero nada más. Mi mente, esos años de dura crisis económica en el país, estaba ocupada en tratar de sobrevivir.

Para 1995, mi situación había dado un enorme vuelco. Mi matrimonio se había disuelto. El engaño del primermundismo salinista se había presentado a cobrar la factura y los mexicanos no encontrábamos la forma de mantener hilvanada el alma al cuerpo. Yo para entonces era subjefe del departamento internacional en Excélsior, pero la crisis me obligaba a trabajar por mi cuenta en mi casa, de nuevo en las traducciones.

Ese año, en agosto, se conmemoró el cincuentenario del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki y, con ese motivo, fueron a verme al periódico la profesora Leonora Torres y la doctora Estela Gracia, quienes desde la mesa directiva de la Federación Mexicana de Esperanto trataban de reorganizar, una vez más, el languideciente movimiento en el país. Su visita obedecía al interés de publicar varios testimonios de víctimas de las bombas, escritos en esperanto, de cuya traducción al español esperaban que yo me encargara. Fue una serie de artículos que salió publicada durante varios días, con la debida mención de que estaban traducidos del esperanto. Así fue como me volví a poner en contacto con los esperantistas.

En diciembre de ese mismo año asistí a la celebración del día de Zamenhof, que se llevó a cabo en una cafetería cercana a mi casa. Para esa ocasión elaboré un número más de Ni ĉiuj, esta vez hecho ya en la computadora, el cual fue recibido con gran beneplácito por los asistentes al desayuno. Ahí mismo me comprometí a seguir editándolo en forma mensual, a partir del año siguiente.
Esa promesa quedó en suspenso, pues en enero de 1996 recibí una beca para ir a estudiar un semestre en la Universidad de Miami. A mi regreso, en junio, reemprendí la edición, con el compromiso más realista de hacerla cada dos meses. Asimismo, me incorporé a la mesa directiva de la MEF, en calidad de secretario general. Una vez más reanudaba mis contactos con el movimiento esperantista, en esta ocasión con más intensidad que nunca.

Frenética actividad con recesos


De entonces a la fecha he tomado dos recesos en mi actividad esperantista. El primero, por razones estrictamente privadas, fue de fines de 1998 a principios de 2001. Regresé para participar en el Quinto Congreso Panamericano de Esperanto, a cuyo término fui elegido presidente de la federación.

El segundo receso fue de febrero a octubre de 2003, en esta ocasión motivado por razones de trabajo; una vez más, las obligaciones laborales me impedían no sólo cumplir las funciones de la presidencia, sino incluso participar en las reuniones de la mesa directiva. Por ello, y para no estancar al movimiento ni comprometer la celebración del congreso nacional, programado para mayo de ese año, presenté mi renuncia al cargo.

Si hiciera cuentas, es probable que mis años de alejamiento de la actividad esperantista superaran a los de mi participación. Sin embargo, yo tengo la idea, y así lo digo, de ser esperantista desde los quince años, de estar fuertemente influido por los principios del movimiento, de estar plenamente convencido de la validez de sus objetivos y de haber hecho todo lo que ha estado en mis manos por alcanzar esas metas.

No niego que en ocasiones he sentido perdida la fe en estos empeños. El afán de reformar el orden lingüístico internacional de pronto me ha parecido no sólo titánico, sino también quijotesco, aunque todos lo argumentos a su favor me siguieran pareciendo justos y válidos, aunque aún me indignara la preeminencia del inglés, por considerar injusto tener que dedicar varios años de nuestra vida útil sólo para aprenderlo, mientras que los anglófonos de nacimiento gozan de todos los privilegios. Nunca dejé de rebelarme a la globalización que se nos impone desde la metrópoli, a la uniformización de la cultura y a la pérdida de nuestras características idiosincrásicas.

Pero desfallecía ante la magnitud de la empresa, ante la carencia de recursos, tanto humanos como materiales. Nuestros métodos me parecían triviales ante la batería de medios de que dispone el imperio (por usar el lenguaje de la guerra fría).

Estas oleadas de desánimo –que no necesariamente coincidían con mis periodos de inactividad esperantista— por fortuna solían desaparecer fácilmente. Me bastaba hojear un libro, repasar una revista o platicar acerca del tema para volver a sentir el gusto de ejercitar la mente con la maravillosa flexibilidad del esperanto.

A veces pienso que hubiera podido hacer más: dar clases y conferencias, asistir a congresos, publicar más cosas o involucrarme en el movimiento esperantista incluso de manera profesional. Pero las decisiones que he tomado en mi vida me han acercado y alejado de él, en oleadas sucesivas e irregulares. Opté por la vida matrimonial, por el desarrollo profesional, por cultivar otros intereses que se agitan en mi mente. Sin embargo, en este mes de noviembre celebro el XXXV aniversario del que considero uno de mis intereses primordiales: la defensa de los valores humanos, la igualdad de los pueblos, la primacía del diálogo y la razón sobre la fuerza y la imposición, en suma, los principios y valores que dan sustento y coherencia al movimiento esperantista, expresados en un idioma genialmente sencillo iniciado hace 116 años por un modesto oculista de Bialistok.

24 octubre, 2003

Torpezas poéticas

La fragilidad y la impermanencia de la vida pueden confundirse con la inocencia de nuestras acciones: si todo pasa y nada deja huella, entonces no soy responsable de las consecuencias de mis actos. Mal pensado: los actos del pasado nos acosan como fieras, aunque en el momento decisivo sólo recordemos unos cuantos.
Este poema lo escribí a partir de una línea de Jorge Luis Borges.



No hay olvido.
Lo que has hecho,
lo que haces y que harás
quedará para siempre
en la memoria,
aunque la fragilidad
de las neuronas niegue
la constancia de las horas.

No hay olvido.
Las acciones del ayer
causan tu hoy y éste el mañana.
Cadena infinita de reacciones
de la que sólo podemos atisbar
unos cuantos eslabones.

No hay olvido,
pero el lento gotear de la clepsidra
va borrando del recuerdo fatigado
los momentos cuya suma es nuestra vida.

En el último crepúsculo del día
me queda un puñado de minutos:
aquel en que te vi,
el que dibujó tu sonrisa alborozada
y en el que agonizamos triunfales,
trenzados nuestros cuerpos en el alba.

23 octubre, 2003

Un viejo amor no se olvida

Perder un amor siempre deja un gusto agridulce, por la amargura del abandono y por la dulzura de los tiempos vividos. Este poema, que canta a esa pérdida, lo escribí en esperanto hace ya algún tiempo. Ahora que lo saqué del cajón no me gustó tanto como en un principio. Quizá la herida ya cicatrizada no necesita del bálsamo de las letras.


Ĝis neniam

Vane serĉos vi en vizaĝo mia
spurojn tristajn de l’ dolor’ pasinta.
sed ja videblos sur mia kor’ vundita
cikatro turpa pro la am’ perdita.

Ĉar floris bunte sur la lipoj viaj
promesoj karaj pri via am’ senfina,
kaj estis mia via rideto varma,
estis mia via ĉeesto ĉarma,
via korp’ gracia,
nia amor’ pasia.

Hodiaŭ restas nur silento via,
la forgeso frida, kvazaŭ neĝo vintra,
frosta tuko sur la lit’ vakita,
via adiaŭo ĉiama, ĝis revid’, neniam!

20 octubre, 2003

Pecados de infancia

Pecados de infancia


De niño, mi relación con Dios era muy sencilla: él ordenaba y yo obedecía. Y si no obedecía, si “me portaba mal” por alguna razón, si por ignorancia o imprudencia cometía un error, el resultado era simple: ardería en el infierno por toda la eternidad. Así de sencillo.


¿Cuánto dura la eternidad? No lo podía entender, pero algún profesor de religión en la primaria nos refirió una imagen que aún me da vueltas por la cabeza: “Imagínense que la Tierra fuera de acero sólido, y que cada millón de años, pasara volando una paloma que la rozara con el ala. Cuando la Tierra se hubiera desgastado por completo a causa de ese roce, entonces empezaría la eternidad.”


No me costaba trabajo visualizar esa imagen: una esfera de acero, suspendida en el vacío del Cosmos, visitada cada millón de años por una descuidada paloma que la roza con el ala. No me preguntaba cómo una paloma viviría tanto tiempo. Tampoco me preguntaba qué sentido tendría su vuelo. ¿De dónde venía, a dónde iba? Y, si por alguna causa milagrosa se trataba de la misma paloma, ¿por qué siempre pasaba rozando la Tierra? Si ésta era capaz de desgastarse, ¿no le pasaría lo mismo a la paloma?


Lo que me impresionaban eran las cifras: ¡un roce cada millón de años! Y eso no era la duración de la eternidad, sino apenas su comienzo. ¿Cómo (y cuándo) sería su fin? ¿Qué imagen serviría para ilustrarlo?


No es que yo fuera un teólogo precoz, pero estar en una primaria religiosa (católica y marista para más señas) me llenaba de ideas y me planteaba más dudas de las que me resolvía.


Por ejemplo, era lógico que la eternidad empezaría después. ¿Después de qué? Pues después de que la paloma de marras acabara de desgastar a esa esfera de acero. Así que, por lo pronto, yo vivía en un tiempo fuera de la eternidad o, mejor dicho, anterior a ésta. Las cuestiones del cielo y del infierno no me concernían o, en todo caso, siempre se referían a una época muy, muy ajena a la mía. En las clases de religión o me hablaban de un tiempo antiquísimo, cuando se trataba de historias bíblicas, o de un futuro remoto, si se referían a la vida después de la muerte. Dios y su religión no tenían nada que ver mi vida cotidiana.


Pero no por pensar así logré escapar de la culpa del pecado. Muy en el fondo sabía que la más nimia trasgresión me hundiría en las llamas del infierno para toda la eternidad: mentir y robar, faltar a misa, pelearme con mi hermanos... cualquier falta me hacía sujeto del peor castigo imaginable. Y dado mi carácter inquieto, muy propenso a las investigaciones que los adultos llamaban travesuras, no tengo que explicar porqué siempre me sentí en estado de pecado mortal, sujeto a irme al infierno en cualquier momento.


Ni aun ahora de adulto entiendo el afán de imbuir en un desvalido niño esa eterna sensación de zozobra. ¿Arder en el fuego eterno del infierno sólo por pelear con mis hermanos, por no recoger el tiradero de mi cuarto, por despertar a mis padres con mis gritos? ¿No es excesivo el castigo? Y luego se sorprenden de que uno abandone la religión a la primera oportunidad.


Dejé de ir a la iglesia regularmente entre los 14 y 15 años, desengañado de un dios que había consentido la muerte de mi padre y, años antes, de mi hermana. Pero tardé mucho tiempo más en limpiarme del remordimiento de “haber abandonado el buen camino”. Y en la actualidad tengo la convicción casi científica de que dios, como nos lo pintan en las religiones, de plano no existe. Y más bien creo que no existe en ninguna otra forma. Pero de eso hablaré después.