Pecados de infancia
De niño, mi relación con Dios era muy sencilla: él ordenaba y yo obedecía. Y si no obedecía, si “me portaba mal” por alguna razón, si por ignorancia o imprudencia cometía un error, el resultado era simple: ardería en el infierno por toda la eternidad. Así de sencillo.
¿Cuánto dura la eternidad? No lo podía entender, pero algún profesor de religión en la primaria nos refirió una imagen que aún me da vueltas por la cabeza: “Imagínense que la Tierra fuera de acero sólido, y que cada millón de años, pasara volando una paloma que la rozara con el ala. Cuando la Tierra se hubiera desgastado por completo a causa de ese roce, entonces empezaría la eternidad.”
No me costaba trabajo visualizar esa imagen: una esfera de acero, suspendida en el vacío del Cosmos, visitada cada millón de años por una descuidada paloma que la roza con el ala. No me preguntaba cómo una paloma viviría tanto tiempo. Tampoco me preguntaba qué sentido tendría su vuelo. ¿De dónde venía, a dónde iba? Y, si por alguna causa milagrosa se trataba de la misma paloma, ¿por qué siempre pasaba rozando la Tierra? Si ésta era capaz de desgastarse, ¿no le pasaría lo mismo a la paloma?
Lo que me impresionaban eran las cifras: ¡un roce cada millón de años! Y eso no era la duración de la eternidad, sino apenas su comienzo. ¿Cómo (y cuándo) sería su fin? ¿Qué imagen serviría para ilustrarlo?
No es que yo fuera un teólogo precoz, pero estar en una primaria religiosa (católica y marista para más señas) me llenaba de ideas y me planteaba más dudas de las que me resolvía.
Por ejemplo, era lógico que la eternidad empezaría después. ¿Después de qué? Pues después de que la paloma de marras acabara de desgastar a esa esfera de acero. Así que, por lo pronto, yo vivía en un tiempo fuera de la eternidad o, mejor dicho, anterior a ésta. Las cuestiones del cielo y del infierno no me concernían o, en todo caso, siempre se referían a una época muy, muy ajena a la mía. En las clases de religión o me hablaban de un tiempo antiquísimo, cuando se trataba de historias bíblicas, o de un futuro remoto, si se referían a la vida después de la muerte. Dios y su religión no tenían nada que ver mi vida cotidiana.
Pero no por pensar así logré escapar de la culpa del pecado. Muy en el fondo sabía que la más nimia trasgresión me hundiría en las llamas del infierno para toda la eternidad: mentir y robar, faltar a misa, pelearme con mi hermanos... cualquier falta me hacía sujeto del peor castigo imaginable. Y dado mi carácter inquieto, muy propenso a las investigaciones que los adultos llamaban travesuras, no tengo que explicar porqué siempre me sentí en estado de pecado mortal, sujeto a irme al infierno en cualquier momento.
Ni aun ahora de adulto entiendo el afán de imbuir en un desvalido niño esa eterna sensación de zozobra. ¿Arder en el fuego eterno del infierno sólo por pelear con mis hermanos, por no recoger el tiradero de mi cuarto, por despertar a mis padres con mis gritos? ¿No es excesivo el castigo? Y luego se sorprenden de que uno abandone la religión a la primera oportunidad.
Dejé de ir a la iglesia regularmente entre los 14 y 15 años, desengañado de un dios que había consentido la muerte de mi padre y, años antes, de mi hermana. Pero tardé mucho tiempo más en limpiarme del remordimiento de “haber abandonado el buen camino”. Y en la actualidad tengo la convicción casi científica de que dios, como nos lo pintan en las religiones, de plano no existe. Y más bien creo que no existe en ninguna otra forma. Pero de eso hablaré después.
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