El cadenal Angelo Sodano, secretario de Estado saliente y mombrado entre
los papabili, aseguró que "Juan Pablo II, el Grande", había muerto en
"la serenidad de los santos". No hay nada de banal en esta afirmación,
pues la Iglesia sólo llama grandes a los papas canonizados. Por esto
mismo, estas palabras se han tomado como indicio de que Juan Pablo II
entrará al santoral católico al que, por cierto, nutrió más que todos
sus predecesores juntos.
Es imposible poner en duda la grandeza de este papa, sobre todo por su
dilatada actividad fuera de la Iglesia. Se le atribuye con toda justicia
un decisivo papel en la caída del bloque soviético, recordando su
intervención ante su compatriota Wojciek Jaruzelski, en ese tiempo
presidente de Polonia, para que permitiera elecciones libres en su país.
De ese escrutinio histórico saldría vencedor el movimiento sindical
Solidaridad, lo cual tuvo un efecto de dominó que se extendió por todas
las repúblicas que integraban el Pacto de Varsovia.
No menos importante fue su apasionada defensa de los derechos humanos
en su calidad de sustento teórico de la doctrina cristiana donde
quiera que Juan Pablo II considerara que estuvieran siendo pisoteados.
Y, aunque no tuvieron efecto, tampoco podemos olvidar su decidida
oposición a la intervención estadounidense en Irak, así como sus
repetidas condenas a toda forma de violencia como vía de solución de
problemas, o a lo que podríamos llamar orwellianamente la guerra como
camino a la paz, basada en la fórmula latina si vis pacem, para bellum.
Con todo lo progresista que nos puedan parecer estas posturas de una
Iglesia que, al menos en el siglo XX, pasó por el bochorno de aliarse
con los regímenes fascistas y de cerrar los ojos antes los crímenes
nazis, tampoco debemos olvidar que el papado de Juan Pablo II se
caracterizó por un férreo apego a la tradición y por una marcha atrás en
algunos aspectos de los avances logrados en el segundo concilio vaticano.
En efecto, la Iglesia wojtyliana desdeñó olímpicamente temas que la
modernidad ha puesto en el centro del foro: la posición de la mujer, el
control natal, el aborto, el matrimonio homosexual siguieron rigiéndose
por las mismas normas de hace siglos, sin que la jerarquía católica
acusara recibo de los cambios sociales que hacen urgente su reforma.
Se alaba a Juan Pablo II se espíritu de apertura hacia las otras
confesiones. Y al hablarse de este tema invariablemente se mencionan sus
viajes a países de predominancia no católica, su histórica visita a la
sinagoga de Roma (13 de abril de 1986), el establecimiento de relaciones
diplomáticas con Israel (30 de diciembre de 1993) y su visita en el 2000
a Yad Vashem, el monumento a las víctimas del genocidio nazi, en
Jerusalén. Asimismo, no sólo visitó países musulmanes, sino también
algunos, como Nigeria y el Sudán, donde rige la sharia. El 6 de mayo de
2001 visitó asimismo la mezquita de los omeyas, en Damasco, una de las
más prestigiosas del islam. En 1985, incluso llegó a reconocer, ante los
musulmanes de Marruecos, que "nosotros adoramos al mismo Dios". Y en su
afán de tender puentes verdadera función de un pontífice tampoco
dejó de visitar a la India. El esfuerzo ecuménico de Juan Pablo II fue
tal que el sector conservador de la Iglesia lo calificaba de
sincretismo y, por cierto, la oficina encargada de llevarlo a cabo, el
secretariado para los no creyentes, estuvo presidida por el cardenal
nigeriano Francis Arinze, otro de los papabili.
A este espíritu ecuménico de la Iglesia le llaman el espíritu de Asís,
por la ciudad italiana donde, el 27 de octubre de 1986, tuvo lugar una
jornada de oraciones con más de doscientos representantes de todas las
confesiones. Ahí oraron por la paz mundial hindúes, budistas, sijes,
musulmanes, judíos, católicos y cristianos de todas las denominaciones.
Sin embargo, el diálogo ecuménico de la Iglesia se caracteriza por estar
centrado en el catolicismo. Esa apertura no significa que salga a
reunirse con otras religiones, sino tan sólo que abre sus puertas para
que otros creyentes se le acerquen. Su postura, pues, es de un diálogo
condicionado bajo sus términos, rasgo que no permite esperar resultados
muy positivos en ese dominio.
Además de esta característica, la mencionada resistencia a la apertura
ha producido resultados por lo menos contradictorios. Así tuvimos, en el
año 2000, la declaración Dominus Iesus, emitida por el poderoso
cardenal Josef Ratzinger (otro papabile), en la que tajantemente
advierte, con alarmantes ecos medievales, que fuera de la Iglesia no hay
salvación posible. En su empeño por combatir el relativismo reinante,
que quiere que todas las religiones, practicadas en forma sincera,
llevan a fin de cuentas a la salvación del alma, el prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (es decir, heredero del gran
inquisidor) declara llanamente que la moral de las demás confesiones
puede ser buena, pero que no conduce a la salvación, reservando ésta al
camino señalado por Cristo.
No es atribuible esta cerrazón sólo al cardenal Ratzinger. El propio
Juan Pablo II, en su obra Cruzando el umbral de la esperanza (1994)
advierte que el budismo es una "soterología negativa" y un sistema ateo.
No tiene nada de extraordinario caracterizar al budismo como sistema
ateo. De hecho, así es: una moral atea, que devuelve al hombre toda la
responsabilidad de su salvación. Tampoco se equivoca el papa al decir
que la soterología budista (la doctrina de salvación) es negativa,
siempre y cuando lo haga en términos filosóficos, no comunes.
Es decir, el hecho de que sea negativa no significa que sea mala.
Significa que la salvación del budismo se basa en la disolución del ser
en un concepto incomprensible para el hombre, llamado nirvana (o
nibbana, conforme a la lengua de los textos canónicos budistas, el
pali), muy a diferencia de la unión con Dios, activa y positiva, a la
que se aspira en las religiones teístas. Sí, el budismo carece de dioses
por lo que es ateo. Pero este adjetivo, que en sí mismo sólo define una
característica, se vuelve peyorativo en labios de quien dice representar
a Dios en la Tierra, con sus ecos de guerra fría, cuando se condenaba al
comunismo precisamente por ser ateo.
Y, valga como anécdota, algo bueno ha de haber tenido el Buda, cuando la
misma Iglesia Católica lo consideró digno de ser incorporado a su
santoral con el nombre de Josafat, corrupción de Bodhisatva, uno de
los títulos de Buda.
En fin, si las palabras de Juan Pablo II fueron algo más que gestos
diplomáticos, cuando llamó a los judíos "hermanos mayores" y cuando
afirmó que cristianos y musulmanes adoran al mismo Dios (que, por
cierto, resulta ser el mismo Dios de los judíos), si sus tentativas de
acercarse a las iglesias orientales fueron sinceras y no sólo motivadas
por el deseo de proteger a las minorías católicas de esos países, el
legado de este papa en términos de diálogo ecuménico habrá de ser
enorme. Los obstáculos habrán de venir por parte de las corrientes
conservadoras, deseosas de preservar para sí sus cuotas de poder. Un
Ratzinger convertido en papa daría marcha a todos los avances en ese
terreno. Pero aun Francis Arinze, con su experiencia en el acercamiento
con otras confesiones, poco podría hacer para oponerse a las batallas
que habrán de librar los conservadores para seguir detentando el
monopolio del camino salvífico, con el ánimo, claro, de regentear las
casetas de peaje.
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