Quien se queje por no haber tenido los quince minutos de fama que le prometiera Andy Warhol a todo el mundo, es porque no conoce YouTube, no tiene acceso a él por vivir en un país autoritario como China, o no se le ocurre nada qué decir, ni siquiera para grabar un video de 20 segundos con su teléfono celular.
Desde el niño que se caía al agua y Coyoacán Joe, hasta la LonelyGirl115, pasando por los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, cualquiera puede tener su momento de gloria bajo las candilejas. Y todo aquel que no pueda ser visto, admirado y comentado en YouTube simplemente no existe. Berkeley dijo que "ser es ser percibido". Pero si hubiera vivido en nuestro siglo XXI, habría matizado: "ser es ser percibido en YouTube".
Así lo entendió monseñor Dionigio Tettamanzi, obispo de Milán, y ya abrió su canal en YouTube para dictar sus homilías desde el ciberespacio.
¿Tiene algo de raro? Sólo sorprende ver a una institución tan arcaica como la iglesia católica incursionar en un medio tan moderno como lo es el video por Internet.
...porque la vida no es un experimento, sino una experiencia.
28 marzo, 2008
26 marzo, 2008
Teléfonos de mis recuerdos
Durante toda mi infancia y mi adolescencia, los teléfonos públicos costaban 20 centavos. Supongo que de ahí viene la expresión caer el veinte, pues uno ponía la moneda en una ranura y cuando caía el veinte se establecía la conexión. Pero durante el echeverriato se dejaron de hacer esas monedas de cobre que llamábamos veintes, para sustituirlas por otras más pequeñas de alguna aleación. El problema era que las nuevas monedas no servían para hablar por teléfono. Entonces los viejos veintes dejaron de circular, pues la gente los acaparaba para poder hablar por teléfono en la calle. Encontrar un veinte se volvió imposible al grado de que junto a los teléfonos públicos a veces había quien los vendía: tres veintes por un peso, con lo que sacaba una ganancia neta del 40%.
En ese tiempo, Telmex era una empresa pública, plagada por todas las lacras imaginables, en especial la burocracia y su consecuencia natural, la corrupción. Por ejemplo, para que instalaran una línea nueva podían pasar años (literalmente años, no es hipérbole retórica). Ah, pero si uno conocía a alguien dentro de la empresa, si sabía a quién darle mordida, el trámite se acortaba considerablemente.
Quizá fue esa burocracia la que hizo que, cuando salieron las nuevas monedas, a nadie se le ocurrió pensar qué pasaría con los teléfonos públicos. Pasaron meses para que empezaran a cambiar los aparatos a modo de que funcionaran con las nuevas monedas. Y, claro, Telmex aprovechó la circunstancia para multiplicar la tarifa por 2.5: los aparatos nuevos costaban ya 50 centavos.
Después de los temblores del 85, los teléfonos públicos se volvieron gratuitos. Sí, uno llegaba, descolgaba el auricular, marcaba el número y se ponía a hablar sin sacar un solo centavo de la bolsa. Supuestamente esto era así porque Telmex, siempre tan pendiente de las necesidades del consumidor, quería facilitar las comunicaciones en esos días de emergencia. Pasaron esos tiempos heroicos y los teléfonos siguieron siendo gratuitos. Ahora el rumor que quería explicarlo (rumor porque nunca hubo una explicación oficial) decía que a la empresa le costaba más recolectar las monedas de todos los aparatos que lo que éstas pudieran representar como ganancia.
Después llegaron los teléfonos de tarjeta, lo que significó reemplazar todos los aparatos y dejarnos una duda: ¿pues no decían que no era negocio? La instalación de equipo nuevo en la ciudad más grande del mundo, más la manufactura de las tarjetas, ha de haber sido una inversión enorme. Y ningún empresario invierte tanto si no va a sacar ganancias y buenas de su dinero. Claro, esas tarjetas estaban financiadas en buena parte por la publicidad que llevaban impresa, pero como quiera han de haber costado una lana.
En ese tiempo, Telmex era una empresa pública, plagada por todas las lacras imaginables, en especial la burocracia y su consecuencia natural, la corrupción. Por ejemplo, para que instalaran una línea nueva podían pasar años (literalmente años, no es hipérbole retórica). Ah, pero si uno conocía a alguien dentro de la empresa, si sabía a quién darle mordida, el trámite se acortaba considerablemente.
Quizá fue esa burocracia la que hizo que, cuando salieron las nuevas monedas, a nadie se le ocurrió pensar qué pasaría con los teléfonos públicos. Pasaron meses para que empezaran a cambiar los aparatos a modo de que funcionaran con las nuevas monedas. Y, claro, Telmex aprovechó la circunstancia para multiplicar la tarifa por 2.5: los aparatos nuevos costaban ya 50 centavos.
Después de los temblores del 85, los teléfonos públicos se volvieron gratuitos. Sí, uno llegaba, descolgaba el auricular, marcaba el número y se ponía a hablar sin sacar un solo centavo de la bolsa. Supuestamente esto era así porque Telmex, siempre tan pendiente de las necesidades del consumidor, quería facilitar las comunicaciones en esos días de emergencia. Pasaron esos tiempos heroicos y los teléfonos siguieron siendo gratuitos. Ahora el rumor que quería explicarlo (rumor porque nunca hubo una explicación oficial) decía que a la empresa le costaba más recolectar las monedas de todos los aparatos que lo que éstas pudieran representar como ganancia.
Después llegaron los teléfonos de tarjeta, lo que significó reemplazar todos los aparatos y dejarnos una duda: ¿pues no decían que no era negocio? La instalación de equipo nuevo en la ciudad más grande del mundo, más la manufactura de las tarjetas, ha de haber sido una inversión enorme. Y ningún empresario invierte tanto si no va a sacar ganancias y buenas de su dinero. Claro, esas tarjetas estaban financiadas en buena parte por la publicidad que llevaban impresa, pero como quiera han de haber costado una lana.
25 marzo, 2008
Un boicot para Pekín
A las autoridades chinas ya les dieron una probadita de lo que les puede esperar en agosto, ya sea en la inauguración de los juegos olímpicos o en el transcurso de las competencias: tres periodistas franceses, miembros de Reporteros sin Fronteras, irrumpieron en la ceremonia de encendido de la antorcha olímpica, en Grecia, para pedir el boicoteo de los juegos.
La idea se ha estado manejando desde que Pekín desató un sangrienta represión en contra de los tibetanos que al cumplirse 49 años de que el dalai lama, junto con unos cien mil seguidores, tuviera que escapar de Lhassa y establecer su gobierno en el exilio organizaron manifestaciones para exigir una auténtica autonomía para su país.
La situación del Tíbet no es muy diferente de la que tenía Kosovo como provincia serbia. Y si hay diferencias, es para peor: a lo largo de más de medio siglo, los tibetanos han sido víctimas de un verdadero genocidio cultural, han perdido a sus representantes, su lengua es reprimida en favor del chino, su territorio ha sido colonizado por chinos al grado que están a punto de convertirse en minoría dentro de su propio país.
Pero para China, Tíbet es parte de su territorio y no está dispuesta a condecerle la menor brizna de autonomía, ya no digamos de independencia. Y siempre se ha negado a dialogar con el dalai lama, el cual busca sólo mejores condiciones de vida para su gente. Ahora Pekín tendrá que pagar más caros los oídos sordos que ha puesto al jefe del budismo tibetano, pues las nuevas generaciones, hartas del inmovilismo al que las ha conducido la postura concliante del dalai lama, ahora están dispuestas a rebasarlo y a enfrentarse con China en busca de la independencia.
Claro, como todo régimen represivo que se respete, Pekín simplemente respondió con violencia y censura. Innumerables sitios Web que dan cuenta de las luchas del pueblo tibetano son inaccesibles en China; entre ellos YouTube, por supuesto, que ha sido inundado por videos publicados por el gobierno chino para denigrar al dalai lama y contar horrores de la vida en el Tíbet antes de su invasión por las tropas chinas... "liberación", según la versión oficial. Esos videos están dirigidos a Occidente pues, como dijimos, los chinos no tienen permiso para entrar en YouTube.
La idea de boicotear los juegos olímpicos ya llegó a boca de Nicolas Sarkozy, presidente de Francia de quien poco podría sospecharse su simpatía por causas tan exóticas como los derechos humanos en el Tíbet, sobre todo después de haberle tendido la alfombra roja al coronel Gadhaffi, en la visita que éste hizo a París para que le agradecieran haber liberado a las enfermeras búlgaras que mantuvo como rehenes durante años.
Hace algunas semanas fue la cantante Björk la que dio la nota discordante en un concierto que ofreció en Hong Kong, al término del cual también pidió respeto para el pueblo tibetano. Y antes, fue Steven Spielberg quien renunció a participar en la organización de la ceremonia inaugural de los juegos olímpicos por la actitud de China ante la crisis de Darfour. ¿Cuántos más se apuntarán de aquí a que la antorcha llegue a Pekín?
La idea se ha estado manejando desde que Pekín desató un sangrienta represión en contra de los tibetanos que al cumplirse 49 años de que el dalai lama, junto con unos cien mil seguidores, tuviera que escapar de Lhassa y establecer su gobierno en el exilio organizaron manifestaciones para exigir una auténtica autonomía para su país.
La situación del Tíbet no es muy diferente de la que tenía Kosovo como provincia serbia. Y si hay diferencias, es para peor: a lo largo de más de medio siglo, los tibetanos han sido víctimas de un verdadero genocidio cultural, han perdido a sus representantes, su lengua es reprimida en favor del chino, su territorio ha sido colonizado por chinos al grado que están a punto de convertirse en minoría dentro de su propio país.
Pero para China, Tíbet es parte de su territorio y no está dispuesta a condecerle la menor brizna de autonomía, ya no digamos de independencia. Y siempre se ha negado a dialogar con el dalai lama, el cual busca sólo mejores condiciones de vida para su gente. Ahora Pekín tendrá que pagar más caros los oídos sordos que ha puesto al jefe del budismo tibetano, pues las nuevas generaciones, hartas del inmovilismo al que las ha conducido la postura concliante del dalai lama, ahora están dispuestas a rebasarlo y a enfrentarse con China en busca de la independencia.
Claro, como todo régimen represivo que se respete, Pekín simplemente respondió con violencia y censura. Innumerables sitios Web que dan cuenta de las luchas del pueblo tibetano son inaccesibles en China; entre ellos YouTube, por supuesto, que ha sido inundado por videos publicados por el gobierno chino para denigrar al dalai lama y contar horrores de la vida en el Tíbet antes de su invasión por las tropas chinas... "liberación", según la versión oficial. Esos videos están dirigidos a Occidente pues, como dijimos, los chinos no tienen permiso para entrar en YouTube.
La idea de boicotear los juegos olímpicos ya llegó a boca de Nicolas Sarkozy, presidente de Francia de quien poco podría sospecharse su simpatía por causas tan exóticas como los derechos humanos en el Tíbet, sobre todo después de haberle tendido la alfombra roja al coronel Gadhaffi, en la visita que éste hizo a París para que le agradecieran haber liberado a las enfermeras búlgaras que mantuvo como rehenes durante años.
Hace algunas semanas fue la cantante Björk la que dio la nota discordante en un concierto que ofreció en Hong Kong, al término del cual también pidió respeto para el pueblo tibetano. Y antes, fue Steven Spielberg quien renunció a participar en la organización de la ceremonia inaugural de los juegos olímpicos por la actitud de China ante la crisis de Darfour. ¿Cuántos más se apuntarán de aquí a que la antorcha llegue a Pekín?
15 marzo, 2008
Notas de viaje
La tercera vez que fui a Washington, D.C., llegué al aeropuerto Ronald Reagan. Esto fue en 1996 cuando el angelito, aunque retirado y ya afectado por el Alzheimer, todavía seguía en este plano de existencia. El motivo de esa visita, a diferencia de las dos anteriores, cuando me llevaron a la capital del imperio razones familiares, fue asistir a la convención de editores de diarios de Estados Unidos, algo así como la comida de la libertad de prensa que se organiza en México, sólo que a la gringa, es decir, en grande. Fueron cinco días de conferencias, ponencias, exposiciones y almuerzos.
Llegar al aeropuerto Ronald Reagan fue algo bastante ignominioso. Yo sentía que el simple hecho de caminar por sus pasillos me volvería simpatizante suyo y que jamás podría ver a los ojos a mis amigos que militan en la izquierda. Volví a vivir el apuro en que me vi cuando uno de ellos me vio saliendo de una iglesia. Yo había asistido al bautizo del hijo de un amigo y a la hora de bajar la escalinata, él iba pasando enfrente, camino a una reunión de su célula. Tuve que comprar su silencio invitándole unos tragos.
La convención de periodistas en Washington no estuvo mal. Sobre todo porque en esa ciudad no estaba prohibido fumar en lugares públicos, como lo estaba en Miami, donde yo residía en ese tiempo. Así que podía entregarme a mi vicio, como cientos de otros asistentes más, una vez acabadas las sesiones.
Los almuerzos eran otra cosa. En los tres que asistí, al final, a la hora del postre, llegaba un orador invitado que hablaba de algún tema más o menos relacionado con el periodismo. Y los oradores fueron de primera línea: estuvieron Al Gore, entonces vicepresidente; Bob Dole, que en ese tiempo pretendía la nominación presidencial republicana que en noviembre lo llevaría a contender contra Bill Clinton en las urnas; y Salman Rushdie, escritor que ya llevaba casi diez años escondiéndose de las huestes de los ayatolahs, que en nombre de su dios misericordioso habían pedido su cabeza por blasfemo.
Muy a diferencia de la imagen de serio y aburrido que se ha labrado, Al Gore tiene un gran sentido del humor, es ingenioso y no se priva de burlarse de sí mismo. Bob Dole, por su parte, era su antítesis: su voz monótona me arrulló desde que empezó a hablar hasta que me despertaron los aplausos del distinguido público, que con las palmas expresó su contento por el fin de su perorata. Salman Rushdie llegó con un dispositivo de seguridad impresionante y tan efectivo que no pude ver cómo llegó ni cuándo se fue. De pronto ya estaba en el podio hablando de la libertad de expresión, tema que supongo le ha de resultar muy cercano, y al terminar, en un parpadeo en medio de los aplausos, ya había desaparecido.
Al margen de la convención hubo varios actos, uno de ellos una recepción en el Instituto Kato, centro de estudios de los medios, al que asistieron numerosos periodistas extranjeros. Yo me integré en el grupo de los "latinos", en el que dominaban los argentinos (había tres), y así pude enterarme de la imagen que proyecta en el extranjero el periodismo mexicano. Uno de ellos me preguntó, sin asomo de mala fe, que si era cierto que en México, el gobierno les paga a los periódicos para que sólo publiquen notas favorables. La verdad es que no supe qué contestar, pero los colegas tomaron mi silencio por asentimiento y de ahí se lanzaron en una discusión sobre la independencia de los medios respecto del estado que, en lo personal, no me ofrecía ningún interés. Preferí salirme a la terraza a contemplar el espectáculo del Potomac nocturno y platicar con una colega brasileña.
Llegar al aeropuerto Ronald Reagan fue algo bastante ignominioso. Yo sentía que el simple hecho de caminar por sus pasillos me volvería simpatizante suyo y que jamás podría ver a los ojos a mis amigos que militan en la izquierda. Volví a vivir el apuro en que me vi cuando uno de ellos me vio saliendo de una iglesia. Yo había asistido al bautizo del hijo de un amigo y a la hora de bajar la escalinata, él iba pasando enfrente, camino a una reunión de su célula. Tuve que comprar su silencio invitándole unos tragos.
La convención de periodistas en Washington no estuvo mal. Sobre todo porque en esa ciudad no estaba prohibido fumar en lugares públicos, como lo estaba en Miami, donde yo residía en ese tiempo. Así que podía entregarme a mi vicio, como cientos de otros asistentes más, una vez acabadas las sesiones.
Los almuerzos eran otra cosa. En los tres que asistí, al final, a la hora del postre, llegaba un orador invitado que hablaba de algún tema más o menos relacionado con el periodismo. Y los oradores fueron de primera línea: estuvieron Al Gore, entonces vicepresidente; Bob Dole, que en ese tiempo pretendía la nominación presidencial republicana que en noviembre lo llevaría a contender contra Bill Clinton en las urnas; y Salman Rushdie, escritor que ya llevaba casi diez años escondiéndose de las huestes de los ayatolahs, que en nombre de su dios misericordioso habían pedido su cabeza por blasfemo.
Muy a diferencia de la imagen de serio y aburrido que se ha labrado, Al Gore tiene un gran sentido del humor, es ingenioso y no se priva de burlarse de sí mismo. Bob Dole, por su parte, era su antítesis: su voz monótona me arrulló desde que empezó a hablar hasta que me despertaron los aplausos del distinguido público, que con las palmas expresó su contento por el fin de su perorata. Salman Rushdie llegó con un dispositivo de seguridad impresionante y tan efectivo que no pude ver cómo llegó ni cuándo se fue. De pronto ya estaba en el podio hablando de la libertad de expresión, tema que supongo le ha de resultar muy cercano, y al terminar, en un parpadeo en medio de los aplausos, ya había desaparecido.
Al margen de la convención hubo varios actos, uno de ellos una recepción en el Instituto Kato, centro de estudios de los medios, al que asistieron numerosos periodistas extranjeros. Yo me integré en el grupo de los "latinos", en el que dominaban los argentinos (había tres), y así pude enterarme de la imagen que proyecta en el extranjero el periodismo mexicano. Uno de ellos me preguntó, sin asomo de mala fe, que si era cierto que en México, el gobierno les paga a los periódicos para que sólo publiquen notas favorables. La verdad es que no supe qué contestar, pero los colegas tomaron mi silencio por asentimiento y de ahí se lanzaron en una discusión sobre la independencia de los medios respecto del estado que, en lo personal, no me ofrecía ningún interés. Preferí salirme a la terraza a contemplar el espectáculo del Potomac nocturno y platicar con una colega brasileña.
Lecturas en la gran capital
El gobierno de la Ciudad de México piensa (¿o sabe?) que sus habitantes son analfabetas, al menos analfabetas funcionales, por eso se ha empeñado en identificar las estaciones del metro y del metrobús con pictogramas. Esto, además de darle la razón a los chinos, que desde hace más de cinco mil años saben que una imagen dice más que mil palabras, permite que la gente que no lee se suba y se baje en la estación deseada. "Vamos a la estación de la mariposa", por ejemplo, pues es incapaz de leer Juanacatlán.
Todo eso está muy bien. El problema se presenta cuando en lugar de una mariposa, un chapulín o una campana, el viajero analfabeta se topa con la efigie de alguno de los héroes que nos dieron patria. Porque, digo, si no es capaz de leer "Juárez", menos va a saber que es la estación del Benemérito de las Américas. Si bien el perfil de Hidalgo es más o menos reconocible por la calva, ¿qué diferencia hay entre el de Guerrero y el de Allende, ambos de uniforme militar? Y, por cierto, ¿quién fue Valentín Gómez Farías?
El caso es que le decimos a nuestro pasajero que se baje en tal o cual estación para llegar a su destino, y el pobre analfabeta acaba en el extremo opuesto de la ciudad, pues confundió la imagen de San Antonio con la de Tezozomoc.
Lo curioso del caso es que en muchas estaciones, sobre todo las de transbordo, suele haber librerías a montones. Y no se diga afuera, a la entrada. Por ejemplo, sobre Balderas, entre la plaza de la Ciudadela y la estación del metro, se encuentra el equivalente de la instalación permanente de la feria del libro. ¿Es negocio vender libros en un país de analfabetas? Al parecer sí, pues los marchantes de la letra impresa tienen años establecidos en esa calle y no creo que los anime una voluntad de difusión cultural, sino más bien el mercenario deseo de ganarse un billete. La difusión cultural corre a cargo, ¡oh, sorpresa!, del gobierno de la ciudad, que en los pasillos del metro instaló estantes con libros para "leer de boleto". Es decir, de volada, frase que por lo visto fue interpretada como que uno se podía volar los libros, pues cuando he pasado por tales anaqueles siempre los encuentro vacíos. Total, ¿leemos o no leemos?
Al parecer, el mexicano sí lee, pero con reservas. En los puestos al aire libre de Balderas, por ejemplo, la literatura que predomina es la llamada "de autoayuda". Desde 101 formas de combatir la depresión hasta 101 formas de volverse rico, los títulos ofrecidos revelan toda la gama de la miseria humana. (Por cierto, al hojear el libro sobre la depresión, encontré que una de las recetas es volverse rico; me faltó hojear el libro para hacerse rico: de seguro una de las formas recomendadas es escribir un libro para combatir la depresión.)
Otra proporción importante de la oferta libresca la constituyen los libros de esoterismo: grimorios, encantamientos, fórmulas de magia de todos los colores y textos clásicos del ocultismo como el Kibalión. La gente está angustiada, anda en busca de remedios y los encuentra entre los charlatanes de todo cuño, ya sea que vendan fórmulas facilonas para alcanzar la felicidad en esta vida o métodos de riguroso ascetismo para lograrla en la otra.
Todo eso está muy bien. El problema se presenta cuando en lugar de una mariposa, un chapulín o una campana, el viajero analfabeta se topa con la efigie de alguno de los héroes que nos dieron patria. Porque, digo, si no es capaz de leer "Juárez", menos va a saber que es la estación del Benemérito de las Américas. Si bien el perfil de Hidalgo es más o menos reconocible por la calva, ¿qué diferencia hay entre el de Guerrero y el de Allende, ambos de uniforme militar? Y, por cierto, ¿quién fue Valentín Gómez Farías?
El caso es que le decimos a nuestro pasajero que se baje en tal o cual estación para llegar a su destino, y el pobre analfabeta acaba en el extremo opuesto de la ciudad, pues confundió la imagen de San Antonio con la de Tezozomoc.
Lo curioso del caso es que en muchas estaciones, sobre todo las de transbordo, suele haber librerías a montones. Y no se diga afuera, a la entrada. Por ejemplo, sobre Balderas, entre la plaza de la Ciudadela y la estación del metro, se encuentra el equivalente de la instalación permanente de la feria del libro. ¿Es negocio vender libros en un país de analfabetas? Al parecer sí, pues los marchantes de la letra impresa tienen años establecidos en esa calle y no creo que los anime una voluntad de difusión cultural, sino más bien el mercenario deseo de ganarse un billete. La difusión cultural corre a cargo, ¡oh, sorpresa!, del gobierno de la ciudad, que en los pasillos del metro instaló estantes con libros para "leer de boleto". Es decir, de volada, frase que por lo visto fue interpretada como que uno se podía volar los libros, pues cuando he pasado por tales anaqueles siempre los encuentro vacíos. Total, ¿leemos o no leemos?
Al parecer, el mexicano sí lee, pero con reservas. En los puestos al aire libre de Balderas, por ejemplo, la literatura que predomina es la llamada "de autoayuda". Desde 101 formas de combatir la depresión hasta 101 formas de volverse rico, los títulos ofrecidos revelan toda la gama de la miseria humana. (Por cierto, al hojear el libro sobre la depresión, encontré que una de las recetas es volverse rico; me faltó hojear el libro para hacerse rico: de seguro una de las formas recomendadas es escribir un libro para combatir la depresión.)
Otra proporción importante de la oferta libresca la constituyen los libros de esoterismo: grimorios, encantamientos, fórmulas de magia de todos los colores y textos clásicos del ocultismo como el Kibalión. La gente está angustiada, anda en busca de remedios y los encuentra entre los charlatanes de todo cuño, ya sea que vendan fórmulas facilonas para alcanzar la felicidad en esta vida o métodos de riguroso ascetismo para lograrla en la otra.
01 marzo, 2008
Boleto de regreso
Nos pasamos la vida tratando de desentrañarle el sentido a nuestro paso por la Tierra y, cuando más o menos creíamos que teníamos resuelto el misterio, el árbitro nos silba, nos enseña la tarjeta roja y nos saca del juego, dizque por haber violado alguna obscura regla: le entramos muy recio al chicharrón y a las cervezas y nos dio un infarto; olvidamos que no había que mezclar el Viagra con el alcohol y nos quedamos tiesos en el lecho del amor; no nos fijamos a la hora de cruzar la calle y nos aplastó un camión; nunca leímos los periódicos, nos fuimos a pasear a Acapulco y acabamos en medio de un tiroteo de narcos. Si bien este mundo sólo tiene una puerta de entrada, sus salidas son innumerables.
Yo crecí en un mundo muy diferente al actual y una de las diferencias más evidentes es que las cosas tenían nombre, no marca. Por ejemplo, usábamos pantalones, no Levi's ni Dockers; andábamos en coche, no en Pontiacs ni Jettas; y usábamos zapatos, no Adidas ni Nike (por lo demás, recuerdo que en la primaria nos tenían prohibido ir de tenis, salvo los días que teníamos clase de educación física, así que nuestras opciones se reducían a los zapatos Canadá).
Sí, ya desde entonces se le llamaba "pan bimbo" a todo pan de caja y no era infrecuente oír en la tienda que alguien pidiera un "pan bimbo Wonder". También los gansitos eran el genérico de cualquier tipo de pastelito y así uno podía ir a comprar gansitos y regresar muy campante con un Pipiolo o un Twinky Wonder. Pero estos casos eran tan excepcionales que se comentaban en tono de burla y condescendencia hacia sus protagonistas.
Claro, no es que ahora Levi's sea el genérico de pantalones. ¡Ni lo mande Dior! Todo lo contrario: al menos en materia de ropa, los nombres genéricos están desapareciendo y dejando su lugar a las marcas. Por ejemplo, en la pasarela de la alfombra roja, previa a la entrega de los Óscares, una de las animadoras del evento le preguntaba a las actrices qué estaban usando. Y éstas respondían invariablemente citando el nombre del diseñador de la prenda respectiva. El ojo avizor quizá sea capaz de distinguir entre uno y otro (por ejemplo, entre Dolce y Gabanna), pero para mi menda, capaz sólo de ver vestidos, ese desfile de nombres resultó incomprensible. ¿Señal de que ya me estoy volviendo viejo?
Es posible. Ayer recibí una llamada de una empresa registrada con el cantarino nombre de Tiempo y Vida. Tardé en darme cuenta de que detrás de ella se agazapa una conocida compañía de pompas fúnebres y que, en resumidas cuentas, vende funerales con el concepto de pague ahora y muérase después. ¿Por qué tardé en darme cuenta? Ah, porque la vendedora (que supongo que no se llama a sí misma vendedora, sino representante de servicios al cliente o algo así) no mencionó jamás las palabras "muerte", "funeral" ni otros elementos discursivos asociados con el fin de la vida. No, ella habló de "previsión", de lo "inevitable" y demás eufemismos que vuelven hasta agradable la idea de que nos metan en un cajón y nos refundan a tres metros bajo tierra.
Con todo, no es mala idea dejar arreglada nuestra partida de este mundo. Al ahorro que significa pagar por adelantado nuestro boleto de regreso, se le suma la ventaja de evitarles a nuestros llorosos deudos las molestias y los gastos de andar organizando nuestro funeral a última hora cuando, dada la situación en que se encuentran, son presa fácil de los comerciantes de la muerte. Si realmente están muy afligidos, van a querer gastar lo que no tienen para darnos el "servicio que merecemos". Y si se alegran de que finalmente "ya se peló el viejo", nos van a querer echar a la fosa común. Y ninguno de esos dos casos es reconfortante.
Yo crecí en un mundo muy diferente al actual y una de las diferencias más evidentes es que las cosas tenían nombre, no marca. Por ejemplo, usábamos pantalones, no Levi's ni Dockers; andábamos en coche, no en Pontiacs ni Jettas; y usábamos zapatos, no Adidas ni Nike (por lo demás, recuerdo que en la primaria nos tenían prohibido ir de tenis, salvo los días que teníamos clase de educación física, así que nuestras opciones se reducían a los zapatos Canadá).
Sí, ya desde entonces se le llamaba "pan bimbo" a todo pan de caja y no era infrecuente oír en la tienda que alguien pidiera un "pan bimbo Wonder". También los gansitos eran el genérico de cualquier tipo de pastelito y así uno podía ir a comprar gansitos y regresar muy campante con un Pipiolo o un Twinky Wonder. Pero estos casos eran tan excepcionales que se comentaban en tono de burla y condescendencia hacia sus protagonistas.
Claro, no es que ahora Levi's sea el genérico de pantalones. ¡Ni lo mande Dior! Todo lo contrario: al menos en materia de ropa, los nombres genéricos están desapareciendo y dejando su lugar a las marcas. Por ejemplo, en la pasarela de la alfombra roja, previa a la entrega de los Óscares, una de las animadoras del evento le preguntaba a las actrices qué estaban usando. Y éstas respondían invariablemente citando el nombre del diseñador de la prenda respectiva. El ojo avizor quizá sea capaz de distinguir entre uno y otro (por ejemplo, entre Dolce y Gabanna), pero para mi menda, capaz sólo de ver vestidos, ese desfile de nombres resultó incomprensible. ¿Señal de que ya me estoy volviendo viejo?
Es posible. Ayer recibí una llamada de una empresa registrada con el cantarino nombre de Tiempo y Vida. Tardé en darme cuenta de que detrás de ella se agazapa una conocida compañía de pompas fúnebres y que, en resumidas cuentas, vende funerales con el concepto de pague ahora y muérase después. ¿Por qué tardé en darme cuenta? Ah, porque la vendedora (que supongo que no se llama a sí misma vendedora, sino representante de servicios al cliente o algo así) no mencionó jamás las palabras "muerte", "funeral" ni otros elementos discursivos asociados con el fin de la vida. No, ella habló de "previsión", de lo "inevitable" y demás eufemismos que vuelven hasta agradable la idea de que nos metan en un cajón y nos refundan a tres metros bajo tierra.
Con todo, no es mala idea dejar arreglada nuestra partida de este mundo. Al ahorro que significa pagar por adelantado nuestro boleto de regreso, se le suma la ventaja de evitarles a nuestros llorosos deudos las molestias y los gastos de andar organizando nuestro funeral a última hora cuando, dada la situación en que se encuentran, son presa fácil de los comerciantes de la muerte. Si realmente están muy afligidos, van a querer gastar lo que no tienen para darnos el "servicio que merecemos". Y si se alegran de que finalmente "ya se peló el viejo", nos van a querer echar a la fosa común. Y ninguno de esos dos casos es reconfortante.
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