La tercera vez que fui a Washington, D.C., llegué al aeropuerto Ronald Reagan. Esto fue en 1996 cuando el angelito, aunque retirado y ya afectado por el Alzheimer, todavía seguía en este plano de existencia. El motivo de esa visita, a diferencia de las dos anteriores, cuando me llevaron a la capital del imperio razones familiares, fue asistir a la convención de editores de diarios de Estados Unidos, algo así como la comida de la libertad de prensa que se organiza en México, sólo que a la gringa, es decir, en grande. Fueron cinco días de conferencias, ponencias, exposiciones y almuerzos.
Llegar al aeropuerto Ronald Reagan fue algo bastante ignominioso. Yo sentía que el simple hecho de caminar por sus pasillos me volvería simpatizante suyo y que jamás podría ver a los ojos a mis amigos que militan en la izquierda. Volví a vivir el apuro en que me vi cuando uno de ellos me vio saliendo de una iglesia. Yo había asistido al bautizo del hijo de un amigo y a la hora de bajar la escalinata, él iba pasando enfrente, camino a una reunión de su célula. Tuve que comprar su silencio invitándole unos tragos.
La convención de periodistas en Washington no estuvo mal. Sobre todo porque en esa ciudad no estaba prohibido fumar en lugares públicos, como lo estaba en Miami, donde yo residía en ese tiempo. Así que podía entregarme a mi vicio, como cientos de otros asistentes más, una vez acabadas las sesiones.
Los almuerzos eran otra cosa. En los tres que asistí, al final, a la hora del postre, llegaba un orador invitado que hablaba de algún tema más o menos relacionado con el periodismo. Y los oradores fueron de primera línea: estuvieron Al Gore, entonces vicepresidente; Bob Dole, que en ese tiempo pretendía la nominación presidencial republicana que en noviembre lo llevaría a contender contra Bill Clinton en las urnas; y Salman Rushdie, escritor que ya llevaba casi diez años escondiéndose de las huestes de los ayatolahs, que en nombre de su dios misericordioso habían pedido su cabeza por blasfemo.
Muy a diferencia de la imagen de serio y aburrido que se ha labrado, Al Gore tiene un gran sentido del humor, es ingenioso y no se priva de burlarse de sí mismo. Bob Dole, por su parte, era su antítesis: su voz monótona me arrulló desde que empezó a hablar hasta que me despertaron los aplausos del distinguido público, que con las palmas expresó su contento por el fin de su perorata. Salman Rushdie llegó con un dispositivo de seguridad impresionante y tan efectivo que no pude ver cómo llegó ni cuándo se fue. De pronto ya estaba en el podio hablando de la libertad de expresión, tema que supongo le ha de resultar muy cercano, y al terminar, en un parpadeo en medio de los aplausos, ya había desaparecido.
Al margen de la convención hubo varios actos, uno de ellos una recepción en el Instituto Kato, centro de estudios de los medios, al que asistieron numerosos periodistas extranjeros. Yo me integré en el grupo de los "latinos", en el que dominaban los argentinos (había tres), y así pude enterarme de la imagen que proyecta en el extranjero el periodismo mexicano. Uno de ellos me preguntó, sin asomo de mala fe, que si era cierto que en México, el gobierno les paga a los periódicos para que sólo publiquen notas favorables. La verdad es que no supe qué contestar, pero los colegas tomaron mi silencio por asentimiento y de ahí se lanzaron en una discusión sobre la independencia de los medios respecto del estado que, en lo personal, no me ofrecía ningún interés. Preferí salirme a la terraza a contemplar el espectáculo del Potomac nocturno y platicar con una colega brasileña.
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