Nos pasamos la vida tratando de desentrañarle el sentido a nuestro paso por la Tierra y, cuando más o menos creíamos que teníamos resuelto el misterio, el árbitro nos silba, nos enseña la tarjeta roja y nos saca del juego, dizque por haber violado alguna obscura regla: le entramos muy recio al chicharrón y a las cervezas y nos dio un infarto; olvidamos que no había que mezclar el Viagra con el alcohol y nos quedamos tiesos en el lecho del amor; no nos fijamos a la hora de cruzar la calle y nos aplastó un camión; nunca leímos los periódicos, nos fuimos a pasear a Acapulco y acabamos en medio de un tiroteo de narcos. Si bien este mundo sólo tiene una puerta de entrada, sus salidas son innumerables.
Yo crecí en un mundo muy diferente al actual y una de las diferencias más evidentes es que las cosas tenían nombre, no marca. Por ejemplo, usábamos pantalones, no Levi's ni Dockers; andábamos en coche, no en Pontiacs ni Jettas; y usábamos zapatos, no Adidas ni Nike (por lo demás, recuerdo que en la primaria nos tenían prohibido ir de tenis, salvo los días que teníamos clase de educación física, así que nuestras opciones se reducían a los zapatos Canadá).
Sí, ya desde entonces se le llamaba "pan bimbo" a todo pan de caja y no era infrecuente oír en la tienda que alguien pidiera un "pan bimbo Wonder". También los gansitos eran el genérico de cualquier tipo de pastelito y así uno podía ir a comprar gansitos y regresar muy campante con un Pipiolo o un Twinky Wonder. Pero estos casos eran tan excepcionales que se comentaban en tono de burla y condescendencia hacia sus protagonistas.
Claro, no es que ahora Levi's sea el genérico de pantalones. ¡Ni lo mande Dior! Todo lo contrario: al menos en materia de ropa, los nombres genéricos están desapareciendo y dejando su lugar a las marcas. Por ejemplo, en la pasarela de la alfombra roja, previa a la entrega de los Óscares, una de las animadoras del evento le preguntaba a las actrices qué estaban usando. Y éstas respondían invariablemente citando el nombre del diseñador de la prenda respectiva. El ojo avizor quizá sea capaz de distinguir entre uno y otro (por ejemplo, entre Dolce y Gabanna), pero para mi menda, capaz sólo de ver vestidos, ese desfile de nombres resultó incomprensible. ¿Señal de que ya me estoy volviendo viejo?
Es posible. Ayer recibí una llamada de una empresa registrada con el cantarino nombre de Tiempo y Vida. Tardé en darme cuenta de que detrás de ella se agazapa una conocida compañía de pompas fúnebres y que, en resumidas cuentas, vende funerales con el concepto de pague ahora y muérase después. ¿Por qué tardé en darme cuenta? Ah, porque la vendedora (que supongo que no se llama a sí misma vendedora, sino representante de servicios al cliente o algo así) no mencionó jamás las palabras "muerte", "funeral" ni otros elementos discursivos asociados con el fin de la vida. No, ella habló de "previsión", de lo "inevitable" y demás eufemismos que vuelven hasta agradable la idea de que nos metan en un cajón y nos refundan a tres metros bajo tierra.
Con todo, no es mala idea dejar arreglada nuestra partida de este mundo. Al ahorro que significa pagar por adelantado nuestro boleto de regreso, se le suma la ventaja de evitarles a nuestros llorosos deudos las molestias y los gastos de andar organizando nuestro funeral a última hora cuando, dada la situación en que se encuentran, son presa fácil de los comerciantes de la muerte. Si realmente están muy afligidos, van a querer gastar lo que no tienen para darnos el "servicio que merecemos". Y si se alegran de que finalmente "ya se peló el viejo", nos van a querer echar a la fosa común. Y ninguno de esos dos casos es reconfortante.
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