Uno de los problemas del lenguaje publicitario es que, mientras el espectador está esperando información concreta y útil sobre el producto, el anunciante le asesta ramalazos emocionales en su afán por «poner a su producto en la anécdota». Más que informarnos del producto, el anunciante nos cuenta una historia que gira en su torno. Tomado por sorpresa, el desprevenido espectador no puede dejar de reaccionar ante los descarados chantajes emocionales de que es víctima. Y tampoco puede ejercer el juicio, inutilizado en ese corto circuito entre ideas y sentimientos.
Por ejemplo, vemos a una sufrida madre de familia, que toda su vida ha sido esclavizada por la plancha, declarar su independencia y literalmente brincar hacia la libertad gracias a un producto de limpieza que, nos dicen, ayuda en esas fatigosas tareas. Emocionado por un logro que visualmente se emparenta con el triunfo obtenido en una prueba olímpica de salto libre, el espectador pasa por alto la letra menuda del fondo de la pantalla: «Este producto no reemplaza al planchado.» ¿Luego entonces? ¿No que muy libre la señora de sus faenas domésticas?
Otra historia sentimentaloide es la de la niña que le agradece a la madre que todos los días le lave su piyama favorita. La cabrona señora no sólo recibe tranquilamente el elogio sino que tiene el descaro de voltear a la cámara y confesar ante el conmovido espectador que no recuerda cuándo fue la última vez que la lavó. Pero, eso sí, lo hizo con el producto de marras, que deja oliendo la ropa a limpio por varios meses. ¿Te cae? ¿La muy cerda tiene meses de no lavarle la ropa a la escuincla y todavía tiene la suficiente cara dura para dejar que la inocente siga engañada? Se necesita estar muy enternecido con la historia para no notar el despropósito.
Lo que pasa es que, reblandecidas por la melcocha, las neuronas resultan incapaces de hacer sinapsis y, de ese modo, aceptan sin crítica alguna que un experto en higiene dental se ande paseando ocioso en los pasillos de una botica, esperando a que entre una desprevenida consumidora para regañarla por comprar un cepillo de dientes que haga juego con su vestido.
Lo único que puede hacerse ante este ataque concertado contra la inteligencia del espectador es apagar la televisión. Claro, eso significa perder la condición de espectador y volver a ser lo que realmente somos. Y como ya lo decía Mafalda hace muchos años, los muy malditos saben que no sabemos lo que somos.
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