04 mayo, 2011

Análisis de escenarios

Hasta después de muerto, Oussama Ben Laden sigue siendo un dolor de cabeza para Estados Unidos. Cuando el gobierno de Washington tuvo una convicción más o menos certera del paradero del terrorista saudita –ahora Pakistán pretende que fueron sus servicios secretos los que dieron el pitazo decisivo–, Barack Obama se enfrentó a dos opciones: un ataque aéreo contra el conjunto residencial o una operación terrestre a cargo de un comando de las fuerzas especiales de la armada (las ahora cubiertas de gloria Navy Seals). Se decidió por éstas, en principio para evitar bajas civiles (muy mal vistas por la opinión pública, especialmente después de las sonadas meteduras de pata en Afganistán) pero también para tener la certeza de que se tratara del enemigo público número uno de Estados Unidos. No fuera a ser que los aviones no tripulados fueran a arrasar la casita del médico del pueblo, tan querido y respetado él.

En lo que seguramente los asesores de Obama llamaron «análisis de escenarios», ha de haber surgido la pregunta inevitable: ¿Lo queremos vivo o muerto? Primer escenario: lo capturamos vivo. ¿Qué hacemos con el cabrón, digo, con el «combatiente enemigo»? Llevarlo a Guantánamo cuando se está estudiando la posibilidad de cerrar el centro de detención inaugurado fuera de toda ley por el predecesor de Obama sería un contrasentido. Ponerlo en alguna prisión del territorio continental de Estados Unidos significaría meterle el susto de su vida a todo un pueblo, aterrorizado de estar pisando el mismo suelo que el enemigo jurado de su país, por no hablar de la posibilidad de que sus secuaces organizaran alguna operación de rescate, con todo y atentado para crear una distracción. Su juicio, por lo demás, seguramente sería un circo, que el demagogo aprovecharía como tribuna para lanzar sus gastadas diatribas contra el imperialismo, los sionistas, los cruzados y demás yerbas.

La balanza naturalmente se inclinó en favor del segundo escenario: encontrar a Oussama ben Mohammed ben Awad ben Laden y pegarle un tiro en la cabeza (o dos, para ir a la segura) que lo dejara muerto, lo que se dice muerto. Pero ese escenario planteaba al mismo tiempo otras preguntas. ¿Qué hacemos con el cadáver del cabrón, digo, del hoy occiso? Estando tan inmersos en la cultura del complot, no ha de haber faltado quien advirtiera que una buena proporción de la opinión pública estadounidense no iba a creer en la muerte de Ben Laden. Después de la «misión cumplida» de Jorgito Dobleú, los gringos están escaldados con las declaraciones triunfalistas y hasta al jocoque le soplan, es decir, dudan hasta de la autenticidad de las actas de nacimiento. Entonces no habrá faltado quien propusiera embalsamar al fiambre y pasearlo por todos los estados de la Unión, para que el pueblo se convenciera de que efectivamente su enemigo estaba liquidado definitivamente.

¿Quién habrá sido el que advirtió que eso sería un acto de profanación para los musulmanes? En efecto, la tradición islámica quiere que los difuntos sean entregados al reposo eterno menos de 24 horas después de haber fallecido. Acto que, por lo demás, va precedido por una ceremonia de purificación y amortajamiento del cuerpo. Hacer circular los despojos mortales de Ben Laden de feria en feria sería una contravención tan grave que todos los musulmanes, incluso quienes lo despreciaban, se sentirían ultrajados.

Por lo demás, repito, la paranoia conspiratoria de los gringos hubiera vuelto inútil ese ejercicio de transparencia. «¡Ése no es Ben Laden!», habrían repetido en Fox News los turiferarios de la derecha. «Yo vi sus videos en YouTube y nunca se estaba tan quietecito; ése ha de ser un doble.» «¿A quién quieren engañar? Ben Laden era mucho más joven que ése que están exhibiendo», diría alguno mostrando una foto del millonario saudita cuando, a sueldo de El Riad y de la CIA, se encargaba de repartir fondos y contratar muyahidines para combatir a los soviéticos en Afganistán, allá en los años ochenta del siglo pasado.

Obama se decidió por lo más razonable: liquidar al enemigo de su país pero respetando también sus creencias, para no dar la impresión de que se trataba de un acto en contra de una religión. Claro, y como era de esperarse, ya hay quien duda de la veracidad de los hechos. Pero esos ciegos voluntarios no se convencerían ni metiendo el dedo en el agujero que le abrieron en la cabeza a Ben Laden.

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