El fin de los milagros
Aunque la oficina de milagros del cielo lleva cerrada miles de años, la actividad principal en iglesias, templos, sinagogas y pagodas sigue siendo la de pedir milagros.
Imaginemos a dios, que finalmente se decide a inventar el universo. Se pasa literalmente una eternidad estableciendo las leyes que lo habrán de regir (y sobre todo elaborando el código penal, parte muy importante del sistema de castigos y recompensas que se maneja en las religiones) y, ¿qué pasa? Que lo primero que hace el hombre es pedirle que viole todas sus leyes y que le conceda el mezquino placer de sacarse la lotería para así comprar el último modelo de camioneta que anuncian en la tele y presumirle a sus vecinos.
Anda uno en problemas de cualquier tipo y en lo único que piensa es en acercarse a dios para preguntarle: “¿Que no nos podemos arreglar de alguna manera?”, con una sonrisita maliciosa y la mano en la cartera, dispuesta a abrirse para comprarle un ex voto, una estampita o pagar una misa. Le pide que viole las leyes de la biología, la fisiología, la anatomía, la química y la física para que lo cure de alguna enfermedad a cambio de ponerle su veladora. Vaya, le pedimos que viole incluso las leyes humanas (“Si no me agarran los de Hacienda, te prometo que voy a bailar a Chalma.”) a cambio de alguna baratija o banalidad (¡bailamos tan bien que dios está dispuesto a complacernos con tal de disfrutar del espectáculo!).
¿Con qué tipo de dios está tratando? Digo, porque si ese dios se deja sobornar –como el agente de tránsito que cierra los ojos al reglamento a cambio de que le deslicemos discretamente un billetito– como que da qué decir acerca de su integridad moral.
El tipo de soborno es lo de menos: unos rezos, unas veladoras, quizá algún sacrificio (“Te prometo que si me sacas vivo de este infarto dejo de fumar, de comer chicharrón y me pongo a hacer ejercicio.”). Lo que cuenta es la intención de corromper al juez supremo para que falle en nuestro favor.
Ahora bien, si me dicen que dios acepta el soborno por compasión, creo que se vería mucho más compasivo si desde un principio nos evitara la penosa necesidad de andarle pidiendo frías. Es decir, que nos ahorrara enfermedades, dificultades económicas, problemas familiares y demás condiciones de la vida humana.
Lo curioso del caso es que, aun cuando nadie ha visto nunca que ocurra algún milagro, seguimos pidiéndolos. Es decir, los milagros son el gran éxito en la lista de complacencias, pese a que nunca nos complacen. Ordenamos el platillo del menú que está agotado desde hace siglos con la esperanza de que, “por tratarse de nosotros”, ahora sí se nos va a hacer.