El país de las mentiras
Los presidentes estadunidenses le han dado mal nombre a la mentira. Desde Richard "I'm not a crook" Nixon, hasta George Bush con sus inexistentes armas irakíes, pasando por Carter y su inútil (y no reconocido) intento por liberar a los rehenes en Irán, por Bill Clinton, que tuvo a su cargo la redefinición completa del acto sexual, sin olvidar por supuesto al inefable Ronald Reagan y sus "no recuerdo" a propósito de la venta de armas a Irán, los inquilinos de la Casa Blanca parecen llegar y quedarse allí sólo gracias al engaño, la manipulación y, claro, las mentiras.
Lo curioso que uno de los mitos fundadores de Estados Unidos es aquella anécdota de George Washington quien, tras cortar un árbol, tuvo que reconcocer su travesura ante su padre, pues, dijo, "no puedo mentir". Decir mentiras y su contraparte, decir la verdad, desempeñan así un importante papel en el imaginario del pueblo gringo. De hecho, este dilema constituye la base para la mayoría de los argumentos de las series de comedia. Sería demasiado laborioso levantar el inventario de los episodios en los que la trama gira en torno a una mentira dicha por el personaje, sus intentos de encubrirla o revestirla de veracidad, y el desenlace que invariablemente consiste en reconocerla y aceptar sus consecuencias.
Quizá esta obsesión de los gringos por la verdad en la tele se deba sencillamente a que no la encuentran en la vida real.
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