04 septiembre, 2004

Putin en el Cáucaso

Como debieron haberlo anticipado los mismos captores, la crisis de los rehenes en Beslán, en Osetia del Norte, terminó en un baño de sangre: de mil cautivos, 250 murieron y 700 resultaron lesionados.


Después de la toma de rehenes en un teatro de Moscú, en octubre de 2002, el parlamento ruso aprobó una ley que le impide al gobierno negociar con "terroristas". De este modo, cualquier grupo, sea cual fuera su bandera, sabe de antemano que, al meterse en una situación como ésta, la única salida que habrá pasará por la fuerza de las armas. Y, dado el historial del ejército ruso en el Cáucaso, es fácil calcular que las autoridades del Kremlin no se tocarán el corazón para ordenar un asalto, sin tomar en cuenta el número de víctimas posibles. O colaterales, como seguramente oiremos decir ahora cuando se refieran a los niños masacrados en su escuela por órdenes de Vladimir el Siniestro.


Para Vladimir Putin, el conflicto checheno reviste un carácter sentimental. En efecto, cuando el general Alexandr Lébed logró terminar con la primera guerra chechena mediante negociaciones, allá por 1996, adquirió tal prestigio que su fuerza política hizo temblar al debilitado Borís Yeltsin. Y así, poco después, Yeltsin destituyó a Lébed de su cargo como responsable del Consejo de Seguridad.


Los compromisos contraídos en esas tratativas pospusieron en varios años el tema de la autonomía de Chechenia y, al acercarse el plazo, Yeltsin recurrió no a Lébed (quien para entonces era gobernador de Krasnoyarsk), sino a Vladimir Putin, un tipo del ala dura que había realizado su carrera en los servicios secretos, primero como agente del KGB soviético y después en el FSB ruso.


Putin asumió el cargo de primer ministro a fines de 1999, y en las elecciones del 2000 contendió en las urnas aureolado de su fama de mano dura y un discurso revanchista que prometía revivir las glorias artificiales del pasado soviético. El pueblo ruso, cansado de la humillación de haber perdido su sitial de gran potencia, no necesitaba más para volcarse en favor del siniestro personaje. Y, todavía en espera de la recuperación que le tiene prometida, volvió a apoyarlo en 2004.


Fue el tema de Chechenia, pues, lo que le valió el poder al ahora señor del Kremlin, el cual abordó con la misma arrogancia y despotismo de que se han valido los amos de Rusia, desde Catalina la Grande, cuando a principios del siglo XIX consolidó su dominio de las tierras del Cáucaso con la anexión de Georgia, hasta Stalin, quien en plena segunda guerra mundial encontró la forma de descansar del esfuerzo bélico contra los nazis para ordenar la deportación de los pueblos caucasianos hacia el Asia central, acusándolos de "colaboración con el enemigo".



Y si Vladimir Putin en un principio se vio aislado de la comunidad internacional por su forma de reprimir todo movimiento autonomista, independentista o separatista, ahora, gracias a Al Qaida y a los atentados que ha cometido, en especial en Estados Unidos, cuenta con la bendición de los "líderes mundiales" para aplastar a sangre y fuego hasta al más tímido movimiento de defensa de los derechos humanos en el Cáucaso. Con la sencilla ecuación separatista = terrorista, Putin tiene carta blanca para actuar a nombre de la lucha contra el terrorismo. Sobre todo si tales separatistas son chechenos, pueblo levantisco que nunca ha aceptado la dominación rusa y que tiene más razones para albergar resentimientos hacia Moscú que para sentirse cobijado en el manto de la "Gran Patria Rusa", aquella que a fuerza de deportaciones y ejecuciones masivas tratara de crear Stalin.


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