No odio el futbol: simplemente me molesta la importancia artificial que le atribuyen los medios y, por este influjo, la sociedad entera. Siempre me ha parecido el ejemplo perfecto de manipulación, de pan y circo, de escapismo. No comprendo a quienes se consideran deportistas por ser capaces de pasarse una tarde frente a la televisión, tragando papitas y chupando cerveza, echándole porras a su equipo, festejando sus jugadas y afligiéndose por sus errores.
No estoy en contra del futbol, pero sí me opongo a que lo quieran convertir en la medida de mi nacionalismo, a que cuelguen de un equipo el honor de la patria y a que asimilen a los seleccionados a los héroes nacionales.
Tengo que confesar que nunca he visto completo un partido de futbol, que no conozco sus reglas y no distingo sus jugadas. Por ello, no estoy en condiciones de criticarlo (y espero no estar haciéndolo) como tal. Repruebo, eso sí, el fenómeno mediático-mercantilista en que lo han convertido y los negocios que se hacen a su amparo.
Somos un pueblo sin memoria. Cada cuatro años la selección mexicana parte rumbo al Mundial cargando a cuestas las esperanzas de que “esta vez sí se puede”, de que “el sueño puede hacerse realidad”, en medio de cábalas y augurios de analistas, expertos y hasta psíquicos que prometen triunfos y glorias para la representación nacional. La realidad, muy distinta de los sueños, es que pocas veces han hecho un papel medianamente decente. Pero patrocinadores y demás beneficiarios del negocio intentan por todos los medios a su alcance convencernos de que “esta vez es diferente”, tratando de despertar en nosotros un entusiasmo que incluya, por supuesto, el ánimo de consumir sus productos.
Y ahí vamos, guiados por comerciantes que usurpan el patriotismo, deslumbrados por expertos que ponen sus análisis al servicio del cliente, impulsados por toda una sociedad persuadida de que el honor nacional está en juego.
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