04 noviembre, 2006

Del ronco pecho de Benito Dieciséis

Hace unos días me enteré de que el padre de un amigo es diácono de una iglesia tridentina. Siendo un asunto para él tan personal, no quise verme ni muy curioso ni muy crítico ni, mucho menos, ponerme a analizar una corriente que rechaza las decisiones del segundo concilio vaticano (1962-1965) y sigue celebrando la misa en latín, con el oficiante de espaldas al pueblo.

Aunque es una minoría la de católicos que rechazan el rito conciliar, es bastante vociferante y mete más ruido que aquellos que no le confieren al latín propiedades mágicas y participan tranquilamente en la misa oficiada en la lengua nacional. Hace algunos años asistí a una misa en esperanto, no como católico sino como esperantista y, fuera de la novedad de estar hablada en la lengua internacional, en lo personal me pareció tan aburrida como las misas en latín a las que iba de chico (ya me feché, ni modo) y las misas en español, a las que dejé de ir en mi adolescencia.

Bueno, pues ahora resulta que el papa Benedicto XVI está por emitir un motu proprio, una decisión ejecutiva, digámosle así para que se entienda, tomada de su ronco pecho, para autorizar la celebración de la misa bajo el rito tridentino. Como breviario cultural, diremos que el rito tridentino es el adoptado en el concilio de Trento (1545-1563). Y hasta ahora, su celebración requería de la autorización del obispo correspondiente.

Por lo visto, el ex cardenal Ratiznger anda tan necesitado de clientela que ahora le hace ojitos a los que durante cuarenta años fueron simplemente “cismáticos”, con la esperanza quizá de que regresen al redil las ovejas descarriadas.

La comunidad tradicionalista, por supuesto, está de plácemes y ya llama “santísimo padre” a Benito Dieciséis, después de haber considerado traidores a sus dos predecesores, Paulo VI y Juan Pablo II, por apoyar la reforma del rito. ¿Qué dirán ahora los católicos anti-montinianos? Al otorgarles la libertad de celebrar la misa bajo el rito tradicional, Benedicto XVI también los priva de un argumento fundamental para los miembros de cualquier secta: la sensación de estar acosados por el mundo externo y el orgullo de ser los únicos que están en posesión de la verdad.

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