No creo en la identidad latinoamericana. Pienso que no es suficiente compartir un idioma y una historia para que los latinoamericanos nos sintamos hermanados en una identidad común. Sobre todo cuando esa historia es de guerras y luchas entre vecinos, de desconfianzas, de recelos, desdenes y rivalidades. Y en cuanto al idioma común, la brillante lengua que nos trajo el conquistador ibérico, si bien es cierto que la compartimos en un nivel más o menos educado, ya quisiéramos que pudiera comunicarse un tepiteño, con su tono cantadito y sus diminutivos nahuatlizantes, con un porteño, empeñado en pronunciar el español con acento italiano.
Creo, no obstante, en la posibilidad de la unidad latinoamericana, basada paradójicamente en la historia y el lenguaje comunes. Si Europa pudo forjar la actual Unión Europea a partir de una multitud de naciones antagónicas y una babel lingüística, América Latina bien podría ver en su futuro una integración de ese tipo.
Pero si repasamos los escalones que llevaron desde la Unión del Carbón y del Acero hasta la Unión Europea, veremos que el motor de esa integración fue siempre el interés económico, la ambición de expandir mercados, de elevar el nivel de vida de los ciudadanos, por mucho que en el fondo flotaran vagos anhelos de hermandad y de concordia entre países que durante siglos habían guerreado entre sí.
Es decir, el idealismo, o por decirlo más crudamente, las posturas ideológicas, jamás producirán integración alguna. Hay más visos de realización en medidas como el Mercosur y los tratados bilaterales de libre comercio que en los floreados discursos de los bolívares reencarnados en líderes mesiánicos.
Y volviendo al tema de la identidad latinoamericana, veo en eso más trampas demagógicas cuando no francamente racistas, como el término hispano que aplican los gringos indiscriminadamente a cualquiera que hable español que un concepto concreto y analizable.
Hay tanta diversidad en América Latina como en cualquier otra región de esa extensión en el planeta. Llamarnos latinoamericanos es más un anhelo que una realidad; o, en todo caso, un mero apelativo geográfico que no significa más que un origen entre determinadas coordenadas. América Latina, como unidad, no existe. Claro, eso no significa que no pueda llegar a existir. La tarea, pues, no consiste en analizar qué hacemos ahí, sino en reflexionar cómo llegar.
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