26 marzo, 2008

Teléfonos de mis recuerdos

Durante toda mi infancia y mi adolescencia, los teléfonos públicos costaban 20 centavos. Supongo que de ahí viene la expresión caer el veinte, pues uno ponía la moneda en una ranura y cuando caía el veinte se establecía la conexión. Pero durante el echeverriato se dejaron de hacer esas monedas de cobre que llamábamos veintes, para sustituirlas por otras más pequeñas de alguna aleación. El problema era que las nuevas monedas no servían para hablar por teléfono. Entonces los viejos veintes dejaron de circular, pues la gente los acaparaba para poder hablar por teléfono en la calle. Encontrar un veinte se volvió imposible al grado de que junto a los teléfonos públicos a veces había quien los vendía: tres veintes por un peso, con lo que sacaba una ganancia neta del 40%.

En ese tiempo, Telmex era una empresa pública, plagada por todas las lacras imaginables, en especial la burocracia y su consecuencia natural, la corrupción. Por ejemplo, para que instalaran una línea nueva podían pasar años (literalmente años, no es hipérbole retórica). Ah, pero si uno conocía a alguien dentro de la empresa, si sabía a quién darle mordida, el trámite se acortaba considerablemente.

Quizá fue esa burocracia la que hizo que, cuando salieron las nuevas monedas, a nadie se le ocurrió pensar qué pasaría con los teléfonos públicos. Pasaron meses para que empezaran a cambiar los aparatos a modo de que funcionaran con las nuevas monedas. Y, claro, Telmex aprovechó la circunstancia para multiplicar la tarifa por 2.5: los aparatos nuevos costaban ya 50 centavos.

Después de los temblores del 85, los teléfonos públicos se volvieron gratuitos. Sí, uno llegaba, descolgaba el auricular, marcaba el número y se ponía a hablar sin sacar un solo centavo de la bolsa. Supuestamente esto era así porque Telmex, siempre tan pendiente de las necesidades del consumidor, quería facilitar las comunicaciones en esos días de emergencia. Pasaron esos tiempos heroicos y los teléfonos siguieron siendo gratuitos. Ahora el rumor que quería explicarlo (rumor porque nunca hubo una explicación oficial) decía que a la empresa le costaba más recolectar las monedas de todos los aparatos que lo que éstas pudieran representar como ganancia.

Después llegaron los teléfonos de tarjeta, lo que significó reemplazar todos los aparatos y dejarnos una duda: ¿pues no decían que no era negocio? La instalación de equipo nuevo en la ciudad más grande del mundo, más la manufactura de las tarjetas, ha de haber sido una inversión enorme. Y ningún empresario invierte tanto si no va a sacar ganancias —y buenas— de su dinero. Claro, esas tarjetas estaban financiadas en buena parte por la publicidad que llevaban impresa, pero como quiera han de haber costado una lana.

2 comentarios:

Darth Chelerious dijo...

y cuál va a ser el futuro de los teléfonos públicos? en mi caso, hace años que no uso uno y en la misma cantidad de tiempo, me parece que ya no he visto a nadie usarlo. me acuerdo cuando en algunos teléfonos, la gente tenía que hacer cola.

Jorge Luis dijo...

El teléfono público tiende a la extinción, empujado por el celular. No porque salga más barato, sino porque es más cómodo (bueno, eso dicen los que lo usan).