Después de haber acariciado durante varias semanas la posibilidad de que el mexicano Agustín Carstens ocupara la dirección general del Fondo Monetario Internacional vacante por razones que ya todos conocemos, los países emergentes tendrán que apechugar este martes con la decisión que tomará el consejo de administración de la institución que, con toda verosimilitud, va a inclinarse por la ministra francesa de Finanzas, Christine Lagarde.
Pero nadie debería sorprenderse ni sentirse desilusionado. Pese a ser un candidato de peso (me disculparán que no haya podido evitar el chiste baratón), la verdad es que Carstens nunca tuvo serias probabilidades de ocupar el sillón principal del FMI.
Primero, porque la tradición no escrita quiere que los cargos directivos de las instituciones de Bretton Woods se repartan entre europeos, que ocupan la cabeza del FMI, y estadunidenses, a cargo del Banco Mundial. Así ha sido desde 1945 y ninguna protesta de ningún país, por muy emergente o en vías de desarrollo que se quiera, ha servido para cambiar ese designio.
Y en segundo lugar porque, para variar, los países emergentes no formaron ningún bloque organizado, dando muestras de estar interesados solamente en proteger sus intereses y aspiraciones, más que en lograr un cambio radical en el organismo financiero mundial. China, por ejemplo, emitió au apoyo a la francesa con la esperanza de que una de las dos subdirecciones generales del FMI recayera en uno de sus ciudadanos. Si un mexicano hubiera llegado a ese puesto, habría sido difícil que las subdirecciones se repartieran también entre los países emergentes. El caso de África es más penoso, pues los países del Continente Negro, viendo que estaba fuerte la cargada a favor de Christine Lagarde, miopemente prefirieron uncirse a la carreta de la vencedora para recoger las migajas que dejara a su paso, en lugar de apoyar una candidatura que, a la larga, les habría resultado más benéfica. Brasil, por su parte, mantuvo una perniciosa neutralidad, quizá producto del poco interés que tiene en ver que México destaque más que él en el plano internacional. Sus aspiraciones de potencia regional seguramente lo cegaron ante las ventajas que representaría tener a un tercermundista dirigiendo las finanzas mundiales.
Entre las ventajas de Carstens, los observadores destacaban su experiencia en el manejo de las crisis financieras de México, tanto cuando estaba en el Banco de México, en los terribles años del efecto Tequila, como en la secretaría de Hacienda, durante la crisis financiera global de hace unos años. Y señalaban un factor más, que no es nada desdeñable: el próximo director del FMI (o directora, aunque esto suene a foxismo) tendrá que enfrentarse a la crisis de la deuda europea, empezando con la de Grecia. Como mexicano, Carstens hubiera tenido una perspectiva más imparcial que la que pueda tener la francesa. Ésta, por lo demás, no podrá dejar de responder a los condicionamientos de su vida como política en su país. En suma, como lo advirtiera el propio Carstens, podría perfilarse ahí un conflicto de intereses.
Así están las cosas en este mundo matraca. Los efectos de la crisis financiera global no se han disipado del todo y la única consecuencia positiva, la constitución del grupo de los Veinte como foro con voz fuerte, parece estar desapareciendo, sepultada bajo los intereses tradicionales que siempre han regido la marcha del planeta.
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