06 marzo, 2004

El ojo perpetuo


George Orwell imaginó un tiempo en el que el estado sería omnipresente a través de la televisión. Los televisores no sólo serían receptores pasivos sino también transmisores y, dada su ubicuidad, el ciudadano nunca sabría en qué momento estaría siendo vigilado. Esta vigilancia continua efectuada por el Hermano Mayor está dirigida a evitar conductas delictivas. El escritor inglés le puso fecha a ese tiempo: 1984. Sin embargo, la predicción fue fallida pues en ese año (y aún ahora), los televisores siguen siendo simples receptores y la grabación generalizada en video estaba en pañales. Apenas empezaban a aparecer las cámaras caseras de video, que llegarían a substituir a las ya obsoletas cámaras de cine de súper 8 mm.


Veinte años después de la fecha fijada en la novela del escritor inglés, el video se ha extendido a todos los ámbitos. Aunque una cámara de video cuesta lo mismo de lo que costaba una de súper 8 mm, el precio del material es absolutamente más bajo. Y fiel a su origen policiaco, la cámara de video se usa muy en especial en la vigilancia: tiendas, empresas y hasta gobiernos municipales instalan cámaras para grabar todo lo que ocurra frente a ellas. Incluso hay sistemas de vigilancia domésticos, al alcance de cualquier ciudadano que tenga algo que merezca ser vigilado.


Estas cámaras constituyen una medida de disuasión pues sabemos, como nos advertía Orwell, que el Hermano Mayor nos vigila. Por ello, respetamos el lugar para discapacitados en el estacionamiento del súper, no tratamos de ver el número secreto del tipo que está antes de nosotros en el cajero automático y, por supuesto, no tratamos de asaltar a mano armada al Oxxo de la esquina. Sabemos que, llegado el momento, aparecerá una cinta de video que nos incrimine. El ojo perpetuo nos lleva por el camino del bien.


Hay algunas consideraciones éticas, claro, en este "obrar bien". ¿Qué valor tiene actuar en función del infierno tan temido y no con miras al cielo que me tienes prometido? Eso habría que dejarlo en la RAM y analizarlo en otra ocasión. Lo que no podemos dejar para después, vistos los escándalos surgidos recientemente en nuestro país gracias al video, es el hecho de que éste se use como medio de extorsión y, sobre todo, los comentarios que los afectados tejen a modo de disculpa.


El hecho de que los videos hayan sido grabados como parte de una campaña de golpeadores políticos no le resta vigencia ni veracidad a su contenido. El niño verde, que con cara de fuchi pide dos millones de dólares por un permiso, o el secretario del candidato más viable a la presidencia para el 2006, que se embolsilla 45 mil dólares, no pueden alegar una campaña de difamación en su contra, sin antes explicar porqué solicitan o aceptan esas cantidades. Señalar culpables de la producción de esos videos en los sótanos de Bucareli o de Los Pinos es tratar de desviar la atención del respetable público que nos favorece con su presencia.


Serán necesarias muchas explicaciones para calmar las agitadas aguas de nuestro mundillo político. Y aun así, las cosas no volverán a ser como eran antes. Aunque sea por la posibilidad de estelarizar un video difundido por la televisión y por el temor de las consecuencias, no sólo políticas sino incluso judiciales, desde ahora los funcionarios tendrán más cuidado al momento de venderse. Quizá lo que podrían hacer sería tener un camarógrafo de cabecera. De ese modo, si alguien intentara extorsionarlos por recibir un soborno, ellos podrían contraatacar con la amenaza de exhibir el video que mostrara esa extorsión. Claro, si todos hicieran lo mismo, llegaría un momento en que se produciría un video que reflejara un juego laberíntico de extorsiones, sobornos y amenazas. Como en dos espejos puestos frente a frente, la corrupción se reflejaría hasta el infinito, sin mostrar nada más. Ese video, ciertamente, sería el análisis más acertado de nuestra realidad.

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