En su contexto original la novela Mil novecientos ochenta y cuatro de George Orwell, el Big Brother tiene el sentido del hermano mayor. En el mundo totalitario y demagógico que pinta esta obra, todos son considerados hermanos, todos son iguales, aunque haya alguien que es más igual que todos: el hermano mayor, que se encarga de velar por lo demás. Es probable que el hermano mayor no exista; o mejor dicho, ciertamente no importa si existe en realidad o no. Su existencia física como persona pierde relevancia ante su omnipresencia simbólica: el hermano mayor nos vigila, siempre y en cualquier lugar.
El omnisciente ojo del hermano mayor nos alcanza a través de las pantallas de la televisión: enormes y ubicuos dispositivos que no sólo sirven para recibir imágenes, como los que que conocemos normalmente, sino también para transmitirlas. Si Shakespeare nos dijo en sentido figurado que "el mundo es un escenario", Orwell nos explicó técnicamente cómo es posible que así sea. Cualquier momento de nuestra vida puede estar bajo la mirada crítica del hermano mayor y, por tanto, siempre debemos comportarnos como dios manda. El ojo omnipresente de la santísima trinidad que nos mostraban los grabados antiguos, en nuestra era moderna se convierte en la lente de la cámara de televisión.
Sentirnos bajo la mirada ajena nos hace cambiar de comportamiento. En la intimidad del hogar andamos en calzones, eructando y peyéndonos con la confianza de que no hay nadie que nos juzgue. Pero descubrimos una cámara de vigilancia y en seguida tratamos de recobrar la compostura, nos ponemos los pantalones, nos damos una pasada de cepillo por el pelo y hasta nos revisamos el aliento, no vaya a ser que el guardián electrónico sea capaz de detectar las emanaciones mefíticas que se nos escapan de la boca (y de otras partes, claro).
El hermano mayor se vuelve encarnación de la voz de la conciencia, del id froidiano, de todos aquellos valores sociales que nos han introyectado desde la cuna para reducir las tensiones y posibilitar la convivencia. Me arreglo para no herir visualmente a los demás, me baño para no lastimarles las narices, si estornudo me tapo con un pañuelo para no contagiarles mis virus o microbios. Todo lo pido por favor y con una sonrisa en la boca y si me cruzo con alguien en la calle reconozco su presencia por lo menos con una inclinación de cabeza, si no es que con un saludo más efusivo, con todo y abrazo para confirmar que venimos en son de paz y palmadita en la espalda (aunque el abrazo también tenga la finalidad de comprobar que el otro no esté armado).
Ésa es nuestra imagen pública, la que ven todos, hermanos menores y mayores por igual. La otra, la privada, está a buen resguardo de miradas curiosas, incluso de la propia: ésa es la desgracia de quienes no conocen de sí mismos más que la imagen que proyectan a los demás. Y de hecho acaban no siendo más que esa sombra proyectada por las luces ajenas. Su personalidad está en función de la multitud, su identidad es el anonimato de la masa, su voluntad es esclava de la estadística y del rating y existen como individuos sólo en la medida en que son miembros de algún grupo demográfico.
Por lo mismo que es privada, esa otra faceta siempre suscita la curiosidad. Si no sabemos quiénes somos y ya que es tan difícil averiguarlo, por lo menos podemos pretender asomarnos a la intimidad ajena. Aquí es donde encuentra su explicación el éxito de la prensa de escándalo, de los programas de televisión dedicados a mostrarnos las intimidades de los Osbourne, de Anna Nicole o de Niurka y Bobby. O incluso las de un grupo de desconocidos como sucede en las emisiones del Big Brother.
Pero no nos dejemos engañar. Conocer a los demás sólo nos brinda puntos de referencia para conocernos a nosotros mismos, pero jamás será el camino para cumplir el apotegma socrático. Ni siquiera inquirir entre nuestros conocidos suele llevarnos por buen camino: la imagen que ellos tengan de nosotros es producto de sus propios prejuicios y rara vez podrá servirnos de guía. Sólo podremos vernos por dentro cuando apaguemos luces y cámaras y dirijamos hacia nosotros mismos una mirada amorosa y comprensiva. Y quizá entonces nos demos de que, después de todo, no somos tan malos como creíamos.
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