El terremoto de Sumatra y la gigantesca marejada que provocó, conocida como tsunami, han estado en el centro de las preocupaciones de nuestros lectores, justamente horrorizados ante una catástrofe que provocó, en un solo día, cerca de un cuarto de millón de muertes. La tragedia espanta por su magnitud y fuerza devastadora: fueron afectados ocho países asiáticos y cinco africanos, pero también ciudadanos de otros 45 países de todo el mundo, incluyendo, claro a México. Pero este elevadísimo costo en vidas humanas apenas es el enganche: a las muertes directas habrán de sumarse las indirectas, las causadas por las epidemias desatadas tras la catástrofe, por la imposibilidad de recibir atención médica y, sobre todo, por la destrucción causada en ciertos sectores económicos que, como el turismo y la pesca, son esenciales para algunos de los países afectados.
Pero, como decíamos, el horror de esta catástrofe es que se produjo en un solo día. Porque si tomamos la cifra de un año, sabríamos que en los países del golfo de Bengala (la India, Bangladesh, las Maldivas, Sri Lanka, Birmania, Tailandia, Malasia e Indonesia) mueren varios millones de personas, en especial niños, por el simple hecho de beber agua contaminada, ya que no pueden pagar el lujo de contar con agua potable.
No se trata, no, de restarle importancia al maremoto del 26 de diciembre, ni mucho menos a la ola de solidaridad mundial que suscitó. En términos monetarios se han recabado cuatro mil millones de dólares para ayudar a las víctimas. ¿Es bueno eso? Toda ayuda es buena, claro, pero podríamos contrastar esa cifra con otra: cinco de los países afectados pagan al año a los miembros del Club de París (los países industrializados que le prestan dinero al tercer mundo) alrededor de 32 mil millones de dólares por concepto de intereses sobre su deuda externa. Es decir, como resabios de los tiempos coloniales, los pobres del Sur le entregan a los ricos del Norte un fuerte tributo y éstos, como graciosa caridad, apartan el diezmo para dedicarlo a obras piadosas.
Sí, ya se ha hablado y en círculos más o menos altos de la posibilidad de cancelar esos pagos, como forma de verdadera ayuda a los países azotados por el maremoto. No otra cosa se hizo en Irak, donde se suprimió el 80% de la deuda externa contraída por el régimen de Saddam Hussein, a efectos de que el país contara con recursos para su reconstrucción (es decir, tuviera dinero para pagarle a las compañías occidentales que participen de ese negocio, por lo que, de todas formas, ese dinero regresa a Occidente).
Otro aspecto que quedó al descubierto tras el tsunami: las catástrofes naturales parecen afectar particularmente a los países pobres. Por ejemplo, un año exactamente antes del maremoto, un terremoto de 6.8 grados en la escala de Richter azotó la ciudad iraní de Bam y causó 30 mil muertos. Pero tres meses antes, otro sismo más violento, de 8 grados, había sacudido la isla japonesa de Hokaido sin provocar ningún muerto. ¿Cuál fue la diferencia? Que Japón cuenta con los recursos financieros para aplicar estrictas leyes antisísmicas de construcción, mientras que en Irán se dan de santos si pueden levantar aunque sea casitas de adobe para dar vivienda a la población, sin importar que cualquier sacudimiento telúrico las eche por tierra. No es tan disparatada la conclusión de algunos expertos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, que afirman que estas catástrofes, más que naturales son sociales.
Y en cuanto a la "generosidad" de los países desarrollados ante estas catástrofes, recordemos que, precisamente después del terremoto de Bam, la comunidad internacional prometió una ayuda por mil millones de dólares. Un año después, el gobierno de Teherán había recibido tan sólo 17 millones. Otro punto de comparación. ¿Dijimos que el mundo entero ha aportado cuatro mil millones de dólares para aliviar la desgracia del océano Índico? Sí, pero podemos comparar esa cifra con los tres mil millones de dólares que el año pasado entregó el gobierno estadounidense al gobierno de Florida (digamos que el gobierno de George W. Bush al gobierno de su hermano, Jebb) como ayuda por los daños causados en esa temporada de ciclones. Y no queremos mencionar la ínfima proporción que representa esa cantidad comparada con el presupuesto militar anual de Estados Unidos, que es de 400 mil millones de dólares, para que no nos acusen de ser izquierdistas trasnochados.
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