La candidatura de López Obrador tiene el lastre de la etiqueta de izquierda que le han aplicado. Y es un lastre porque para varias generaciones de votantes, la izquierda sólo puede identificarse con el comunismo, la planeación centralizada, la economía de estado y, en general, con el sovietismo cuyo hundimiento todos presenciamos con asombro hace unos lustros.
Pero la izquierda actual ya no puede ser eso. Lejos están los tiempos de la izquierda delirante, estatizadora y centralizadora, con ribetes de estado policíaco (extrañamente parecida al otro extremo del espectro político, el fascismo). No estamos ni siquiera para una izquierda atinada, como quiso definir a su gobierno el ex vasconcelista López Mateos (después la matizaría aun más, declarándose de “izquierda atinada dentro de la constitución”.
El fin de la guerra fría acabó con ese tipo de izquierda. Y la globalización, además, ha impuesto condiciones muy estrictas que deben cumplirse para garantizar la viabilidad de los países, básicamente en el ámbito económico. Por tanto, es absurdo pensar que un gobernante va a tener el margen de maniobra necesario para tomar medidas desordenadas y desbocarse hacia el caos financiero. En la actualidad, de lo que podemos hablar es de una izquierda acotada, pues en este siglo XXI ningún país puede darse el lujo de ignorar lo que está sucediendo en el resto del mundo.
Como siempre, hay casos excepcionales y dan ganas de llamarlos patológicos como el de Venezuela. En efecto, la retórica de Hugo Chávez recuerda el discurso delirante del castrismo y el guevarismo de los años sesenta (los años de adolescencia de Chávez, precisamente). Pero, por más que predique el anti-imperialismo, Caracas no ha dejado de venderle petróleo a Estados Unidos. Pues es la increíble alza de los precios del barril de crudo lo que le ha permitido a Chávez financiar sus proyectos, tal como en la guerra fría la ayuda económica de la Unión Soviética permitió el mantenimiento de regímenes inviables en todo el mundo. Pero Chávez no sobreviviría a una baja de los precios del petróleo, como tampoco sobrevivieron los regímenes africanos financiados por la URSS al desmembramiento de ésta.
Convendría también analizar el concepto de populismo, tan abundantemente proferido con respecto del candidato de la izquierda mexicana. En este caso, también la globalización juega como factor disuasor de disparates y desenfrenos. Es evidente para cualquiera que no es posible repartir riqueza sin haberla creado antes. Y es precisamente en la modalidades de ese reparto donde estriban las principales diferencias entre los dos proyectos de nación que se someterán al juicio de las urnas este 2 de julio.
Mientras el neoliberal está convencido de la necesidad de que ese reparto se realice a cuentagotas, la izquierda piensa hay maneras más expeditas de elevar el nivel de vida. Lo del reparto a cuentagotas no es retórica: en inglés la llaman trickle economy, es decir, economía por goteo, en la que la riqueza producida en las alturas literalmente “gotea” hacia abajo, una vez satisfechas las necesidades de las clases favorecidas. Éste es el razonamiento que, en Estados Unidos, anima medidas como las de recortarle impuestos a los ricos, por un lado, y suprimir servicios públicos por el otro. La idea es que los ricos, al disponer de más dinero por pagar menos impuestos, podrán invertir en la creación de más fuentes de trabajo, y así los pobres tendrán dinero para pagarse su propio seguro médico.
Se ve bonito en el papel, ¿verdad? Lástima que no funcione en la práctica. En la práctica lo que vemos es gente que es expulsada de los hospitales por no tener seguro (o por tener una cobertura insuficiente) y presidentes de empresas obscenamente ricos, con una riqueza que lastima a quienes sólo pueden verla de lejos.
En la izquierda, los mecanismos de distribución de la riqueza no se dejan a la buena voluntad de los empresarios. Y sí, suponen una injerencia del estado que algunos quieren llamar estatismo, pero que básicamente consiste en el ejercicio de su función de regulador de los factores económicos. Así vemos al estado como proveedor directo de servicios fundamentales, es decir, educación y salud, y en otros casos como promotor a través de incentivos fiscales y otras prestaciones en el caso de vivienda, caminos e infraestructura.
1 comentario:
¿Y Patricia Mercado?, ¿no será la izquierda que queremos?
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