Lo más probable es que dentro de unas horas, la provincia serbia de Kosovo declare su independencia. Después de casi diez años de estar bajo mandato de Naciones Unidas, los kosovares ahora formarán un estado independiente de Serbia, país que por mucho tiempo les negó a los habitantes albanos de esa provincia los más elementales derechos civiles.
Las potencias occidentales (léase los países grandes de la Unión Europea y Estados Unidos) están de acuerdo en esta medida y no sería raro que en el curso de unos cuantos días se desgranaran los reconocimientos oficiales desde las capitales europeas, Washington y tal vez Tokio.
El obstáculo por superar, claro, sigue siendo la negativa de Belgrado, con el apoyo de Moscú, a renunciar a una región que, por motivos históricos, es considerada la cuna de la identidad serbia, si bien en la actualidad el 90% de sus dos millones de habitantes es de origen albano.
Sin embargo, el gobierno de Pristina sabe con quién se mete. En las recientes elecciones serbias resultó triunfador Boris Tadic, que se presentó con una plataforma pro-europea contra el nacionalista Tomislav Nikolic. Aunque por el apego sentimental que Serbia le tiene a Kosovo, Tadic no podrá secundar el apoyo a la independencia de su provincia en Serbia ésa es una postura suicida para cualquier político, en los hechos estará atado de manos para presentar una oposición eficaz. Por lo demás, la Unión Europea es el principal socio comercial de Serbia y Tadic sabe que no podrá ponerse con Sansón a las patadas.
Por su parte, Moscú también anda ocupado con su proceso electoral, programado para el 2 de marzo, y aunque al zar Putin no le preocupa la opinión occidental y, para el caso, tampoco el resultado de las elecciones, ya que tiene asegurado el triunfo de su delfín, Dimitri Medvedev, quien a su vez lo nombrará primer ministro, también sabe que en los hechos no podrá hacer nada para impedir que le arranquen un pedazo de territorio a su pupilo serbio.
Aunque desde tiempos de los zares, la Federación Rusa se ha adjudicado el papel de defensor de los pueblos eslavos, éstos han rechazado esa injerencia, especialmente desde la disolución de la Unión Soviética. Los casos más notables, quizá precisamente por la cercanía geográfica, son los de las repúblicas bálticas y Polonia, decididamente hostiles a cualquier negociación con el antiguo amo moscovita. A la fecha, sólo Belgrado acepta ese padrinazgo y a él se atuvo durante todos los años en que, primero con la OTAN y después con la ONU, Kosovo ha estado fuera de su soberanía.
Es difícil calcular las consecuencias inmediatas de la independencia de Kosovo. Belgrado podría imponer un bloqueo, pero las fronteras que comparte Kosovo con Bosnia-Herzegovina, Albania y Montenegro harían irrelevante esa medida, que sólo podría tener efectos en los primeros tiempos, sobre todo en el ámbito de la energía, que en un 90% procede de Serbia. A la larga, los serbios tendrán que aceptar los hechos consumados.
Queda la duda de la reacción que tendrán los 200,000 serbios que viven en Kosovo, sobre todo en el norte. ¿Aceptarán su nueva condición de ser minoría en el flamante estado? Después de haber sido la etnia dominante en la política, ¿se someterán a los albanos, a quienes desprecian por haber abrazado la fe del invasor otomano en el siglo XV? Las posibilidades quedan abiertas.
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