18 abril, 2004

El dilema del falso


En el medio rural, los caminos públicos pasan por las propiedades privadas, pues así son las exigencias de lo orografía. A su vez, los terrenos están delimitados por cercas, que suelen ser algunas varas plantadas en la tierra y unidas con alambre de púas. En los sitios donde el camino llega a uno de estos linderos es costumbre que haya una verja para permitir el paso. A esta verja, vaya usted a saber porqué, se le llama falso.


Me explican que estos falsos están en el centro de toda una reglamentación de etiqueta, la cual debe observarse rigurosamente. No obstante, su enunciado es muy sencillo: Hay que dejar el falso tal como lo encontramos. Esto es, si al pasar por allí lo encontramos abierto, abierto lo dejamos; si está cerrado, lo volvemos a cerrar.


Esta aparente sencillez oculta enormes complejidades, como trataré de exponer a continuación.


Supongamos que una mañana, el dueño del terreno sale por el falso y lo deja cerrado, pues no quiere que se le metan las vacas del vecino. Poco después, pasa por allí mismo un citadino que va de día de campo ("para cambiar de aires"). Encuentra cerrado el falso, detiene el coche, se baja, lo abre, cruza y lo deja abierto, porque "al fin que al rato vamos a volver a pasar". Podemos ver que el señor es de esos ciudadanos que se estacionan en doble fila, bloqueándonos nuestro coche, porque "nomás me voy a tardar tantito". El señor puede tardarse media hora en comprar cigarros, pues le anda echando los canes a la encargada del changarro, mientras nosotros estamos atorados sin poder salir a nuestro importantísimo compromiso.


En fin, más tarde llega otra persona, un residente que sí está al tanto de la etiqueta del falso, y lo encuentra abierto. ¿Qué hace? ¿Lo deja así o lo cierra? Se encuentra ante una disyuntiva, un dilema. Puede optar por seguir al pie de la letra la doctrina del falso y dejarlo abierto, es decir, tal como lo encontró. Pero también puede conjeturar el antecedente del citadino desconsiderado y, así, se sabría en la obligación de dejarlo cerrado, como era la intención original.


La situación, al parecer inocente, se va complicando. En la doctrina del falso encontramos dos corrientes principales. La literalista descarta de tajo toda especulación y se atiene a la letra: hay que dejar el falso tal como se haya encontrado. No importa si la persona anterior obedeció o no la etiqueta. Pero la corriente interpretacionista trata de ir más allá de la aplicación literal y de adivinar (es decir, interpretar) las intenciones originales.


Estas dos corrientes se han enfrentado a lo largo de la historia humana. En ellas percibimos el embrión del cisma de Occidente, en el que el cristianismo se dividió en catolicismo y en las diversas iglesias ortodoxas. Las iglesias ortodoxas de Oriente son aquellas que se apegan a la letra de de las escrituras, sin dejar margen a la interpretación. El catolicismo bebe de las mismas escrituras, pero también de los escritos de las padres de la iglesia, así como de las diversas bulas y epístolas de los papas, es decir, abre la posibilidad de interpretar la doctrina y, como ocurrió en el segundo concilio del Vaticano (1962-1965), actualizarla y adaptarla a los tiempos modernos.


También está en la raíz de la división que opone a sunnitas y chiítas, siendo los primeros quienes se apegan al sentido literal del Corán, y los segundos quienes se atreven a interpretarlo. Lo mismo vale en las religiones budistas, en las que los teravadinos siguen al pie de la letra el canon budista, mientras que las ramas del mahayana y del vajrayana admiten otros textos e introducen interpretaciones y actualizaciones.


Estos divisiones, claro, se dan acompañadas de enfrentamientos y descalificaciones. Los literalistas se sienten con la autoridad de acusar de blasfemia y herejía a sus contrarios. Éstos, a su vez, los llaman retrógrados en el mejor de los casos.


Desde un punto de vista crítico, el literalismo peca de estrecho y de caer en la molicie intelectual: ya el maestro o el profeta dijo todo, pensó todo, y nosotros no tenemos más que seguir puntualmente el camino señalado. El interpretacionismo, a su vez, cae en el exceso de interpretar y adaptar las cosas espirituales conforme a intereses terrenales.


El fundamentalismo, pues, no es más que la llevada al extremo de cualquiera de estas dos corrientes. Es la descalificación per se del adversario y la suprema arrogancia de sentirse poseedor de la verdad universal y absoluta, que todos deben admitir aun a costa de la vida. No es, como se nos quiere hacer en los medios de información al servicio de las potencias, una manifestación monopolizada por los musulmanes. Los fundamentalistas están en todas partes, incluso escondidos detrás de un matorral cerca de un falso, con la misión autoasignada de vigilar el estricto cumplimiento de la doctrina.


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