Los peligros del cuidado
Debí haber atendido las advertencias, las señales de peligro, los focos rojos. Pero no, tercamente me empeñé en desdeñar cuanta recomendación había recibido, no sólo verbal, sino sobre todo por correo electrónico. ¿Cuántos mensajes he recibido que me advierten prudencia, cuando no desconfianza abierta hacia los desconocidos que me abordan en la calle? ¿Cuántas historias he leído que detallan las nuevas modalidades de delitos, secuestros exprés, fraudes y demás variedades de la actividad criminal?
De nada valieron tantas palabras sabias; de nada sirvió que todo el mundo me dijera, incluso como forma de despedida, "cuídate". "Cuídate", pensaba yo. "¿De qué me he de cuidar?" Cuídate a ti, cuídate de los demás, de las situaciones peligrosas, de las cosas afiladas, de los lugares altos, de los lugares cerrados, cuídate bien de los coches al manejar, cuida tu lugar en la cola, cuida tus maletas en la estación, tu cartera en el metro, tu integridad física en los baños públicos... "¡Cuídate!" Cuida de no parecer pedante, cuida de que no te vean la cara, cuida de que te den el cambio correcto al pagar, cuida de que te den los boletos para la función que solicitaste, cuida de entregar puntual tus trabajos, de pagar a tiempo tu tarjeta de crédito. Cuídate mucho de que no vean tu clave en el cajero automático, de no salir de la casa sin llaves, de no transitar por lugares peligrosos... "¡Cuídate bien!"
"Caray, qué paranoia", pensaba yo. "¿Cómo vine a parar a un planeta tan peligroso, en el que todo mundo tiene que andarse cuidando tanto?" Los políticos deben cuidarse de que no los graben en sus trapacerías, los maridos deben cuidarse de que no los sorprendan en sus andanzas, los taqueros deben cuidarse de que no se les vayan los clientes sin pagar, los conductores, de las patrullas, las patrullas se cuidan de los jefes, los jefes de los directores y éstos de los secretarios, y así sucesivamente, todo mundo se cuida de los demás. "Si todos se cuidan unos de otros, de seguro alguien se cuida de mí... ¿para qué preocuparme?"
Ésa era mi filosofía del cuidado. Por lo tanto, es comprensible que esa tarde, al salir del supermercado, no me haya cuidado de la señora que me miraba atentamente desde que atravesé la puerta de salida, empujando mi carrito. Estaba abriendo la cajuela del coche cuando me abordó descarada, el rostro lleno de sonrisas. "Y eso que no vengo rasurado", me dije, tratando de calcular si el efectivo que traía en la cartera me permitiría pasar a la farmacia a surtirme de Viagra. (Nótese que en esto también desdeñé las advertencias contenidas en las historias, que obviamente circulan por Internet, del fulano que se liga a una chava, para amanecer al día siguiente en un cuarto de hotel, todo drogado, y darse cuenta de que le extirparon un riñón para llevarlo a vender en el mercado negro.)
El resto de la historia es previsible. La señora vendía unas bolsitas de dulces "que ella misma hacía para sostenerse". Le compré una sólo para disimular mi turbación. Después la vi dirigiendo sus baterías a otra señora que venía en una camioneta. No quise caer en la mezquindad de sacar cuentas, pero me asaltó la duda: ¿cuántas bolsitas debe de vender al día para mantenerse? Ése es uno de los misterios de nuestra economía que seguramente se le escapan a Pancho Gil, nuestro secretario de hacienda.
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