La barra brava se calienta
En alguna ocasión leí que el hombre se excita sexualmente cuando su equipo preferido gana. Su equipo deportivo, claro está, y eso en México significa sencillamente un equipo de futbol, deporte que concita el mayor número de seguidores. Si fuéramos muy freudianos podríamos considerar que esto se debe a la metáfora de la cópula desarrollada en el juego, cuyo objetivo es penetrar la red con un balón burlando la resistencia que pueda presentar el portero. Pero no somos psicólogos ni pretendemos desentrañar los significados ocultos de este deporte tan popular. Nuestra ambición es más modesta.
Además, hay que aclarar que esta excitación sexual no se manifiesta en una erección al momento de que se anota un gol; no, más bien es el despertar del deseo sexual, la emoción de la libido. Siguiendo a esta teoría, pensaríamos que el domingo por la noche hay un montón de esposas satisfechas. Pero no necesariamente ha de ser así: entre la victoria de su equipo, el domingo por la tarde, y la hora de acostarse por la noche, pueden suceder muchas cosas que le bajen el ánimo erótico a nuestro sufrido fan de los deportes: la comida con la suegra, el pleito con los hijos que a última hora le dijeron que necesitaban comprar algo urgente para el día siguiente en la escuela, o con la misma esposa, harta de tener que preparar las botanas y las bebidas para los gorrones amigos del marido que se reunieron en su casa a ver el partido de futbol.
El futbol en México es, con mucho, el deporte más popular. Lo asombroso del futbol es que no sólo se disfruta como espectáculo, sino que también se practica, a diferencia de muchos otros deportes, cuya infraestructura los pone fuera del alcance de las masas. Basta un terreno más o menos despejado y nivelado, una pelota de cualquier tamaño y material, tres o más niños por bando, y ya tenemos una buena cascarita llanera, verdadero semillero de la selección nacional.
Una de las características que define a un mexicano es el equipo al que se inclinan sus preferencias. “¿A quién le vas?”, es una pregunta obligada en cualquier cantina, sobre todo en día de juego. La respuesta que demos puede forjar una sólida amistad que dure toda la vida, o un odio tan ancestral como el que opone a los judíos con los árabes.
La pertenencia a un equipo suele ser hereditaria: el padre lleva a su hijo al estadio a apoyar a sus colores. Así se establece una cadena de fidelidades que llega a perdurar por generaciones. Pero puede ocurrir que, en una reacción edípica, el hijo se vuelva contra el padre y cambie sus lealtades. Esto alcanza tintes de tragedia griega: el padre repudia a su hijo, lo deshereda, lo condena al ostracismo. Quizá en su lecho de muerte, al enterarse de que su equipo derrotó al de su hijo, el padre lo perdone y muera musitando los lemas legendarios: “A la bio, a la bao, a la bim, bom, ba...”
Cuando yo era niño, el país estaba dividido en dos grandes bandos: los que le iban a las Chivas y los que le iban al América. Después surgieron los Pumas, como esa tercera vía de la que el británico Tony Blair quiso pasar de abanderado. Y claro, siempre estuvieron los demás equipos, como el Cruz Azul y el Atlante, pero el gran clásico de clásicos definitivamente se disputaba entre las Chivas y el América.
Después vinieron los patrocinios comerciales. Ahora, el espectador despistado no sabe quiénes están jugando: las camisetas de los futbolistas parecen páginas de Internet llenas de anuncios y en ocasiones tiene la impresión de que el clásico se disputa entre la Corona y la Sol.
La pertenencia a un equipo, la defensa de la camiseta, suele ejercerse en casa, los domingos, en compañía de los amigos y con el apoyo de cervezas y botanas. Este ejercicio consiste básicamente en seguir con atención el partido, comentar las jugadas y saltar de emoción cuando el equipo preferido anota un gol. La emoción se manifiesta alzando ambos puños, gritando “goool” y puede llegar incluso al abrazo generalizado entre los compadres.
Pero el verdadero fan, el hincha de hueso colorado, el que sabe que su apoyo es decisivo para la victoria de su equipo, es el que asiste al estadio. No necesariamente tiene que llegar con el emblema de su equipo pintado en la cara, pero sabe que, si no se presenta con una corneta, un dedo enorme de hule espuma, un sombrero igualmente grande, el banderín correspondiente y, por supuesto, una cartera dispuesta a abrirse cada vez que necesite aclararse la garganta con cerveza para vitorear a su oncena, ésta puede perder.
La victoria en la cancha depende de tantos factores, que el auténtico fan no quiere descuidar ninguno. Y es que en el fondo teme que, sin su experto coucheo, sin sus sabias indicaciones, los jugadores no sabrán qué hacer. Básicamente no confía en el director técnico, a quien en el fondo odia o envidia. Sabe que los futbolistas entran en la cancha desganados y desorientados, sin tener idea de lo que se trata el juego. Por eso les recomienda jugadas y los anima con sus porras. Su fantasía secreta es que los jugadores, al verlo en las tribunas, piensen: "¡Mira nada más! Pero si ahí está Pepe. Supongo que si él se tomó la molestia de venir, yo bien puedo esforzarme por ganar. A ver, a ver, sí, ahí está el hueco... apúntale bien... dispara y..."
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