¡Más seriedad, señores!
Al amasijo de proyectos de lengua internacional, surgido especialmente en el último cuarto del siglo XIX y en el primero del XX, ahora tenemos los cambios de nombre, lo cual sólo sirve para aumentar la confusión entre aquellos bienintencionados que trataran de desenmarañarla.
Vea usted porqué:
En 1903, el italiano Giuseppe Peano propuso su latino sine flexione que, como indica su nombre, era una versión facilita del latín clásico. Sin embargo, con todo lo descriptivo que resultaba ese nombre, años después se lo cambió por el de interlingua.
A fines de los años veinte, el lingüista danés Otto Jespersen publicó su obra An International Language (no me pregunten porqué lo hizo en inglés), en la que usó el término interlengua (acuñado en 1911 por Jules Meysmans) para referirse a lo que hasta entonces llamaban lengua artificial, auxiliar, construida, etcétera.
También allá por los años veinte del siglo pasado se creó la Asociación Internacional de la Lengua Auxiliar, conocida por sus siglas (naturalmente que en inglés) de IALA. Este curioso engendro del ocio combinado con el financiamiento produjo, más de veinte años después, lo que también se bautizó como interlingua, a la que en ocasiones se le agrega el apellido para diferenciarla de las demás: interlengua de IALA.
¿Cómo va la cuenta? Llevamos dos idiomas y un concepto con un nombre tan similar que sólo los especialistas los distinguen. ¿Les parece poco? Pues ya no, pues, como pude darme cuenta, el occidental acaba de cambiar de nombre y ahora se llama interlengue que no, no es lo mismo que interlengua o interlingua, pero no me digan que no están hechos bolas. Porque, digo yo, ¿quién va a tomar en serio una ciencia que estudia a las interlenguas, o sea, la interlengua, la interlingua y la interlengue entre otras?
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